Por Luis González González- La Estrella.-

 

 

 

 

 

 

 

A Teresa Rentería una mala espina le daba vueltas como un gusano en el cerebro cada vez que su hijo José se iba a donde la abuela, en Cerro Batea, no muy lejos de Villa María, San Miguelito adentro. Era uno de esos presentimientos de madre que por más que trataba de ignorar aparecía y reaparecía incógnito a lo largo de las horas, y que solo se desvanecía cuando el chico volvía a entrar por la puerta de su casa.

José estaría con su primo Víctor en esas andanzas de chiquillos adolescentes jugando fútbol o  videojuegos y, además, sus tíos y parientes lo cuidarían, por lo que no debía pasar nada malo. Así, el muchacho se escurría del aburrimiento en su casa los fines de semana sin colegio.

—¡No exageres tanto, oye! Tú cuidas a ese pelao como una niña—, le replicaba Mariana, la tía de José y madre de Víctor, en aquellas conversaciones que se dan en familia cuando Teresa hacía visitas de paso o iba a buscar sobreprotectora a su hijo.

Mariana se lo decía a Teresa sin saber que a ésta la desconfianza le venía del propio Víctor.

—José, tú no tienes que hacer lo que él hace…–, le aconsejaba al hijo en el camino o ya en privado en su casa. Lo hacía con mucha frecuencia, antes de que se fuera a donde la abuela o a su retorno.

Y es que luego de la separación con el padre de sus hijos, Teresa tuvo que salir a trabajar para mantenerlos sola.

Eso fue cinco años antes de la tragedia. José, el mayor de los tres frutos de aquella relación que con amor había formado un hogar en Villa María 15 años atrás, habría sufrido mucho la ruptura; tenía apenas 11 años en ese entonces, lloraba, y los otros niños se burlaban de él.

 

Las buenas cosas

Su madre, con otro hijo de pecho y una niña pequeña, se vio de pronto en la encrucijada que viven muchas otras: dejarlos solos en la casa para irse a ganar el pan, o quedarse a cuidarlos y esperar a que el papá se hiciera responsable de darles una pensión alimenticia.

La situación la empujó a salir a trabajar, en ocasiones hasta en dos lugares a la vez doblando jornadas.

Al menos José la ayudaba. Al llegar a casa encontraba todo en orden. Los sillones estirados, los trastos fregados, la sala barrida y en la estufa el arroz listo en espera de una carne o unos huevos fritos, según lo que se pudiera. Los cuatro con cinco del niño en la escuela también la estimulaban a esforzarse para sacarlos adelante.

No era para menos que entonces lo cuidara tanto siendo el mayor. Y tampoco lo fue al llegar la mala hora en que su corazonada de madre se empezó a hacer realidad.

El día que José Frías, de 16 años, quedó en manos de la ley, Teresa dejó todo y se fue a buscarlo a la estación policial de menores de San Miguelito con la esperanza de poder llevárselo a casa. Cuando finalmente pudo verlo, se dio cuenta de que lo habían golpeado tras el robo frustrado a una residencia.

 

Asalto frustrado

Aquello ocurrió a finales de 2009, cerca de la casa del primo Víctor Jiménez, de 17 años. José era quien vigilaba por si alguien se acercaba en el momento en que los otros sacaban de la propiedad ajena lo que tuviese valor.

Todo lo habrían planeado una tarde, detrás de la casa de una vecina que, poniendo oídos entre los ornamentales de bloque de la pared, los escuchó hablar.

—¡No seas ahuevao! Tu mamá no te va a dar lo que vamos a tumbá… —le decían al hijo de Teresa, el primo y otros dos adultos quienes serían los cabecillas.

Pero su nerviosismo e inexperiencia lo traicionaron. Lo que no previeron fue que se aparecería el dueño de la residencia y en minutos las unidades de la Policía, desatando una persecución a balazos. José como vigilante fue el primero en ser capturado, estaba congelado del miedo. A Víctor lo hirieron en una pierna y lo llevaron de urgencias al Hospital San Miguel Arcángel.

A partir de ese episodio las angustias de Teresa se hicieron interminables. Fueron meses en los que exigió justicia porque su hijo era el único que estaba privado de libertad, mientras que Víctor había salido del hospital y lo veía jugando fútbol.

—A mi hijo lo amenazaron para que no denunciara a nadie. Él me decía que por qué tenía que denunciar a Víctor si él era su primo.

Fue por la presión a las autoridades que detuvieron a Víctor. No tardó entonces la sentencia por el atraco: A José le dieron dos años y medio por complicidad y a su primo tres y medio por haberlo perpetrado, ningún adulto fue detenido, y menos condenado. Al dictarse la sentencia, José ya tenía unos siete meses en el Centro de Menores Arco Iris y fue trasladado entonces al Centro de Cumplimiento de Tocumen, a la celda 6, donde igualmente terminó recluido Víctor Jiménez.

Para volver a casa

Cumplido el primer año de José encarcelado, Teresa había conseguido que le concedieran una medida cautelar para que no perdiera la escuela. Las buenas calificaciones, su historial policivo sin manchas antes del atraco y el buen comportamiento en el Centro lo ayudaron. Sin embargo, Teresa nunca lograría llevarlo a casa.

Llegado el domingo 9 de enero de 2011, al muchacho solo le faltaban nueve días para salir bajo condición para que estudiara; aún así, a su madre la mortificaba una tristeza inexplicable en su interior desde que salió del Centro en la última visita de los viernes, dos días antes de la tragedia.

—Él me pidió que le llevara agua porque tenían rato sin una gota. Yo  pensaba llevarle los galones y comida el lunes, suficiente porque él compartía con el primo y los otros—. La mujer lo dice mientras se quita las lágrimas que se le salen absolutas. No quería hablar porque el dolor la desmorona como en el primer día de la muerte de José.

—El primo y los otros me gritaban que no tuviera cuidado, que José estaba bien, que pronto saldrían. Eso es lo que no comprendo si todos ellos ya iban a salir a otros centros para qué iban a prender la celda como dicen—. Las preguntas y razones le sobraban. Como el abanico que llevó días antes a su hijo pero que no le permitieron pasar porque la celda estaba sin electricidad.

 

En Villa María

Es mismo aparato nos abanica en la casa meses después. Empezaban los días lluviosos de noviembre y por un rastreo de sabueso habíamos dado con su casa amarilla en Villa María, una de las tantas comunidades en las que San Miguelito se pierde en el horizonte, lleno de casitas, matorrales, árboles, calles con huecos y caminos lodosos, los cuales bajan y suben colinas que a medida que se avanza nunca terminan. El trayecto nos había dejado claro que si el diablo olvidara una chancleta por allá, seguro no regresaría a buscarla.

—Esto por aquí es muy tranquilo— agregó la señora sentada en el sillón, justo debajo de unas camisas, blusas y pantalones que colgaban en ganchos desde una carriola del techo. A su lado, recostado a la pared sin adornos, un viejo árbol navideño de plástico. Y en el escaparate de madera, arriba del televisor de 12 pulgadas y los adornos de cerámica, sobresalían a la vista tres retratos con enmarcado 8 y 1/2 x 11: el primero de izquierda a derecha de José, los otros dos de la hija y el bebé. Frente a ese mueble, una mesita central y a un costado, pegada a la pared de la puerta, una mesa pequeña en la que estaban desempolvados adornos y guirnaldas verdes que la señora y su hija acomodaban cuando interrumpimos con los “buenas”, despertando a un perro flaco que enseguida empezó a ladrar.

Doña Marquesa Bersal, la madre de Omar Ibarra —quien también murió por el incendio en la celda 6— y que se había ofrecido a guiarme al lugar con una dirección que resultó mal dada; al igual que el fotógrafo Manuel Buenaventura, habían entrado conmigo a la sala como sin querer pisar, tan pronto Teresa incrédula nos dio permiso.

—Por eso José se cabriaba acá —continuó Teresa. Él se pasaba en la hamaca del patio y a veces con otros vecinos en la vereda. Por eso se iba a donde la abuela, por lo aburrido aquí— pronunció a voz quebrada mientras que su hija disimuló la pena pasando la escoba a la sala cubierta con linóleo de cuadros chocolates.

Por su sentimiento de madre, Teresa sigue escuchando a su hijo pidiendo agua a gritos, es una escena que le quedó grabada en el laberinto de su mente. De esta manera la entristece también que para esa fecha que José debió salir con la cautelar, su hija estaba cumpliendo los 14, y en enero próximo sus 15 años serán igual de dolorosos, pues se cumple el primer año de la muerte del hermano.

—Ese domingo cuando me llamaron, solo me dijeron que si podía ir al hospital, pregunté por qué y solo me dijeron que José se había quemado —hizo una pausa por un nudo en su garganta —Yo confío en Dios en que se hará justicia…

 

Amargas horas

En la sala de quemados del Hospital Santo Tomás, Teresa entró buscando a José por todos lados. Dio varias vueltas mirando a los que estaban en las camillas sin lograr verlo. Se angustió tanto que sus nervios apenas le permitieron preguntar a una enfermera de turno.

—¿Dónde está mi hijo?

—¿Cómo se llama?

—José Frías.

—Es ese que está ahí mismo.

Lo tenía enfrente.

—Ese no es él.

—Sí, es él— señaló la mujer de blanco— Él dijo ese nombre cuando lo trajeron.

El rostro del muchacho era otro por las quemaduras. Teresa no lo reconoció a primera vista, ni después de que se convenció sin poder tocarle su semblante mientras le hablaba sin obtener respuesta. No volvería a hablar más. Solo resistió cinco días, siendo el tercero en fallecer.

Trece días después del incendio, su primo Víctor se convirtió en la quinta víctima del infierno de la celda 6. Sus familiares se enteraron durante la mañana del 22 de enero cuando llegaron a visitarlo. Al parecer había sufrido un paro cardiaco y los médicos intentaron revivirlo en vano. Tampoco resistió debido a su estado crítico

Su padre, Olmedo Jiménez, relató que en el momento en que llegaron a la Sala de Quemados para la visita los sacaron y luego los mandaron a pasar para explicarles que a Víctor los pulmones ya no le funcionaban.  Su madre se desplomó en un desmayó y fue llevada a la Sala de Urgencias, en donde la tuvieron que sedar para calmarla.

Víctor apagó sus sueños ese día y con ello sus intenciones de perfeccionar las técnicas de fútbol, el deporte que más le gustaba, para llegar a ser como los grandes, según dijeron posteriormente los familiares agobiados por las lágrimas, pues a pesar de todo, él también “era un buen pelao”.

 

Foto: Archivo La Estrella