indice de mortalidad materna

Daniela Rea -Domingo, El Universal.-*

Ésta es la historia de dos muertes que pudieron haberse evitado. También es un relato que desvela a un sistema de salud enfermo de indiferencia: a Érika la revisaron nueve doctores en menos de una semana, sin detectar que su vida y la de su hijo estaban en peligro. Como ella, mil mujeres embarazadas fallecen cada año en México por falta de atención médica adecuada. Las causas (y las culpas) alcanzan para repartir a todos los niveles

Las dos horas y media que dividen a Lerdo de Tejada de Veracruz nunca habían sido tan lentas. La hemorragia de la mujer de 24 años que viajaba en la ambulancia no cesaba. Una tragedia que cobraría dos vidas estaba a punto de asomarse.

A mitad del trayecto, Leonor Lira tomó la mano de Érika y la sintió suelta, lánguida: “Doctor, ya falleció, ya falleció”. El médico que la atendía de camino al Hospital General de Veracruz refutó su diagnóstico: “No falleció, está en una convulsión”. Desesperada, Leonor sacó un espejo de su bolso, lo puso frente al rostro de su nuera y este permaneció limpio, sin vaho. Mientras Leonor asimilaba la certeza de la tragedia, el doctor trataba de reanimar a la joven.
En una semana nueve doctores (sí, nueve) habían atendido a Érika en una travesía que incluyó clínicas del IMSS, sanatorios públicos locales y hasta un consultorio privado. Ninguno atinó a tomar decisiones que impidieran la muerte de la mujer y su hijo. Era una carrera contra el tiempo, contra diagnósticos erráticos, contra la ineficacia del personal médico. Y no sólo eso. También había que luchar contra la falta de recursos materiales, la descoordinación institucional, la discriminación de género y la indiferencia. Pero, sobre todo, contra la idea de que la muerte es un riesgo que la mujer asume por su deseo de ser madre.
Érika llevaba 36 semanas de un embarazo que no presentó problemas sino hasta los últimos siete días. Antes había dejado Puebla, donde vivía, para radicar en Alvarado, Veracruz, con la familia de su pareja. Ahí tenía un doble control: la veía un médico particular y acudía a consulta en el IMSS.
Ésta es la historia de una muerte que pudo evitarse y de un sistema de salud enfermo de indiferencia.

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En la mayoría de los casos la muerte materna es prevenible. Por eso es un indicador para calcular los niveles de marginación de un país: refleja la equidad, acceso a derechos y desarrollo que, en el caso de México, se traduce en una tremenda desigualdad.
El último dato oficial señala que en 2011 murieron 971 mujeres durante su embarazo, parto o puerperio (cuarentena). Eso significa una razón de mortalidad materna (RMM) de 50.7 por cada 100 mil nacidos vivos. Pero cuando se revisan los grupos vulnerables, como las zonas indígenas o rurales, el riesgo de muerte materna puede ser hasta nueve veces mayor.
México comparte una RMM con países como Belice o Kazajistán. Otros con un desarrollo similar al de México tienen un nivel de mortalidad desigual: Argentina tiene 77 RMM y Brasil, 56; Costa Rica, 40, y Chile, 25. Los países con menores niveles con RMM son España de seis y Japón de cinco.
El consenso de preocupación sobre el tema provocó que el país se comprometiera a reducir la RMM a 22 para el año 2015 —de acuerdo los Objetivos de Desarrollo del Milenio, que firmaron 189 países miembros de la ONU—. Una meta a la que, en días recientes, la secretaria de Salud federal, Mercedes Juan López, reconoció que no se llegará.
Hace una década se presentaron las primeras iniciativas para mejorar la atención. En el camino se crearon ocho programas para erradicarla, pero aún no se sabe cuánto dinero les destina el gobierno mexicano. Se sabe que a tres programas de salud sexual y reproductiva del Gobierno federal se destinaron casi dos mil millones de pesos para 2013.
¿Qué está detrás de la muerte de casi mil mujeres cada año, muertes que pudieron ser evitadas? “Es una pregunta legítima y es la pregunta que todos nos hacemos —dice la doctora Raffaela Schiavon, directora de IPAS México, una organización internacional que procura los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres—. Pero no puede haber reducción de mortalidad materna sin coordinación, con instituciones débiles, con una Secretaría de Salud federal sin rectoría, sin capacitación en el personal médico, sin recursos humanos y técnicos, sin claridad presupuestal ni transparencia en el ejercicio de los recursos”.
El informe Omisión e Indiferencia, que realizó el Grupo de Información en Reproducción Elegida (GIRE), publicado hace unas semanas, señala que las principales causas de mortalidad materna son prevenibles, tanto las directas como las indirectas: alteraciones en la presión arterial —preeclampsia y clampsia—, hemorragias, infecciones y complicaciones de abortos inseguros. También enfermedades previas, que se pueden detectar y controlar a tiempo, como diabetes o hipertensión.

La muerte materna es, pues, la punta del iceberg de todo un sistema que no funciona, que combina inequidad, marginación e ineficacia.

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“Por controles no parábamos”, dice Leonor, suegra de Érika, al teléfono. La llamada ocurre dos años y un día después de la muerte de la joven. Al principio su voz se escucha serena, propia de quien ha encontrado cómo acomodar el dolor en el alma. Pero cuando recuerda los detalles de su peregrinar, de cómo los médicos ignoraron los síntomas, cómo minimizaron sus súplicas por operarla, se escucha dolorosamente lastimada: “Ella iba a consulta al IMSS, al médico particular. Su embarazo, aparentemente, iba normal. Así transcurrió el tiempo hasta que comenzó a hincharse de sus piernas”.
La cuenta regresiva en la vida de Érika —”mi calvario”, dice Leonor— comenzó la tarde del 8 de mayo del 2011. Ese día las piernas de la joven se empezaron a hinchar y a verse como “amoratada”. Leonor la llevó a la Unidad Médica Familiar del IMSS. Según recuerda, la Doctora 1 le revisó la presión arterial, la frecuencia cardiaca del bebé y la mandó de regreso a su casa con la recomendación de levantar las piernas para disminuir la inflamación, “normal” en el embarazo. La doctora no indicó una revaloración posterior, pese a los signos de alarma como el cambio de coloración en la piel. Tampoco la mandó a realizarse estudios.
Al día siguiente, no conforme con las indicaciones de la doctora, Leonor llevó a Érika al Centro de Salud de Alvarado, donde la recibió el Doctor 2, quien le mandó hacer estudios de orina. Un día después, el 10 de mayo, Leonor acudió al Centro de Salud con los resultados. Ahí, la Doctora 3 descartó que tuviera problemas graves: sólo diagnosticó una infección de las vías urinarias, que consideró “normal” en el embarazo. La doctora no llamó a la paciente para revisarla pese a que una infección puede ser frecuente, pero nunca “normal”, y menos en una embarazada.

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Un día después la joven estuvo en reposo, como le indicaron los médicos, pero las piernas no sólo seguían inflamadas, también le ardían. Esa tarde del 11 de mayo, la señora llevó a Érika al ginecólogo particular, el Doctor 4, a quien mostró los análisis de orina. Él coincidió con los otros médicos en que se trataba de una “leve” infección en las vías urinarias. Le quitó la sal de la dieta y la mandó a “comer bien”. En la consulta pasó por alto medir la presión arterial, solicitar un perfil toxémico, preguntar los síntomas al orinar, revisar el fondo uterino…
El día 12 por la noche Érika le comentó a Leonor que le dolía el cuerpo y que sentía gripa. Tomó un paracetamol y se durmió. El viernes 13 amaneció bien. Pero a las 2:00 PM tuvo fiebre. En urgencias del IMSS el doctor de guardia, el
 Doctor 5, le detectó 39 grados de temperatura y también dijo que era una “leve” infección urinaria. Le recetó más paracetamol y la mandó, de nuevo, a reposar. Pese a la alta temperatura y el embarazo, Érika no fue hospitalizada.

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Susana Collado abre la puerta del consultorio obstétrico y me ofrece una rebanada de mango: “Perdón, pero no he tenido chance de comer”. El reloj marca las 5:15 de la tarde y esta ginecobstetra, en su séptimo mes de embarazo, no ha probado bocado desde el almuerzo.
La jornada del día en el Hospital de Gineco-Pediatría 3-A del Seguro Social, al norte de la Ciudad de México, ha sido larga: consulta, consulta, cirugía, consulta, consulta. Y no para. Apenas le da una mordida a la fruta, tocan a la puerta. Es una señora preocupada porque hace cuatro meses se hizo el papanicolaou y aún no tiene los resultados. Cuatro meses para hacer un diagnóstico de la segunda causa de muerte de la mujer mexicana —cáncer cervicouterino—. Cuatro meses en la ciudad con mayor infraestructura del país.
En el escritorio de la doctora Collado está la lista de consultas del día. Cada quince minutos tiene una paciente. Éste es el inicio de la ruta que puede llegar a la muerte materna.
La Norma Oficial Mexicana (NOM) 007, sobre la atención a la mujer en el embarazo, establece que en una consulta ginecológica el responsable debe revisar los signos vitales de la madre (presión arterial, temperatura, frecuencia cardiaca y respiratoria) además de verificar la frecuencia cardiaca del bebé y el fondo uterino, salvo que tenga sangrado. “En 15 minutos es muy difícil hacer un diagnóstico y hacerlo bien. Sólo nos da tiempo para decir ‘¿hay flujo? Tome estos óvulos'”, dice Collado.
Las cifras del Observatorio de Mortalidad Materna refieren que más de 80% de las víctimas mortales tuvieron consultas prenatales donde no hubo diagnósticos certeros para detectar, prevenir y atender factores de riesgo. “Los doctores siempre somos los malos de la historia”, suelta la doctora Collado con una honestidad que sorprende.
Comienza por decir que la preparación en las universidades es deficiente, pues en algunas escuelas la ginecobstetricia se aprende en dos meses. Y aunque hay especialización, las emergencias y las consultas de fines de semana son atendidas por médicos generales o pasantes. En las zonas rurales es peor, pues se envía a los alumnos de peor promedio. Por esas razones se trivializan los malestares de las mujeres, no hay coordinación entre las instituciones —las mujeres son rechazadas de varios hospitales— y a todo lo permea el maltrato de género.
No es leyenda urbana, dice, que los doctores generan violencia obstétrica y que convierten la sala de expulsión en un festín con bromas a costa de ellas, como la famosa frase “¡No grite! ¿A poco así gritó cuando se lo hicieron?”.
A las deficiencias del personal, reconoce Collado, se le suman las condiciones de trabajo: sobrecarga de consultas, salarios bajos, falta de material para trabajar —herramientas e insumos tan básicos como sangre—, de transparencia en el uso de recursos, falta de control de calidad e impunidad en la negligencia médica.

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Datos del Observatorio de Mortalidad Materna dan una fotografía de lo que ocurre en México: en 91% de los casos las mujeres llegaron a un establecimiento hospitalario y recibieron algún tipo de cuidado antes de morir; es decir, la gran mayoría no murió abandonada en medio de la nada, sino que llegó a una clínica cuya capacidad de respuesta a la emergencia falló. 86.8% tuvo consultas en algún momento de su embarazo y 80% de quienes murieron estaban afiliadas a alguna institución de salud. Es decir, el acceso a los servicios de salud no garantiza una atención de calidad y oportuna en los servicios públicos y privados: casi la mitad del total de muertes fueron beneficiarias del Seguro Popular y 6.8% se atendió en clínicas privadas.

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La mayoría de las mujeres murió porque no hubo un diagnóstico acertado o a tiempo, o porque la atención en el hospital no fue la requerida.
Para entender los huecos del sistema que provocan la muerte materna se creó el método de las tres demoras: demora de la madre en buscar atención médica, demora en llegar al centro de salud y demora en ser atendida adecuadamente.
La doctora Raffaela Schiavon explica que a eso se suman otros agravantes: “Es común que una mujer embarazada muera después de haber pasado por tres o cinco hospitales, rebotando de uno a otro, sin recibir atención”. Además, dice, se “medicalizó” tanto el parto que comenzó lo que la doctora nombra “epidemia de cesáreas”.
La Organización Mundial de la Salud recomienda un máximo de 15% de cesáreas del total de partos, sólo en casos de riesgo inminente en la vida de la madre o el hijo. México es el cuarto país del mundo con más cesáreas: cuatro de cada 10 partos, lo que representa un incremento de 50% en los últimos 12 años. En su informe, GIRE refiere que la cesárea es un riesgo en el post-parto pues incrementa la posibilidad de tromboembolismo venoso.

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El 14 de mayo las cosas no mejoraron para Érika. La temperatura no bajó y las piernas se le pusieron más amoratadas. Ese día por la madrugada Leonor la llevó de nuevo al IMSS, donde la atendió el Doctor 6.
“Yo le preguntaba si tanta temperatura no afectaba al bebé. Adentro ha de haber sido como una olla exprés para el niño, con tanto calor”, dice Leonor, su suegra. El médico le respondió que no tenía termómetro para saber si era grave, que mejor le tomara la temperatura en su casa, y le dio un medicamento para la infección de las vías urinarias. Por quinta vez la mandaron a su casa a reposar, a comer bien, tomar agua.
Leonor llevó a Érika al Centro de Salud donde la atendió el Doctor 7, quien confirmó la fiebre y le dio dos pastillas de paracetamol. Ese mismo día la revisó, de nuevo, la Doctora 3, del mismo instituto, quien le hizo análisis de sangre, sin encontrar riesgos.
“Le rogué que la internaran, que algo no andaba bien porque Érika no mejoraba, pero me dijeron que estaría mejor reposando en casa”, dice Leonor.
Fueron de nuevo con el ginecólogo particular, Doctor 4, quien leyó en los estudios salmonelosis y plaquetas bajas. Le hizo un ultrasonido y el bebé tenía arritmia. “No la quiso operar, me dijo que él no se arriesgaba a operar a mujeres con tantas semanas de embarazo. Le rogué, le dije que no era normal que el niño estuviera así, pero no lo creyó necesario”. Tampoco mandó a la joven a un nivel superior hospitalario.
Tan sólo ese sábado 14 de mayo, a Érika la revisaron cuatro médicos. Ninguno tomó una decisión para controlar el riesgo en que se encontraba.

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En un inicio se pensaba que la muerte materna se erradicaría a través del diagnóstico de riesgos preexistentes como diabetes o hipertensión. Pero 59% de las embarazadas que murieron no tenían estos factores, según datos de la Secretaría de Salud. ¿Qué dice esto? Que la emergencia obstétrica le puede ocurrir a cualquier mujer y el sistema debe estar preparado.
Con esta evidencia epidemiológica, explica la doctora Schiavon, se movió el énfasis de atención: “La lógica era: si un alto porcentaje de las mujeres que mueren no tienen factores de riesgo, pues para qué detecto factores de riesgo. Pero un alto nivel sí tiene factores de riesgo y a ese sector se le abandonó”.
Schiavon da una clave: se debería volver a atender a las mujeres con personal que no necesariamente tiene que ser médico, sino parteras o enfermeras perinatales, lo cual ya se hace en países como Chile. En México se hace en Colima, Chiapas y Guerrero.

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La madrugada del 15 de mayo, una semana después del primer síntoma, Érika despertó con vómito y fue al baño. “Me llamó gritando, estaba sangrando. En seguida fuimos al IMSS. En el camino le llamé al ginecólogo particular pero estaba fuera de la ciudad. Yo ya estaba cansada de que en el IMSS me trajeran rebotando, pero no tuve otra opción”, recuerda Lorena.
De nuevo, los síntomas fueron minimizados: el vómito, después de las 20 semanas de embarazo, alerta de preeclampsia severa y el sangrado pudo ser el inicio del trabajo de parto.
La Doctora 1 que la atendió en el IMSS le dijo que la canalizarían al hospital de Lerdo de Tejada. Leonor le dijo que por ser fin de semana no encontrarían ginecólogo, pero ella la ignoró y las envió para allá. Al llegar comprobó lo que le había advertido: la enviarían a Veracruz, no había ginecólogo.
Leonor suplicó al Doctor 8, a cargo del hospital de Lerdo: “Opérenla por favor, ella ya está sangrando. Si no hay ginecólogo, que la opere un cirujano. Les ruego que la operen”.
Desde la camilla Érika se percataba de todo y sólo pedía que salvaran a su bebé. Todo el viacrucis estuvo consciente. Tres horas después de dudar entre operarla o no, elDoctor 8
 decidió enviarla a Veracruz en una ambulancia, acompañado de la Doctora 9. “Doctor, usted sabe el tiempo que se pierde en llevarla. Son dos vidas doctor, por favor, hagan algo, ¿cómo se la van a llevar? ¡Se va a desangrar!”.
En la parada del hospital de Lerdo perdieron tres horas, más dos horas y media de recorrido a Veracruz.

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En los pasillos del Hospital General, en la Ciudad de México, decenas de mujeres embarazadas esperan su consulta. Los asientos están saturados y algunas de ellas aguardan de pie, otras sentadas en el piso, bajo el sol.
Las indicaciones de sus médicos son ir al hospital al detectar hinchazón en las piernas y manos, dolor de cabeza, sangrado vaginal. Jiovana, Gisela y Andrea, que esperan la llegada de sus bebés en dos meses, lo saben.
Que la mujer sepa detectar síntomas de riesgo y acuda a revisión es una condición indispensable para evitar la muerte materna, pero de la mano está el cuidado de la comunidad: “Los ginecólogos estamos obligados a decirles los signos de alarma, pero también a preparar con sus familias un plan de acción: ubicar su hospital más cercano, contactar a quien pueda trasladarla. La comunidad debe responder y cobijar a la embarazada, pero los médicos no hacen este plan con las familias”, dice la doctora Susana Collado.
Collado y Schiavon coinciden en que, detrás de toda la falla institucional, hay un tremendo desprecio por la vida de la mujer. “Si una sociedad no valora la vida de la mujer no hay soluciones sanitarias. La valoración de su vida no es solo como madre, sino por su persona”, dice Schiavon.
Esa falta de reconocimiento se ve en varios aspectos: al estar embarazada, su derecho a tener un embarazo seguro no se cumple; también, la mujer es vista con una doble perversidad en los hospitales públicos y privados: en los públicos como material de práctica para los pasantes, en los privados como ganancias —de ahí el aumento desmedido de cesáreas—.

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El fatal trayecto de Lerdo a Veracruz inició la mañana del 15 de mayo de 2011. Érika seguía con hemorragia y las fallas médicas disminuían las posibilidades de su recuperación: no le pusieron bien el catéter y se les zafó, no llevaban una inyección y tuvieron que parar en Alvarado, el doctor iba resolviendo otros problemas por teléfono, y la doctora iba regañando a Leonor porque no callaba a Érika quien, acostada desde la camilla, miraba como la vida se le iba. Leonor, quien sujetaba su mano para darle calma, se dio cuenta que ya había muerto. “Doctor, ya falleció…”.
Al llegar a Veracruz, ya en el hospital, los médicos demoraron 15 minutos para decirle lo que ya sabía, lo que se pudo evitar una semana atrás, el resultado de una cadena de indiferencia: Érika y su bebé estaban muertos.
Del acta de defunción Leonor lee las causas de muerte: hemorragia cerebral, hipertensión arterial y trombocitopenia grave. “En el Hospital General (de Veracruz) se enojaron porque nos mandaron para allá. Nos dijeron que si no teníamos nuestro hospital, les daba coraje tenernos que atender”.

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El informe Omisión e Indiferencia de GIRE pone el acento en un tema casi silenciado: el de la mortalidad materna y la impunidad de las negligencias médicas.
Rebeca Ramos, del área jurídica del organismo, dice que el porcentaje de casos investigados y sancionados es preocupantemente bajo: “Mientras las irregularidades permanezcan no se avanzará en erradicar la muerte materna”.
GIRE solicitó a las 32 procuradurías de justicia estatales el número de averiguaciones previas por muerte materna entre 2008 y 2012. Sólo 25 respondieron: en tres entidades había 23 expedientes abiertos, en cuatro estados no había ninguna; en el resto la información era por negligencia médica en general y la declararon inexistente.
“Nuestra recomendación no es sanción penal al personal médico, salvo que exista dolo, pero sí reparación del daño y sanción administrativa, creemos que el acceso a la justicia puede ser una oportunidad para mejorar la atención”, señala Ramos.

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Un día después de la muerte de Érika, Leonor volvió al IMSS porque se le alteró la presión. Ahí se cruzó con el Doctor 6 quien, al verla, le pidió perdón: “Me dijo que habían cometido un error y que no tenía palabras, que lo perdonara, que no se dieron cuenta lo que estaba pasando. Él admitió que lo hicieron mal, que tendrían que haber puesto más atención para no cometer ese error tan grande”.
Leonor no dejó que las cosas terminaran ahí. La historia que comenzó el 8 de mayo del 2011 aún no termina: “Yo quería que se hiciera justicia. Érika ya murió pero, ¿cuántas mamás están pasando por lo mismo? Yo quiero que los doctores tengan más conciencia con otras embarazadas, que les pongan atención. Son seres humanos, no una cosa que pueden dejar ahí tiradas. Yo quiero que a los doctores les hagan hacer conciencia de su trabajo”.
Leonor presentó una denuncia penal ante la Procuraduría estatal y distintas quejas: una administrativa ante el IMSS, otra ante la Comisión Nacional de Arbitraje Médico, ante el gobierno estatal y una más ante la Comisión Nacional de Derechos Humanos.
El IMSS indemnizó a la familia, pero no sancionó a los médicos responsables. La CNDH consideró el dinero un acuerdo entre las partes y concluyó la investigación sin emitir recomendación. La denuncia penal contra los médicos que tuvieron en sus manos la posibilidad de evitar la muerte de Érika continúa con un abogado particular. Para integrar su denuncia Leonor solicitó al IMSS los datos de los médicos responsables, pero se los negaron por “confidencialidad del personal”. Los doctores le habían negado su nombre cuando lo preguntó durante las consultas.
GIRE documentó la muerte de Érika y la incluyó en su informe Omisión e Indiferencia como un caso paradigmático que reúne demoras, barreras, rechazo, falta de capacidad e infraestructura, indiferencia. La última cruzada que emprendió Leonor fue denunciar públicamente la muerte y convocar a sus vecinos de Alvarado a exigir la construcción de un hospital de calidad. De puerta en puerta, y en la plaza del puerto famoso por su gente dicharachera y fiestera, juntó cuatro mil firmas de apoyo. Aún espera justicia.

Ilustraciones: Guillermo Préstegui / Domingo, El Universal

* Esta nota ganó el primer lugar del Concurso “Género y Justicia” 2013 en la categoría Reportaje escrito, que entrega la Unidad de Género y Justicia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (México).