kika

Aprendió a robar a los 5 años. Fue una experta punguista que recorría Europa robando en las carreras de Fórmula Uno, el Vaticano, San Remo y Cannes. Como narcotraficante, condujo la Red Holanda, una de las primeras organizaciones en vender a Europa. A sus 70 años pasó casi un tercio de su vida en prisión. Es Ramona Reyna, más conocida como la Gorda Kika, una legendaria del crimen cordobés. Hace siete meses había terminado de cumplir su última condena. En la única entrevista que concedió, dijo que anhelaba cambiar de vida. La semana pasada, otra vez, fue detenida por la policía cuando traficaba cocaína a La Rioja.

Waldo Cebrero- Cosecha Roja.-

En la puerta de la cárcel la esperaban una hija y un yerno. A las doce del miércoles 20 de junio de 2012, la figura de una mujer baja y rolliza asomaba desde la sombra del Establecimiento Penitenciario N°9 de Córdoba, cargando bolsas en las manos. Cuando la vieron salir, todos se emocionaron. Con 68 años, estaba más cerca de parecer una abuela tierna que una célebre delincuente buscada por la Policía de varios países.

Vestía una pollera negra y ancha, un suéter de hilo y se cubría del frío con una gran chalina. Repartió abrazos y consejos para todas sus compañeras de presidio que salieron a despedirla en señal de respeto. Te vamos a extrañar, le decían. Dos guardicárceles llorisqueaban a pocos pasos. Todas las detenidas posaron para la foto con quien había sido, hasta ese día, la jefa del pabellón. Ella soltó una carcajada y levantó los dedos en ve: “Viva Perón, carajo”, dijo y subió a una camioneta blanca.

En los últimos 20 años,  la Gorda Kika había pasado solo uno y medio fuera de la cárcel. Cuando salió pesaba 120 kilos. Haciéndole honor a su apodo había aumentado 30 durante su última condena, la segunda que cumplía por tráfico de drogas. Una semana después de recobrar su libertad, Kika concedió una única entrevista en la casa de su nieto en barrio Müller, donde vivía.

–La cárcel no sirve para nada– dijo aquella vez-, no ayuda a nadie. Pero ahora quiero hacer las cosas bien, buscar un trabajito, criar a mis nietos, ayudar a mis hijas y bajar de peso.

Hasta diciembre de 2012, fecha en la que finalizó su libertad condicional, intentó poner una verdulería y un puesto de venta de ropa y celulares en la Galería Norte. Sus intenciones duraron poco. En la madrugada del 6 de febrero, fue detenida en la Terminal de Ómnibus de Córdoba con un kilo de cocaína. Pretendía viajar a La Rioja. A poco de cumplir 70 años, La Gorda Kika volvió a la prisión.

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En su apogeo criminal, cuando encabezaba una organización que llevaba cocaína a Europa, Kika tenía varias casas y vivía en barrio Cerro de las Rosas, la zona más cara de la capital cordobesa. En la última época, ya en la mala, Kika atendía la verdulería de su nieto en Müller, barrio marginado del oeste de la ciudad y no tenia donde vivir. Dormía en la habitación de uno de sus bisnietos y todo lo que tenía cabía en un rincón: un cajón de manzana lleno de papeles y chucherías, un ventilador y dos bultos con ropa.

Kika nació en una familia de ladrones. Como sus padres estaban presos y algunos tíos también, fue criada por su abuela Clara en una villa ubicada junto al Rio Suquía.

–Tenía cinco años cuando empecé a robar algunas verduras para que cocine mi abuelita. Éramos tan pobres que usábamos las zapatillas Pampero solo los días jueves y domingos para ir de visita a las cárceles. Los otros días andábamos descalzos.

A ella le gusta decir que aprendió a robar por necesidad. La verdad es que una tía la introdujo en el oficio de “mechera”, cuando todavía era niña. La mujer tiene manos chicas, y aunque ahora se las ve regordetas, en otros tiempos fueron más rápidas que la mirada. Durante las décadas del 60 y 70 perteneció a esa elite de ladrones que no precisan de armas para hacerse de lo ajeno, y eso la llena de orgullo.

–Mi papá, Ramón, era “nochero” o “escruchante”; robaba en casas sin armas. Su arma era el sigilo; entraba, caminaba, revisaba cajones sin que nadie se despertara. Eran otros tiempos: la gente dormía tranquila. La “mecha” es la que roba en las tiendas, y el punga, el que roba carteras. Esos fueron mis oficios. Yo siempre me vinculé con gente punga. Los livianos vamos por una vereda, y los pesados, los que cargan fierros, por la otra.

El arte del descuido era su medio de vida, su trabajo. Salía a la mañana y volvía a la tarde.  Antes de terminar la jornada, muchos delincuentes se juntaban a tomar algo  en el bar La Cueva de Oro, que estaba sobre la calle Olmos. Ella se pedía un chocolate con churros. Alcohol, nunca: ponía pesada la mano. Allí escuchó decir que en Europa se ganaba bien. Juntó dinero para el pasaje, dejó a sus cuatro hijos con su madre y en 1973 hizo su primer viaje a Roma, con tanta mala fortuna que a las dos semanas cayó presa por robar una cartera en la Vía del Corso.

En Italia conoció al chileno Abelardo Cerda Navarro, según ella, “el mejor punguista del mundo”, de quien aprendió las artimañas y también los códigos del ladrón profesional.

–El tipo era un artista de las joyas, robaba en las grandes tiendas con una altura que te admiraba. Yo me vestía bien y distraía, mientras él metía la mano – Entre Cerda y Kika hubo mucho más que una sociedad delictiva–. Éramos jóvenes viajando, durmiendo en hoteles de Europa y de Asia, él punguista y yo punguista. Después de chorear bajabamos al lobby del hotel o al piano bar, y así nacían las relaciones.

– ¿Cuáles eran los mejores lugares para robar?

– El Vaticano era ideal para ir los miércoles, cuando el Papa recibía a los turistas ricos. También la primera clase de los trenes Europeos. Todos los años íbamos a los grandes festivales, ahí se trabajaba bien: San Remo, Cannes, o las carreras de Fórmula Uno.

Hasta 1990 viajó cada año a Europa, aprendió idiomas, conoció varios países y se codeó con Ringo Bonavena y el actor Jean Paul Belmondo, “dos clientes del chileno”. Carlos Monzón autografió su pasaporte y se fotografió con Diego Maradona. Ahora la foto con el astro del fútbol y el pasaporte, dice, está en poder de la Policía. De sus correrías en Europa solo le queda cierto refinamiento: saluda con dos besos, le gustan los perfumes y mezcla palabras en italiano con su cordobés de barrio.

– ¿Tuviste muchos novios en Europa?

–Seeee. Es más interesante mi vida amorosa que la delictiva. Una vez me casé en “Piazza del Campidoglio” solo por los papeles.

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El día de la entrevista, se aseguró que en la casa no hubiera nadie. Era la hora de la siesta. Hacía una semana había salido en libertad y aun no terminaba de sentirse cómoda. “Que lastima que no nos conocimos cuando estaba en la cárcel. Ahí tenía tiempo de sobra para hablar”, dijo. En el Penal N°9, la cárcel de régimen abierto donde pasó sus últimos años, Kika se sentía a gusto. Su trayectoria delictiva le permitía gobernar el reducido pabellón de mujeres, que la respetaban por sus códigos y porque siempre intercedía por ellas. Cuando salió, los problemas económicos la ahorcaron. La calle era otra selva, pero sin muros.

– Tengo un tío de 80 años, un viejo chorro, que se jubiló: se puso un puestito en la peatonal cuando la mano se le puso lenta. A mí me vendría bien algo así. Ahora, gracias a Cristinita, nuestra presidenta, tengo una jubilación de Ama de Casa. Con descuentos cobro 1300 chirolas. En la cárcel me alcanzaba, pero fuera, tengo que buscar otro ingreso.

En 2009, junto a un periodista, Kika había comenzado a trabajar en un libro sobre su vida. Decía que quería dejarle un mensaje a los jóvenes y de paso, “ganar unos pesitos”. El libro no prosperó. El año pasado, el periodista Rolando Graña comenzó a gestionar una entrevista con ella. Como los personajes de la farándula, ella pretendía cobrar 5 mil pesos por contar su vida. La nota nunca se concretó.

-A vos no te cobro porque te vende la cara: sos un seco- me dijo.

Quise saber cómo había entrado en el negocio de la droga. Bajó la voz y dijo, una vez más, que fue por necesidad. Su hija mayor, Angélica Dávila, contrajo una peligrosa enfermedad y necesitaba 15 mil dólares para operarla. Pese al esfuerzo, Angélica murió. Era 1987. Kika no se corrió del negocio. Al poco tiempo se movía traficando entre Brasil, Bolivia, España y Holanda. La justicia de varios países la reclamaba. Algunas de sus hijas también se habían involucrado en el tráfico y la organización que conducía mantenía a muchas personas.

“La Conexión Holanda fue una de las primeras organizaciones argentinas, yo diría que también en Sudamérica, que traficó a Europa”, dice Adrián Delgado, comisario de la Dirección Drogas Peligrosas de la Policía de Córdoba. En 1991 la organización fue desbarata y Kika fue condenada a 20 años de prisión, que luego se redujeron a 13. Tenía 47 años.

–Exageraron. Fue todo para la prensa, para que se luzca la justicia. Efectivamente, hice algunas cositas, pero no fue tanto.

En diciembre de 2003 cumplía libertad condicional y la detuvieron por segunda vez. Hacía varios meses que el oficial Ricardo Porcel de Peralta, “el Perro”, seguía sus llamadas telefónicas: había descubierto que enviaba cocaína por correo a España y que ese era el paso previo a una gran venta. “Mientras tanto vendía en Córdoba, casi al menudeo. Ella tenía muchos contactos, pero no tenía quien la financiara. Estaba económicamente mal, tanto que le habían cortado el teléfono. Entonces consiguió que alguien, un gil, le prestara una tarjeta de crédito y con eso compró los pasajes para la mula, que era un boliviano que necesitaba la plata para operar a la hija”. Cuando llegaron al aeropuerto fue arrestada. En el juicio se hizo cargo de todo, y varios de los implicados fueron absueltos, entre ellos su hija menor, Romina. Esa fue su última condena, que terminó de cumplir el año pasado. Romina volvió a caer y sigue detenida en la cárcel de Bouwer.

Cuando Kika salió, su principal desvelo fue tratar de ayudar a Romina y a sus hijos pequeños. Luego de la primera y única entrevista evitó cualquier tipo de encuentro: decía que estaba buscando trabajo, que viajaba a la Triple Frontera a comprar ropa y celulares, que el cuidado de sus nietos le llevaba tiempo, y que estaba ocupada gestionando la libertad condicional de Rominam, que es adicta.

–Quiero dejar este mundo que me rodeó durante tantos años y tanto mal me hizo, a mí y a mi familia.

Decía que temía volver a la cárcel. Gran parte de su vida la pasó encerrada. Había conocido prisiones en varios países de Europa y Argentina. Sus padres murieron en la cárcel y estando presa, ella sufrió la muerte de cuatro de sus hijos. Dos de ellos, los hermanos José y Ramón Leyva, protagonizaron el asalto a un banco cordobés más recordado de los últimos tiempos, el 9 de octubre de 1996. Ese día un grupo comando integrado por doce personas se llevó un millón de pesos de una sucursal del Banco Francés. Meses después, los hermanos Leyva fueron acribillados por la Policía rosarina. Habían desobedecido sus códigos: eran pistoleros.

–Una vez hable con un doctor, que había sufrido un asalto. Entonces pensé que uno debería ponerse de parte de la víctima, no solo del delincuente. La persona queda marcada para siempre. Si yo hubiese tenido estudios secundarios, te juro que hubiese estudiado victimología para saber cómo se siente la gente que está del otro lado.

Pasaron varios meses sin noticias de Kika. A fines de enero atendió el teléfono. Estaba enojada porque le habían denegado la libertad condicional de Romina: “Estoy cuidando sus hijos y no tengo un peso. Nos veamos mañana”, dijo.

El jueves 31 de enero faltó a la cita. El miércoles 6 de febrero a la medianoche llegó en remis a la Terminal y fue la primera en subir al colectivo. Tenía dos panes con 450 gramos de cocaína cada uno, mal disimulados. Cuando la policía le cayó encima se puso nerviosa y entró en crisis. Luego tomó una pastilla para la tensión.

– ¿Porqué de nuevo, Kika?– le preguntaron.

–Me hace falta la plata– respondió-. Y no sé hacer otra cosa