Pablo caminaba por la avenida Cabildo con las manos en los bolsillos de la campera. Ni rápido ni despacio. El paso del tiempo es relativo cuando uno no tiene nada que hacer. La mañana estaba fresca así que decidió ingresar al Farmacity. No por nada en particular, más que nada para entrar en calor en ese ambiente agradable.

Miró un poco las góndolas y, la verdad, le llamó la atención el formato y los colores de unos desodorantes Rexona que se exhibían en el estante, muy ordenaditos. Y diciendo y haciendo. Miró para los costados. No había moros en la costa, así que manoteó dos envases y los metió adentro de la campera. Y ya que estaba también un jabón Dove, porque recordó que no le quedaba más. Y salió silbando bajito para el lado de la puerta.

El otro Pablo de la historia (vaya con las coincidencias) tiene su ojo muy entrenado por los años que le da la experiencia como vigilador privado. No bien entró su tocayo le llamó la atención por el aspecto, su forma de moverse, y comenzó una discreta vigilancia. Lo vio cuando miraba para todos lados y manoteaba los artículos de tocador. Así que cuando se acercó a la puerta lo interceptó y le pidió que abriera la campera.

El Pablo de los Rexona y el Dove comprendió inmediatamente que había sido descubierto. Su primera reacción fue salir corriendo. Cuando pasó por los detectores de la puerta de calle sonó una alarma que lo asustó aún más. Corrió por Cabildo y dobló por Olazabal, esquivando gente. Giró la cabeza y comprobó que el vigilador lo seguía de cerca. Al llegar a Ciudad de La Paz, en un gesto instintivo, se descartó de uno de los desodorantes. Pero, a los pocos metros, sintió que alguien le manoteaba la campera. Trastabilló y cayó al piso. Había terminado su carrera criminal. Cuando levantó la cabeza no solo estaba el Pablo vigilador, sino también un policía que le colocó las esposas y lo condujo detenido a la seccional más próxima.

A partir de ese momento se activaron los mecanismos habituales del sistema judicial. El acta de procedimiento, que dejó constancia del secuestro de los efectos sustraídos. La denuncia del responsable de la sucursal de Farmacity. La declaración de los testigos y el personal policial que intervino. Un croquis ilustrativo del sitio donde ocurrieron los hechos. Fotografías. El acta de depósito provisorio de los efectos secuestrados a sus propietarios. La pericia sobre los desodorantes y el jabón. Y la comunicación al fiscal de turno.

Los papeles entraron temprano a la oficina. Los recibió uno de los auxiliares de la fiscalía. Los miró por arriba. Un asunto de mierda, una tentativa de hurto de acá a la China. Buscó el despacho modelo y se lo puso a la firma al fiscal, que también miró por arriba y le metió el gancho.

El expedientito (apelamos al diminutivo ya que eran pocos papeles) entró a la Secretaría 101 del Juzgado Nacional en lo Correccional 6 de la Capital Federal (¿101 secretarías? Sí, a mí también me llama la atención el número). Un empleado revisó que estuviera todo en orden y fijó una audiencia para que comparecieran todos los involucrados: Pablo, el defensor y el fiscal.

La audiencia que se celebró a los pocos días también fue un mero trámite. Pablo reconoció su responsabilidad en el hecho. El fiscal alegó la existencia del delito contra la propiedad. El defensor se resistió aduciendo que se trataba de un hecho menor, que no había afectación alguna, que los efectos sustraídos, de escaso o nulo valor para el patrimonio de Farmacity, habían sido recuperados de modo inmediato. Pero, sed lex, dura lex. El juez resolvió imponiendo una pena de 15 días de prisión, la que sustituyó por 78 horas de trabajos comunitarios en la Iglesia de la Santísima Trinidad.

Cuando salieron de la audiencia Pablo le dijo a su defensor (el marido de su hermana) que él no era creyente y que ni loco iba a ir a una iglesia a trabajar. Su cuñado le respondió que creía que ese no era un buen argumento para apelar pero que, a su criterio, había otras razones para hacerlo. Así que preparó su arsenal legal y la causa entró en la Cámara Nacional en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal para atender la apelación. Más precisamente la Sala VII, con números romanos.

Apelando a jurisprudencia constante del organismo, el alto tribunal nacional procedió a confirmar la sentencia condenatoria, y si te he visto no me acuerdo.

Pero el defensor, un poco por convicciones y otro poco porque era su cuñado, que no quería ir a hacer tareas a una iglesia, se puso en el trabajo de armar un nuevo recurso, esta vez a la Cámara Nacional de Casación Penal en lo Criminal y Correccional, que viene a ser algo así como la última instancia de la justicia nacional del fuero penal.

Los argumentos fueron más o menos los mismos, pero esta vez la suerte hasta entonces esquiva se dio vuelta, como suele ocurrir con la taba, y echó suerte.

Esta vez los jueces le dieron la razón a Pablo y dijeron que todo lo que había ocurrido en este caso era un enorme dispendio (Pablo no entendió muy bien qué quería decir “dispendio”, pero de todos modos le pareció bien), que el escaso valor de los objetos sustraídos no justificaba haber puesto en funcionamiento el aparato burocrático de la sacrosanta Justicia del modo que se había hecho, que había que revocar la condena y dejar todo como estaba en un comienzo.

Para que todo esto ocurriera tuvieron que transcurrir más de tres años: desde el 14 de mayo de 2014 en que ocurrió el hecho hasta el 10 de julio de 2017 cuando se dictó la sentencia absolutoria. En el camino se involucraron decenas de funcionarios cuyos salarios son elevadísimos, y una cantidad de tiempo que se dejó de usar para temas un poco más trascendentes y que la ciudadanía espera sean atendidos por “la Justicia”.

Dibujar más especulaciones sobre lo ocurrido, que no es muy distinto de lo que sucede todos los días en cientos de casos similares, a lo largo y ancho del país, sería ofender la inteligencia de los eventuales lectores de esta columna.

Cada cual sacará sus propias conclusiones.