Por Alex Ayala *

Juanito lleva en la división de homicidios de la ciudad de El Alto más de treinta años. Es huesudo y dueño de una dentadura perfecta, pero jamás sonríe. Suele estar ataviado con unas gafas de sol que le cubren medio pómulo y con las que tiene pinta de detective privado. No usa celular. Y únicamente acepta los encargos que le dejan en papelitos de colores. Su principal seña de identidad es un gorro de lana azul con detalles en rojo, blanco y verde. Fuma puchos de diferentes marcas, pero sólo cuando le invitan. Ha visto pasar a decenas de oficiales por estas oficinas. Tiene fama de ser implacable con los criminales en los interrogatorios, de resolver asesinatos sin pisar el lugar de los hechos, de defender tanto a las víctimas de grandes asaltos como de pequeños hurtos. Y su expediente es impoluto: dicen que ha ayudado a solucionar más de doscientos casos.
Juanito es una ñatita con carisma, una calavera de órbitas profundas que tiene su hogar en un ambiente con dos escritorios y paredes color mostaza que comparte con varios de los investigadores de la Fuerza Especial de Lucha Contra el Crimen. Un cráneo que descansa en una urna bien sellada de cristal y de madera; que luce siempre rodeado de flores, paquetes de cigarros y cuencos de arcilla repletos de hoja de coca; y que se ha ganado a pulso entre muchos de los policías el denominativo de “compañero”.
Hoy es 2 de noviembre, Día de Difuntos, y después de varios intentos fallidos me encuentro por fin frente a la esquina que le sirve de cobijo, un hueco en el que hay además una maleta de cuero perfectamente acomodada, una virgen diminuta y una caja destinada a su colega, otra ñatita a la que le dicen Juanita. No ha sido fácil llegar hasta aquí. El actual jefe de la división considera que la devoción a las calaveritas es una costumbre pagana que se debe erradicar y ha restringido el acceso a ellas. Y sólo ahora que él no está se hace posible dar un leve vistazo de la mano del sargento Lucio Apaza.
Apaza tiene más de veinte años de servicio, labios gruesos y nariz chata. Viste una chamarra de plumas oscura, le faltan algunos dientes y la mitad de su cara está paralizada debido a un grave accidente de auto que sufrió en el campo recientemente. Si no ocurrió nada peor, aclara, fue porque se encomienda a Juanito y Juanita cuando viaja.
“Cuestión de fe”, señala. Y a continuación explica con un hilo de voz que es apenas un susurro que Juanito llego aquí por un mayor, Agustín Peñaranda, en el año 1985. “Según Peñaranda, Juanito era un sabio muy prestigioso, uno de los muchos curanderos que tenían su puesto bajo toldo en los cruces de caminos. Murió y alguien que lo conocía bien fue después hasta su tumba, la profanó y robó su cráneo. Esto era un simple retén policial por aquel entonces y, poco a poco, la calaverita se dio a conocer por sus poderes en toda la zona. A Peñaranda le colaboró primero en el auxilio de un incendio. Se hizo popular y actualmente le vienen a venerar incluso de otras ciudades”.
Una de sus devotas más asiduas, según un oficial que prefiere permanecer en el anonimato, es una adolescente de catorce años que comenzó a rondarle cuando tenía cuatro. “Su madre está en la cárcel —comenta el policía— y la niña se ha acostumbrado a prenderle a Juanito una vela blanca para pedirle favores”. También es habitual ver peregrinando por estas oficinas a los que buscan a los culpables de crímenes de sangre, a los cobradores de morosos y a los que ansían recuperar joyas u otros objetos robados.
Apaza dice que uno les habla a las ñatitas como si se tratara de una persona. “Yo les cuento mis problemas y les hago saber en qué casos estoy trabado. Otros les dejan mensajitos. Y son tantos los papelitos que se acumulan alrededor de ellas que de vez en cuando hacemos limpieza para dar paso a otros nuevos”. Apaza se aleja de mí por un segundo, agarra tres de ellos y los abre lentamente. “Almita, la Bicenta no quiere pagar sus deudas. Por favor moléstale. Se me hace la burla”, reza el primero. Y los otros dos son muy similares: llamadas de atención, gritos desesperados para que la ley se cumpla.
Antiguamente, Juanito y Juanita participaban incluso de los interrogatorios. “En ocasiones, hacíamos arrodillar a los antisociales delante de las calacas para que se declararan inocentes o culpables; y la mayoría, si era responsable del delito, confesaba —dice Apaza—. Otros eran sometidos a una ronda de preguntas en su presencia, porque se piensa que el castigo por mentirle a una ñatita es la muerte. A veces, se las usaba para mediar en conflictos vecinales, por lo general por temas de plata. Y corre el rumor de que encerrábamos a los delincuentes con ellas en el calabozo, pero eso no es cierto”.
Juanito y Juanita también tienen sus detractores: fiscales evangélicos y algunos curas y oficiales. Pero son los menos; y ninguno de ellos ha conseguido que se lleven a las calacas o las entierren. Es más: Apaza cuenta que un mayor que intentó deshacerse de ellas hace algunos años fue destituido inmediatamente. Y el fervor es tal que en días señalados, como el de hoy, dedicado a los familiares que se han ido, se les arma un altar con dulces y frutas. “Además, cada 8 de noviembre, se les ofrece una misa para que nos colaboren en las pesquisas”, acota Apaza. “Para mí —prosigue—, rendirles tributo es casi una obligación, ya que los criminales también hacen sus rituales en contra nuestra”.

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