Texto: Fernando Ávila

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César Arturo Guardo Ledezma estaba detenido de modo preventivo en la unidad 41 del Servicio Penitenciario Bonaerense, a disposición del Tribunal Oral en lo Criminal 1 de Zárate-Campana. Murió el 17 de septiembre de 2015 a los 60 años.

César padecía diabetes. Dicen que su salud comenzó a deteriorarse a fines de agosto de ese año, y que su estado se agravó notablemente por las condiciones de detención y la falta de asistencia médica adecuada. No fue sorpresivo: sus familiares y compañeros de detención sabían que esto iba a suceder. Hicieron pedidos y reclamos, por escrito y verbales. Intervino la Comisión Provincial por la Memoria y también el Observatorio de Prácticas del Sistema Penal de la Asociación Pensamiento Penal. Pero la indiferencia prevaleció.

Quien haya recorrido una cárcel en nuestra región sabe que son espacios donde la gente encerrada sufre un catálogo bastante extenso de privaciones. Entre tantas cosas, faltan comida, seguridad, medicamentos, espacios educativos y empatía.

Pero no se trata solo de las carencias. Los presos quedan también atrapados por una densa niebla, una siniestra mezcla de indiferencia y desprecio, de olvido y sadismo adecuadamente personificada por los funcionarios estatales y sus burocráticas maneras de hacer sin hacer. Y por repetición de esa fórmula que invisibiliza y deshumaniza, la dignidad se muere lentamente.

En las estadísticas oficiales, lo de César es catalogado como una “muerte natural”, una categoría donde se desintegran historias de vida, sufrimientos y responsabilidades. Pero es claro que la muerte de César no fue natural.

A César lo mató la violencia del Estado. La violencia más espesa, la no manifiesta, la que en lugar de balas y golpes usa silencios y trámites que nunca terminan. La violencia del desprecio indiferente que agobia y aplasta.

No debemos aceptar la invitación a naturalizar estos hechos, como si se tratase de un desenlace inevitable del destino. Si es que algo tiene de “natural” una muerte en prisión es que, en las condiciones actuales, una persona con problemas de salud no tiene muchas posibilidades de sobrevivir mientras permanezca encerrada a merced de un Estado displicente.

La historia de César, como tantas otras, no va a ser contada en los medios. Ningún vecino va a reclamar la renuncia de algún funcionario, nadie va a denunciar la inacción o la falta de capacidad para intervenir de modo efectivo frente a los pedidos de ayuda que anticipaban el desenlace. Hay un sector de la población para el cual la vida y la muerte de los sujetos que la sociedad expulsa son historias distantes, experiencias invisibles.

La indiferencia social (reflejo de la indiferencia estatal) es uno de los factores que posibilita esa suerte de alquimia por la que el dolor humano se convierte en trámite estandarizado e inagotable.

Para una persona presa el acceso a derechos elementales como la educación o la salud es una carrera de obstáculos que se empantana en una maraña de papeles amontonados en algún expediente. Mientras la salud se degrada, el trámite avanza distanciando al funcionario del sufrimiento en una cadena burocrática de oficinas y empleados que controlan el cumplimiento de las formalidades y se  pasan el papel debidamente sellado y fechado. Que baje y suba, vaya y vuelva. Las formas opacando vidas.

César era, además (como más de la mitad de la población penitenciaria nacional), un detenido preventivo. Es decir, no había una sentencia firme que lo condenara a prisión por un delito. Estaba detenido por las dudas. ¿Era necesario ahogar la dignidad de una persona solo para tenerla a mano mientras nos tomamos un (buen) tiempo para procesar su causa? ¿Era necesario hacerlo aún cuando su salud se encontraba comprometida? ¿Es necesaria la ficción de la atención de la salud en las cárceles que se escuda detrás de informes y disposiciones judiciales destinadas solo a cubrir responsabilidades pero nunca a satisfacer necesidades?

César Arturo Guardo Ledezma estaba detenido de modo preventivo en la unidad 41 del Servicio Penitenciario bonaerense, a disposición del Tribunal Oral en lo Criminal 1 de Zarate-Campana. El Estado lo mató el 17 de septiembre de 2015, a los 60 años.

* Miembro del Observatorio de Prácticas del Sistema Penal. Integrante de la Asociación Pensamiento Penal