La noche del viernes 22 de enero se reunieron miles de campesinos e indígenas en Tacuba, Teotepeque, Juayúa, Izalco y Nahuizalco, y se armaron con machetes, palos, piochas y algunas pistolas. Intentaron tomarse algunos puntos claves, carreteras, alcaldías o guarniciones militares aunque no con el éxito esperado. El objetivo era recuperar las tierras agrícolas a toda costa, y quitarle el poder a las familias cuya economía dependía del cultivo del café.

Aquellos eran tiempos en que ser revolucionario todavía tenía un aire soviético. Ni Cuba, ni su Fidel Castro, ni los sandinistas habían triunfado en sus revoluciones. Ni siquiera Vietnam. Pero para esos días, las plantaciones de café habían crecido tanto como el rencor de los trabajadores. Mientras en una sola plantación las ganancias podían llegar a casi medio millón de dólares, el pago al total de los trabajadores no pasaba de los 10 mil. Y todo empeoró con la crisis económica de 1929. Los salarios de una semana bajaran de seis colones a uno, y el desempleo aumentó 30%.

Al Partido Comunista de El Salvador (PCS) no le costó nada asumir las mismas banderas de lucha que los campesinos de occidente. Y se decidió más cuando los comicios de los días previos al 22 de enero fueron manipulados. Para colmo, tres líderes del partido habían sido detenidos por el gobierno de Maximiliano Hernández Martínez.

Pero para Chelino, aquel levantamiento fue un sinsentido, y fue lo que provocó que los soldados los ejecutaran. “Por eso del comunismo fue que se dio esa matazón, mataron a la pobre gente sin qué ni para qué”. Aquellas noches de enero, la orden de los soldados era matar, fusilar, degollar y enterrar cuanto cuerpo cupiera en fosas comunes. Entre 5 mil y 30 mil campesinos fueron asesinados.

La masacre había sido ordenada por el presidente Hernández Martínez, un militar místico, disciplinado, frío y de ojos saltones. La orden la dio a través del Ministerio de Guerra comandado por el general José Tomás Calderón, abuelo de Armando Calderón Sol, quien en 1994 se convertiría en presidente de la República. Usaron fusiles “checos” que para entonces usaba la Guardia Nacional, una entidad auxiliar de la milicia, para exterminar lo que identificaron como una afrenta comunista. Calderón no escatimó recursos y al cabo de cuatro días de operaciones se dio el lujo de rechazar un buque cargado de infantería que ofreció Estados Unidos para que atracara en Acatjutla y ayudar a sofocar el levantamiento.

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Tacuba es un municipio ahuachapaneco que besa Guatemala a través del Río Paz y que está incrustado en la cordillera costera. Hace siglos, a esta porción de tierra se le llamó Tacupán, que significa en náhuat “patio del campo de pelota”. Los nahuas provenientes de lo que ahora es México habían llegado escapando del imperio tolteca alrededor del siglo 10 d.C. Desde entonces surgieron asentamientos como Yzcuintlán (Escuintla), Mictlán (Asunción Mita), e Ytzalco (Izalco) y, antes del siglo 13, Tacupán ya era un nutrido asentamiento nahuapipil que incluso fue escogido por los españoles como uno de los lugares donde definitivamente tenía que construirse una iglesia católica.

En los años de la conquista española, tanta era la población indígena en Tacupán que los españoles mandaron a levantar la iglesia de Santa María Magdalena para convertir a los infieles. Tacuba vive sumida en la pobreza, con 25 mil habitantes, la mayoría alejada en las montañas, donde según investigadores el ideario que generó la matanza no se ha perdido.

Después de la masacre, Hernández Martínez prohibió el náhuat porque era de la idea que la lengua podría servir para complotar contra el régimen en las propias narices de los efectivos de la Guardia. Sus creencias sobre las ciencias ocultas era tan fuertes como la creencia de que el comunismo acabaría con el país. Cuando fue interpelado por la prensa, Hernández Martínez dijo que en la matanza del 32 solamente el ejército había asesinado a 2 mil campesinos.

13 años después de haber comenzado su dictadura, Hernández Martínez dimitió bajo la presión de la huelga de los brazos caídos en 1944, a la edad de 62 años. El día que dimitió se despidió con la siguiente frase: “No creo en la historia porque la historia la hacen los hombres y cada hombre tiene su pasión favorable o desfavorable. Yo no creo más que en una cosa: en mi conciencia, y esa conciencia me dice que he cumplido con mi deber.”

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-¿Quiénes mataban, Chelino? ¿Eran los comunistas o los soldados?

-Siasaber, si ahí no me puedo explicar yo. Comunista le decían tal vez al que no hablara español o tenía talle de campesino. Todos parejito, al que agarraban lo mataban, y si no se dejaba, lo hacían pedazos. Por eso era mejor huir.

Mejor huir, dice, aunque hacerlo era difícil. Los dueños de grandes tiendas, colonos de fincas o mandadores de hacienda se convirtieron delatores y colaboraron con la masacre. Acompañaban a los pelotones para señalar con la mano y acusar a los vecinos de estar contagiados con el síndrome de la organización obrera y sindical.

-Ese indio es uno, ese que viene allá es otro. Y tal vez eran ricos que comían gracias al sudor de todos los campesinos del pueblo-, recuerda Chelino.

Los que eran señalados como revoltosos podían ser inocentes pueblerinos o también campesinos empapados de rebeldía que no se habían escondido de la mejor manera. Los detenidos eran amarrados y llevados en cuadrillas fúnebres y, en el caso de Tacuba, eran conducidos hasta una ceiba. Los colocaban frente a una zanja hasta que la ametralladora cumplía con su trabajo tartamudo.

Los hombres caían descuadernados, boquiabiertos, ojos en blanco, cabellos lodosos, descalzos, manos gruesas y pálidas, dentro de la fosa común que había sido abierta por soldados. Hubo cuerpos que quedaron a la intemperie, a merced de los cerdos y zopes. Y para mientras, había maridos escabulléndose por los montes, niños siendo garroteados y mujeres, cuyas trenzas y cabelleras eran cortadas por los soldados como trofeo.

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Chelino regresó al casco de Tacuba solo después de varias semanas de pasar escondido en las cuevas de la quebrada Los Corteses, en Guatemala. Hasta allá llegó un enviado, un familiar del padrino de Chelino, para avisar que ya podían regresar a sus casas o lo que quedaba de ellas. Algunos campesinos habían logrado sobrevivir gracias a un salvoconducto extendido por la misma autoridad militar de la zona en la que constaba que no habían participado en el levantamiento. En otros casos, pese a la extensión del documento, los indígenas aparecían muertos o degollados.

Chelino recuerda que al regresar el pueblo daba asco. Había un mar de misas de novenario que se celebraban en grupos, en los zacatales o donde los cuerpos habían sido encontrados descomponiéndose. Los cadáveres hedían y esto terminó desatando una pequeña crisis económica hasta que el gobierno decidió recoger los cadáveres para que los ciudadanos volvieran a comprar animales de corral.

Chelino recuerda haber visto casas quemadas, cercos caídos, y horcones solitarios ensartados en el suelo. “Mmm, aquí vivía fulano, ve, cómo está, todo quemado. Aquí vivía tal otro…” A veces se veían los cuerpos carbonizados o tullidos en medio de las casuchas chamuscadas. Al pie de una de las ceibas, la sangre de las víctimas corría en un hilo sin fin.

Chelino perdió algunos familiares: cinco tíos, y numerosos primos. Recuerda el llanto de su padre, y mientras lo cuenta solo mira al suelo, y repite frases en un tono deprimido. Chelino dice que muchas mujeres quedaron solas; lloraban y se preguntaban entre sollozos cómo iban a hacer para comer. Muchas comenzaron a buscar posada casi inmediatamente, otras se preocupaban más por la comida.

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Parece que un torbellino ha reordenado la mente de Chelino. Los recuerdos siguen ahí, intactos, y lo único que parece extraviado es el orden lógico entre ellos. Chelino es capaz de verbalizar sus recuerdos en detalladas anécdotas cuando está de ánimo. Cuando platicábamos, a veces se quedaba callado por uno o dos minutos. Cruzado de piernas, colocaba sus manos sobre la rodilla sobresaliente, bajaba su mentón y levantaba con suavidad el talón que tenía apoyado sobre el suelo de tierra. Cuando despertaba de su trance, levantaba la cabeza, y hablaba como si hubiera regresado de otro mundo: “Así que ya le digo…”

Y se soltaba en un laberito de múltiples entradas y salidas, y y volvíamos a presenciar el auténtico despotrique contra el olvido.

Nos contaba cuando su cuerpo era aún robusto y salía con sus chuchos, montado sobre su bestia, a cazar con un fusilito que había comprado y regresaba a los brazos de su esposa con la atarraya llena. Cuando se partía la espalda cargando sacos de café y trabajando para muchas familias terratenientes. Cuando su debilidad era el guaro y las pachas lo tumbaban por las noches, aun cuando gozaba la compañía de una de las tantas mujeres con las que se congraciaba gracias a sus secretos:

-El pisto y la fisonomía: ja, ja, ja. El pisto y la fisonomía era lo que me hacía valer a mí.

Chelino vivió en carne propia el acoso por hablar náhuat. Una vez acompañaba a su mamá y a su abuela en la plaza del pueblo, un día cualquiera, como parte de una costumbre de las familias originarias que los hacía congregarse en la plaza. Los guardias interrogaron a Chelino en la calle, como hacían con todos los que tenían apariencia indígena, y como respondió en náhuat, vinieron los golpes. “¿Qué decís, hijueputa?”, y luego sonaron los culatazos de los fusiles que Chelino, más de 80 años después, solo emula con un sonoro “¡pooooom!”

El castellano se vendió como una ventana de oportunidad para miles de indígenas que se fueron ladinizando poco a poco. El gobierno envió profesores de español.

Por eso es que Chelino no sabe leer y si aprendió a hablar el español fue para sobrevivir. El náhuat cayó en desgracia, ni siquiera fue enseñado a las generaciones que nacieron después de la matanza porque solo había servido para marcar a las víctimas.

-Con el 32 se perdió todo, el refajo indígena, el náhuat, todo, todo… pero si no hubieran matado a toda esa gente, ahora sería un gentío más grosero el que hubiera.

Chelino nació entre las montañas de Tacuba, en la cumbre de El Edén. Se mudó con su familia a varios lugares de alrededor hasta que decidió casarse y emigrar para el cantón San Juan, donde la vida era más barata y la naturaleza proveía la madera para cocinar y los alimentos. Su esposa, Josefa García Turbín, le dio tres hijos, de los que solo sobrevive el primero, el varón del que hoy en día Chelino no sabe nada.

Chelino se metió a colaborar con la Guardia Nacional como patrullero, aunque no recuerda cuándo fue eso. Llegó a ser comandante local y recuerda que ponía en su sitio a los ladrones y sinvergüenzas.

-Eso sí, eso de matar yo nunca lo hice.

Chelino también aprendió a tocar el pito y el tambor. Había un tocayo suyo que era el encargado de las procesiones y rituales con la iglesia, y fue a él que le pidió, ya adulto, que le enseñara a tocar.

-A mí me gustó la bulla del tamborcito, y fui donde el señor que se llamaba igual que yo. Fuimos hablando, y me enseñó a hacer los carrizos, a pulirlos, a hacer los hoyitos con la medida del dedo.

La segunda vez que platicamos, Chelino también nos regaló un par de horas. Ejecutó varias melodías y sonidos con el pito y el tambor y cuando nos despedíamos, nos regaló un carrizo de los que acababa de elaborar. A cambio le ofrecimos unos dólares que al principio rechazó. Después, soltó un “que-diooos-se-lo-paaaague”.

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Hay personas en el pueblo que dicen que Chelino ha cambiado, que se le ve mal. Hace un año, dicen, se le veía más lúcido, muy fuerte, pero ahora, cuando camina, la cadencia de sus pasos que se arrastran reflejan un tono triste, un pesar. Chelino tiene una infección en los riñones que lo dobla a veces. La vez que compartió mesa con nosotros, le aquejaba un dolor en el ojo, lo tenía con una pequeña mancha de sangre.

-Tengo 103 año cumplidos, voy sobre cuatro ya, pero ya no aguanto estos años. Considero yo que ya no salgo -decía hace seis meses.

Como todo un hombre-icono, la salud de Chelino es un asunto de interés general. Cuando a mediados de 2010 corrió el rumor de que el anciano agonizaba, desde el pueblo organizaron pequeñas expediciones para verificar su situación. Entre aquellos grupos, la parroquia logró enviar hasta un sacerdote y mujeres rezadoras y así permitir que Chelino se confesara antes de marcharse. Tanto fue el barullo que un su hermano perdido, Federico Galicia, 35 años menor que él, olvidó los viejos rencores, los insultos que se habían dado con el mayor de sus hermanos y se animó a visitarlo. Y fue con esa visita, quién sabe por qué, si por vanidad o por orgullo, que Marcelino saltó diciendo:

-No, si todavía no me toca -les aclaró-. El día que me muera me ponés el tecomate por mis pies, para seguir tomando agua en la otra vida. Ja, ja, ja, ja…

Fotos: El Faro.net

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