Semana.-

El mapa de la delincuencia en Colombia está cambiando. La atomización de las grandes organizaciones criminales ha sumido en la violencia a muchas regiones de Colombia. Informe especial de SEMANA, con un análisis y la radiografía de las regiones más afectadas.

Una trágica paradoja tiene lugar en Colombia. Los grandes éxitos en la lucha contra los jefes del narcotráfico y de las llamadas ‘bandas criminales’, sucesoras de los paramilitares, han producido un efecto inesperado: la muerte, captura o entrega a Estados Unidos de todos los capos importantes ha resquebrado sus organizaciones y abierto espacio para que todo tipo de grupos y facciones se disputen el control a nivel local. El resultado son oleadas de violencia que se apoderan súbitamente de varias regiones del país, aterrorizando a su población. De Cúcuta al Vichada, de Buenaventura a La Guajira y hasta en Medellín y Bogotá, la gente asiste consternada a masacres, explosiones de granadas y balaceras urbanas con armas largas. SEMANA hace un análisis de lo que está pasando y una radiografía de los sitios que están en el ojo del huracán.

En los últimos meses, brutales estallidos de violencia han sacudido varias zonas de Colombia, no solo por su cruento resultado sino por las modalidades con que se cometen. La masacre en que murieron diez campesinos en Santa Rosa de Osos, en octubre, conmovió al país, que se preguntó si estaban de vuelta los tiempos del conflicto en que estos horrores eran cosa cotidiana. Pero no sabía que en Cúcuta hubo otras dos masacres, otras tantas en Vichada y seis más en el noreste de Antioquia. Buenaventura sufrió en octubre 40 asesinatos, la mitad de los que ha habido en el violento puerto en todo el año, y casi 1.300 familias fueron desplazadas. El país se sorprendió con la granada lanzada contra un supermercado en Santa Marta, en octubre, que mató a dos adultos y una niña, pero pocos sabían que Riohacha, Maicao y Dibulla han sufrido 20 explosiones de esos artefactos en estos meses. Medellín está atenazada por la extorsión y los asesinatos sonados que han sacudido algunas comunas. Y en Bogotá, la Policía está preocupada por un enfrentamiento sin precedente con armas largas en el Bronx, hace unos días.

Aunque no parezca, estos y otros hechos tienen un trasfondo común. “La transformación del crimen”, lo llaman las autoridades. O, coloquialmente, “el efecto Rastrojo”.

En los últimos años las autoridades no han dejado, literalmente, títere con cabeza en el mundo del narcotráfico. Entre la caída de don Diego, en septiembre de 2007, que marcó el fin del último de los grandes carteles, el del norte del Valle, y la de Daniel el ‘Loco’ Barrera, el último de los máximos capos, hace dos meses, 42 jefes paramilitares y de grandes bandas que los sucedieron y capos narcos prominentes murieron en operativos de las autoridades, fueron capturados o se sometieron a la Justicia. Las autoridades sostienen que, entre 2006 y 2012, su ofensiva redujo las llamadas bandas criminales o bacrim de 33 a seis. Hubo 2.000 operaciones que llevaron a casi 14.000 capturas y a la incautación de 8.000 armas de fuego y más de 100 toneladas de cocaína. Con excepción de Dairo Úsuga, alias Otoniel, el último líder en circulación de los Urabeños, hoy no queda un capo libre. Esto ha mermado la violencia en varios departamentos. Pero, paradójicamente, la ha disparado en algunas regiones.

El efecto inicial de esta ofensiva fue reducir el número de bandas, pero las que quedaron se fortalecieron. Un puñado de grandes organizaciones, con los Rastrojos y los Urabeños a la cabeza, se extendieron nacionalmente, absorbieron o desplazaron a sus rivales e impusieron un dominio indiscutido en las regiones que controlaban. Las dos llegaron a pactar, a fines de 2011, un reparto territorial. Otras, como la Oficina de Envigado en Medellín, o el Ejército Revolucionario Popular Anticomunista (Erpac) en los Llanos, subordinaban, a punta de alianzas, plata y miedo, a grupos y bandas de sus regiones

Pero la caída de los jefes de estas grandes organizaciones criminales las resquebrajó y debilitó el control que ejercían sobre sus ‘franquicias’ locales (ver diagrama). Un caso emblemático es el de los Rastrojos. Sus tres jefes eran los dos hermanos Comba, Luis y Javier Calle Serna, y Diego Pérez Henao o Diego Rastrojo. Los dos primeros se entregaron este año a la Justicia gringa y Diego Rastrojo fue capturado. La organización se dividió: los Comba han instruido a sus seguidores entregarse a las autoridades, como ocurrió hace poco en el Cañón de Garrapatas, en el Valle; los de Diego Rastrojo dirigidos por él desde prisión, siguen en el negocio. Muchos Rastrojos, al recibir la orden de los Comba de entregarse, se rebelaron. Unos se unieron a Diego; otros intentaron independizarse. Lo que era un grupo monolítico y en expansión, se dividió en bandas locales que actúan por su cuenta o mantienen una laxa subordinación con un jefe preso, lo que ha dado lugar a choques en las regiones, entre ellos mismos, y con grupos rivales, que aprovechan su debilidad.

Esto es lo que las autoridades llaman el “efecto Rastrojo”. El resquebrajamiento de las grandes organizaciones criminales ha abierto espacio para que jefes de segunda y tercera fila e incluso pequeñas bandas intenten apoderarse de los negocios ilícitos a nivel local. La consecuencia ha sido un sinnúmero de brutales enfrentamientos entre estos grupos, que sumen en la violencia a las regiones donde tienen lugar y afectan también a civiles inocentes. “Estas nuevas organizaciones de sicarios que antes pertenecían a narcos, ahora creen que ejerciendo la violencia se pueden abrir campo. Muchos Rastrojos en las regiones están sin plata, listos a lo que salga”, dijo a SEMANA un oficial de Policía, experto en estos grupos.

Los demás grupos no han sido ajenos a esta transformación. Un año después de la muerte del jefe del Erpac, Cuchillo, en una operación policial, su sucesor, José Eberto López, Caracho, se desmovilizó con casi 300 hombres. Ahora, ese grupo que controlaba buena parte de Meta, Guaviare y Vichada, está dividido en dos bandos enfrentados, el bloque Seguridad del Vichada, liderado por un antiguo paramilitar de tercera fila, Martín Farfán, Pijarbey, y el bloque Meta, con alias Barrios al frente. Su pelea ha trastornado no solo el mundo del tráfico de drogas (cada grupo intenta cobrar a los narcos por su cuenta o montar sus propios laboratorios) sino la vida de la gente con masacres y asesinatos.

En la Oficina de Envigado el proceso ha sido aún más dramático. Después de las capturas de Maximiliano Bonilla, Valenciano, y Erikson Vargas, Sebastián, sus dos jefes rivales, la guerra que venían protagonizando ha derivado en un enfrentamiento entre el centenar de combos de Medellín que ahora nadie controla y hacen de las suyas intentando controlar desde el tráfico a pequeña escala hasta la extorsión a tenderos. El violento paro que protagonizó el comercio en el centro de Medellín, en septiembre, tiene este trasfondo. Hasta la caída del Loco Barrera, que entregaba dinero a varios de estos grupos (en Meta, como él mismo lo dijo, pagaba a Cuchillo 2.000 millones de pesos mensuales para que la extorsión no le ‘calentara’ la zona), dejó un espacio que ahora llena el caos.

Esta anarquía es lo que está detrás de las explosiones de violencia que han sacudido este año a varias regiones del país (ver mapa). Un alto oficial que pidió no ser identificado dice: “Se viene una oleada de violencia que, al comienzo, va a ser muy difícil de controlar y va a afectar mucho a la ciudadanía porque hace mucho ruido. Las autoridades tienen que cambiar de chip: de perseguir capos destacados y grandes grupos organizados, hay que pasar a hacer inteligencia a cientos de pequeños grupos repartidos por todo el país. Un desafío gigantesco”.

Lo más preocupante, quizá, para el Estado y la sociedad, es la perspectiva. Estos no son bandidos de pistola y cuchillo. Todos estos grupos, incluso una banda menor como la que protagonizó la masacre de Santa Rosa, disponen de armas largas, granadas y a menudo armamento pesado como ametralladoras. El conflicto armado ha dejado en el mercado una inmensa cantidad de armamento, barato y fácil de conseguir. Uno de los datos más preocupantes en las estadísticas oficiales es el aumento en las incautaciones de grandes cantidades de fusiles. Entre la Policía y el Ejército, este año se han incautado más de 2.000. Y muchos de esos decomisos, hechos por todo el país, son de parques de más de 100 armas largas.

Esto tiende un nubarrón sobre el futuro. Aun si se pacta la paz con las guerrillas, el posconflicto colombiano puede ser tremendamente violento. La violencia delincuencial de hoy es un augurio siniestro de la que puede marcar la fase en la que ya no haya conflicto armado. Muchos de los integrantes de estos grupos vienen de la guerra. Conocen sus métodos y su degradación. Disponen de sus armas. Y no tienen escrúpulos en usar todo ese arsenal técnico y de terror al servicio de las actividades criminales. La actual desbandada de las bandas es quizás el principal desafío que enfrentan a futuro el Estado y la sociedad colombianos.

Arde el puerto

Los 40 muertos que hubo en Buenaventura en octubre dispararon todas las alarmas.

El pasado 6 de noviembre el defensor del Pueblo, Jorge Armando Otálora, publicó un comunicado que a pesar de su gravedad pasó prácticamente inadvertido. El documento fue expedido a raíz de la amenaza de muerte contra un funcionario del sistema de alertas tempranas de esa institución, quien a final de agosto redactó un informe en el que advertía a las autoridades sobre la inminencia de graves hechos de violencia en el puerto de Buenaventura.

“En la zona urbana, los integrantes de los Rastrojos, las Farc, y los Urabeños, profieren amenazas contra líderes y organizaciones sociales, perpetran homicidios y atentados, establecen normas de convivencia, restringen la movilidad de los pobladores en los barrios, controlan los precios e imponen tributos al comercio legal, cobran extorsiones, controlan el microtráfico y la prostitución, administran las empresas de sicariato y practican la tortura y el degollamiento”, decía el informe, fechado el 23 de agosto, que motivó la amenaza y la protesta de Otálora. La advertencia no estaba equivocada.

Solo en octubre, el puerto registró 40 homicidios, casi la mitad del total del año. En ese mes hubo 35 balaceras, muchas a plena luz del día; aparecieron tres cuerpos de jóvenes desmembrados y 1.287 familias, de los 362.000 habitantes del puerto abandonaron la ciudad. La Diócesis de Buenaventura envió una desesperada carta al presidente Juan Manuel Santos: “El miedo se ha inoculado en cada célula de la población”, decía, denunciando que todo era producto de un enfrentamiento entre dos grupos, la Empresa y los Urabeños, por el dominio de zonas de desarrollo portuario, rutas de narcotráfico y recursos minerales.

Lo que ocurre en el puerto es el más reciente capítulo de una confrontación que comenzó hace meses en Cali y se extendió a todo el Pacífico. Hasta hace un año esa zona era dominada por un ejército de 1.500 sicarios de la banda los Rastrojos. Con la entrega de sus máximos jefes a Estados Unidos, los Rastrojos se trenzaron en una guerra interna durante meses que se caracterizó por masacres y deserciones de integrantes que crearon sus propios grupos en municipios que iban del norte del Valle a Tumaco. En Buenaventura, estaban aliados con el tradicional grupo de delincuencia local conocido como la Empresa.

La facción de los Rastrojos que lidera desde la cárcel Diego Rastrojo, se unió a conocidos capos del Valle como Martín Bala, el Negro Orlando y Chicho Urdinola, para enfrentar en el puerto, entre otros, a César, quien ahora dirige la Empresa (esta alianza ha asolado, además, varias ciudades del norte del Valle, lo que ha dejado rastros sangrientos como los decapitados de Tuluá). Para completar el caos, la banda rival de los Urabeños ha aprovechado para meterse a Buenaventura, hasta ahora sin éxito, pues muchos de sus hombres han sido asesinados.

Entre todos estos grupos y las Farc, hace tiempo asentadas con sus milicias en Buenaventura, han convertido el principal puerto del Pacífico en un infierno de muertes y extorsiones, que se extiende hasta Tumaco y el Medio Baudó, en el Chocó.