Alejandro Aguirre, Revista Don Juan.-
Fotografía: Rodrigo Cicery 

Tuluá vive horas amargas. Esta ciudad del Valle del Cauca se convirtió en noticia nacional por una práctica que solo produce terror. Los sicarios de las bandas criminales no se conforman con matar a sus víctimas. No es raro que en el río que atraviesa la ciudad aparezca un tronco sin cabeza, brazos ni piernas. En las calles nadie habla, pero los nombres de los capos son más importantes que los del alcalde o de los concejales de turno.

Sin nada con qué apuntar, el policía dibuja en el aire con sus manos lo que vio aquel día.

-Acá estaba el tronco. Le pasaba el agua por un lado, pero no lo tapaba del todo. Olía feo; eso sí. Estaba sin cabeza, sin manos, sin piernas. El mero tronco de una persona allí tirado. Solo había eso.

El policía, a la orilla del río, a su paso por el barrio La Inmaculada, en pleno centro de Tuluá, nombre que también lleva el río, deja de dibujar y dice: “Alguien llamó a la Policía por teléfono y dijo que había algo en el río. Era esto. ¿Sabe qué es ver eso?”. Se toma la cabeza con sus manos. “Esto da miedo y queda en la cabeza”.

Horas después, lo macabro: “Luego del aviso del tronco, aparece en el andén de una calle del barrio Tomás Uribe Uribe una bolsa plástica de color negro con una cabeza en su interior”, recuerda el cabo. Un habitante de la calle avisó el hallazgo. Un arenero señala desde la orilla que el tronco se corrió unos metros mientras llegaban las autoridades. Habla a lo lejos, en las paredes del río. El arenero habla duro. No se acerca. No quiere.

Tres días después aparece un brazo de una persona a orillas del río, en un recodo de la urbanización San Francisco de Aguaclara. Al otro día, un arenero descubre debajo del puente de la transversal 12 una pierna derecha amputada. Cuatro días después -15 de agosto- hallan la otra pierna, río abajo donde apareció el tronco. Un hombre mutilado en seis partes.

-¡Todo en el río, todo en Tuluá! Al parecer todo del mismo hombre. Otro muerto. Otro decapitado.

Tuluá es conocida como el corazón del valle o la Villa de Céspedes, en honor al científico botánico Juan María Céspedes, prócer de la independencia de este país e hijo ilustre de la ciudad. Tiene una población de casi 200.000 habitantes y se ubica a dos horas en automóvil desde Cali. Es atravesada por el río Tuluá que, en verano, es una maraña de piedras grisáceas y el agua del afluente prácticamente desaparece. Aquí, el calor alcanza los 34 grados centígrados a diario.

Hasta hace dos décadas, Tuluá era un pueblo agrícola y tenía un desarrollo industrial, agropecuario y comercial destacable. Pero con el tiempo pasó a tener una economía proveniente del narcotráfico sin precedentes. La gente dejó de movilizarse en bicicletas para hacerlo en automóviles de lujo y las casas pasaron de tener un piso a proliferar los edificios. Parece exagerado, pero la economía mejoró. Entonces, el pequeño pueblo se convirtió en el foco de los narcos del Cartel del norte del Valle.

Así es como desde hace varios años, en Tuluá hay muertes, vendettas, asesinatos, desaparecidos y este año han surgido los decapitados que recuerdan la época siniestra de Pablo Escobar en todo el territorio y hoy evocan a los crímenes que hacen a diario los carteles mexicanos con sus perseguidos y soplones.

En el último hecho, por ejemplo, se halló la cabeza de una persona en un maletín que llevaba un letrero desconcertante: “Esto va de parte de don Aníbal, alias Picante”. No es raro entonces que la gente sepa más de Javier Calle Serna, “Comba”; Diego Pérez, “Diego Rastrojo”, ambos capturados, que el nombre del alcalde o de los concejales de turno. Como dijo un investigador que fue trasladado de Cali a Tuluá: “Aquí saben tanto de Wilber Varela, ‘Jabón’; Diego Montoya, ‘Don Diego’, y Hernando Gómez, ‘Rasguño’, como en Medellín saben de Pablo Escobar y la familia Ochoa”.

Solo este año y hasta finales de septiembre iban en Tuluá 133 muertos y en todo el departamento 1.034, según datos de la Policía Valle. Esta racha de violencia llevó a que el propio ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, presidiera un Consejo de Seguridad en la Escuela de Policía de Tuluá en marzo pasado con la presencia de 15 alcaldes del norte del Valle. Y ya se anunció otro tras el asesinato de dos hermanos del alcalde de El Dovio el pasado fin de semana. Curiosamente, a pesar de la orden de reforzar la seguridad, al mes siguiente del consejo comenzó el hallazgo de los decapitados.

El último fin de semana de septiembre, por ejemplo, entre el viernes y la madrugada del domingo murieron siete personas en Tuluá -entre ellos dos menores- y completaron así 25 muertes violentas en ese mes. Pero más asombroso aún es que entre el 18 de abril y el 4 de septiembre, menos de cinco meses, aparecieron cuatro personas decapitadas, cuyas extremidades fueron halladas en diferentes lugares, entre ellos, el río Tuluá, que pasa por la cabecera municipal.

José Javier Herrera Velandia, subdirector de Seguridad Ciudadana de la Policía de Tuluá, explica que estos hechos son retaliaciones entre dos estructuras que hay dentro de la banda criminal “los Rastrojos”, una especie de ejército que defiende y controla rutas del narcotráfico. “En dos semanas se han capturado 10 miembros de la banda y hay 36 capturas por diferentes delitos, entre ellos homicidio”.

Unos 500 hombres, incluyendo grupos de élite, han llegado a Tuluá a reforzar la seguridad. “Estas formas poco usuales de muerte que, incluso, han trascendido fronteras por la forma en que se mata, ha generado un temor general en la población, pero venimos trabajando para que cese esta ola de violencia. Para eso, pedimos colaboración de la población”, dice el coronel Herrera Velandia.

Un agente de investigación encubierto sostiene que en estas decapitaciones se utilizaron, principalmente, machetes. “Hay víctimas que han aparecido envueltas en sábanas, pero la mayoría no llevan nada, están casi desnudas. Tenían las manos y las piernas atadas con cinta de enmascarar y señales de tortura. Por las heridas y las amputaciones, estas se hicieron con machetes”.

Añade el agente que el tema es uno: microtráfico, la vertiente minúscula del narcotráfico: “Cada banda en el interior de ‘los Rastrojos’ quiere el control de las rutas nacionales del narcotráfico y la sevicia con que cometen los crímenes es demostrar quién es más malo”, asegura el investigador, quien dice que estas muertes no tienen nexos con las mafias mexicanas, pero sí con la captura en el mes de marzo en Santa Marta de John Estiven Idrobo, “Jerry”, uno de los líderes de “los Rastrojos” que se movía en Tuluá y el norte del Valle con facilidad y que había sembrado el pánico en algunos barrios de Tuluá, como La Inmaculada.

El comandante de la Policía Valle, coronel Nelson Ramírez, dijo hace poco que en las calles se habla de “los Paisas”, que persiguen todo lo que suene a “Rastrojos”, y de una banda que habría llegado desde Cali, con presencia de menores, que ejecutan crímenes con motosierra o machete. Unos letreros de “los Paisas”, escritos en cartón y dejados en algunos cuerpos, evidencian la cruel guerra.

Luz Mary Cárdenas -tez blanca, pelo corto, de gafas- tiene días en que enmudece. “Ya no quiero hablar”, dice. Y no habla. Nadie sabe si es miedo o desconcierto. En su casa, en el barrio Bolívar, al oriente de Tuluá, sentada en un mueble de cuero, con los apoyabrazos raídos, se queda callada. Ve una foto que tiene en sus manos de su hijo mayor, vestido con la camiseta amarilla de la Selección Colombia. “Le gustaba el fútbol. No imaginé que moriría así”.

Luz Mary es la madre de Alexánder Peña Cárdenas, nombre con el que identificaron, casi dos meses después, a “El decapitado del río” -como lo bautizaron en el barrio La Inmaculada y el policía dibujó en el aire-. Tenía 35 años, era cerrajero y obrero de construcción. No tenía hijos, era el mayor de cuatro hermanos, soltero y dicen los vecinos que no se metía con nadie. “Si bien hace rato no lo veía, de vez en cuando me lo encontraba. Sabía que era vecino; parecía sano”, dice una vecina que vive en la misma cuadra. “Aquí en el barrio todo el mundo habla del crimen. No crea, uno se perturba con estos casos de muerte”.

“Desapareció -cuenta Luz Mary- el pasado 4 de julio cuando habló por última vez con un tío. Él se iba uno o dos días, pero regresaba. Trabajaba en lo que le resultaba, como la cerrajería o la construcción. Pero con los días comenzó la preocupación porque nadie sabía dónde estaba Alexánder”, recuerda la madre. “Comenzamos a preocuparnos cuando se inició el hallazgo de los descuartizados. Hasta que vimos un reporte en un noticiero local por el canal Global TV y ellos tenían la contraseña (documento de identificación) de Alexánder. Pero no creíamos, y mire”.

El pasado 14 de septiembre pudieron reconocer el cuerpo. Pero Luz Mary tiene una batalla pendiente: aún no le entregan el cuerpo de su hijo porque cada miembro hallado en el lecho del río sigue siendo analizado por expertos de Medicina Legal. En un país como este, estos casos pueden resultar eternos ante tanta tramitología. “No he podido enterrarlo, no es justo que mi hijo siga en una nevera, en mal estado, con el cuerpo cercenado”. Y la mujer enmudece.

La psicóloga Carolina Quintero trabaja con familias desplazadas y violencia de género, y dice que la muerte de un ser querido en circunstancias inhumanas son difíciles de borrar. “Si alguien muere por una enfermedad o por algo fortuito -accidente de tránsito- se tiene conciencia de lo que ocurrió y se asimila con el tiempo, pero cuando es algo que incluye desaparición y muerte cruel, el pensamiento se vuelve de odio y desconcierto. Estas últimas personas jamás olvidan, se refugian en su soledad y buscan escapatoria a otros lugares. Se alejan”.
El médico Adolfo Pallares, docente y médico internista de Cali, sostiene que toda muerte es un acto aterrador porque se deja de vivir. “La decapitación es un acto no humano porque se realiza, principalmente, con herramientas que no son para matar y bajo circunstancias de indefensión. Es decir, se hacen con cuchillos, mazos y con la persona sometida. Es un ajusticiamiento cruel, lejos, por ejemplo, de la guillotina o la inyección letal. En la decapitación hay un proceso doloroso en el que se cercenan los cuerpos, esto hace que la persona se desmaye y luego muera”.

Cada muerte ha sido única, pero a la vez igual en los decapitados de Tuluá. La primera se registró el miércoles 18 de abril pasado cuando en la vía que conduce a Riofrío, a la orilla de la carretera, en un sector despoblado, se halló un tronco de una persona envuelto en una bolsa plástica negra. Unos metros más adelante se encontraron las dos piernas de la víctima mutiladas en cuatro partes. La persona fue identificada, gracias a unas cicatrices en la espalda, como Arlés de Jesús Castillo, de 45 años.

Al final de la tarde del lunes 4 de junio, cuando comenzaba a oscurecer, un arenero que finalizaba su día en el río Tuluá, a la altura del barrio La Inmaculada, encuentra la cabeza desmembrada de un hombre. Usa bigote y corte militar. El arenero corre asustado al comando de la Policía. Ese mismo día se informa que en el corregimiento de La Marina, zona montañosa a unos minutos del centro de la población, aparece el cuerpo de una persona. La tez oscura y la contextura amplia guardan similitud con la cabeza hallada. Rompecabezas.

Dos días después revelan su nombre: Cristián Andrés Pérez, de 26 años. Una hermana -temerosa de retaliaciones- lo reconoce. Al mes, el día festivo 7 de agosto, surge la historia del “decapitado del río”. Pero faltaría uno. El del aviso intimidatorio: “Esto va de parte de don Aníbal, alias Picante”. Su cabeza amputada dentro de un maletín rojo con la advertencia escrita, hecha con letras de papel periódico, en pleno barrio Nuevo Farfán. Y a las horas, avisan en el corregimiento de Zabaleta, a unos minutos de Tuluá, que hay un cuerpo que le falta la cabeza. Todo concuerda. Se trata de Jhonatan López Bustamante, un mototaxista de 23 años. Y hasta ahora el último decapitado.

Aquí en tuluá la gente sabe callar. Hay que ser de acá para que te miren a los ojos. Andar en taxi es guardar silencio. Si hay preguntas hay que preguntar dos veces porque a la primera no quieren escuchar y a la segunda porque les toca. Uno aquí podría inventarse una frase y creérsela. “Si escuchas no hables y si hablas piérdete”.
En el principal parque de la población, el Boyacá, hay más vendedores de cholados y minutos que jubilados que se arropan a la sombra de los árboles. Cuando se pregunta a un grupo por los decapitados de los últimos meses, silencian. Unos se paran y se van. Otros dicen lo básico: “Terrible, mijo, terrible”. Y no fue más.

Un mototaxista me dice que quiere hablar. Me cobrará $5.000 por la vuelta. Abordo su moto, una RX-100, y me cuenta cosas mientras me pasea por el hospital y por la vieja vía Panamericana. “No soy de aquí ni tengo familia por estos lados. Ya mataron a un mototaxista. No lo recuerdo, pero de seguro que se metió con favores complejos. Eso de llevar dinero o droga en pequeñas cantidades es normal aquí.

A uno le ofrecen, pero se hace el ‘loco’. Pagan hasta tres veces lo que uno les cobraría, pero yo no voy con eso. No es miedo, pero si se pierde algo de eso, te sentencian. Los que mueren son ‘jíbaros’, seguro que sí. No le busqués más. ¿Querés saber de los decapitados? Eso lo hacen para generar miedo. No más”.

El miedo se evidenció el pasado viernes 7 de septiembre -tres días después del último decapitado hallado- cuando la población marchó por las principales calles en contra de la violencia, pero sobre todo por los crímenes atroces. Incluso, por las redes sociales se invitaba a los tulueños a izar una bandera negra indefinidamente en sus casas hasta que regresara la paz a Tuluá.

Por supuesto, nadie se atrevió. Hasta los más ancianos -que vivieron la amarga violencia de los años cincuenta- tienen miedo que regrese el terror siniestro que les dejó León María “el Cóndor” Lozano, el jefe de “los Pájaros”, durante la época de la violencia. Como lo escribió el historiador Carlos Escobar: “(El Cóndor Lozano) fue el dueño de la vida y de la muerte entre 1954 y 1957 en la Villa de Céspedes”.

Una vendedora de minutos me dice: “Aquí nadie te va hablar. Esto está caliente. Todas esas muertes y las que vienen son hechos de unos cuantos que luchan por el control del narcotráfico. Ya vivimos con ese problema acá y nos acostumbramos. No me vayás a preguntar si he servido de ‘enganche’ (favores) porque no te lo voy a decir. A uno a veces le toca… En serio. No preguntés mucho porque te delatás y eso es malo. Aquí te matan por bobo y porque das papaya. Mejor andate”.