Por Sebastián Hacher – CR.-

La Cárcova es un asentamiento de veinticuatro manzanas al fondo de José León Suárez, en el partido de San Martín. Es uno de los distritos más complejos de la provincia de Buenos Aires, con territorios donde la convivencia entre el narcotráfico y la policía es histórica. La calle central del barrio, casi la única asfaltada, está atravesada por banderines de colores que anuncian el carnaval. A medida que las casas se hacen más precarias –que se vuelven de chapa y madera- la calle se convierte en barro. Al fondo de todo, contra la vía, el 3 de febrero de 2011 descarriló un tren que transportaba alimentos y autopartes. Los vecinos primero se congregaron a ver qué pasaba y después para intentar llevarse algo de lo que había caído al suelo. La Policía Bonaerense los reprimió con gases lacrimógenos y balas de plomo. Durante la balacera fueron heridos tres adolescentes: Franco Almirón, de 16 años,  Joaquín Romero, de 19, y Mauricio Ramos, de 17. Sólo Joaquín sobrevivió.

A un año de aquellas muertes, un millar de personas se movilizaron para pedir justicia. Además de las organizaciones con trabajo territorial en la zona, por primera vez participaron funcionarios políticos en actividad. Estuvieron desde el intendente de San Martín hasta el vicegobernador da la provincia, Gabriel Mariotto.

-¿El reclamo es por el agua? –preguntó una señora que arrastraba un changuito.

-No –le respondió una de las organizadoras -. Es por los chicos que mataron hace un año.

-También hagan algo por el agua: nos cerraron la cañería principal. Hace unos días que no tenemos nada.

En la esquina donde solían reunirse las víctimas, al pie de un banco con los colores del equipo de fútbol Chacarita, estaba el abuelo de unos de uno de los jóvenes muertos, Don Ramos. Un año atrás, mientras los vecinos se movilizaban para denunciar que las víctimas habían sido baleadas por la espalda, Don Ramos estaba plantado en ese mismo lugar. Aquella vez quería terminar con urgencia un altar donde solía sentarse su nieto. Ahora tenía la vista clavada en el monolito de ladrillo que construyó un año atrás.

-¿Viene a la movilización?- le preguntaba cada uno de los que pasaba.

Don Ramos no decía nada. Apenas asentía con la cabeza para decir que no, que se iba a quedar ahí, mirando ese recuerdo.

** *

La tarde en la que fueron baleados, los tres adolescentes  se preparaban para ir a los basurales de la Coordinación Ecológica Área Metropolitana Sociedad del Estado (CEAMSE). Allí, cada día la policía libera la entrada durante una hora para que la población del asentamiento rescate comida y lo que se pueda reciclar.

El día de la masacre hacía calor, y antes de salir a revolver la basura Mauricio se bañó en la pileta de lona que había armado en la puerta de su rancho.

-Mejor no vayas -le dijo María Suarez, su tía, mientras él se secaba- Me parece que están tirando tiros.

Mauricio salió igual. Cerca de las dos de la tarde se reunió con sus amigos al pie del nogal rodeado de basura, donde intentaron refugiarse durante la represión. Desde la ventana, la tía lo vio volver tambaleándose,  gritar  “me duele”, y caer en la entrada de casa. Junto a unos vecinos ayudó a subirlo en una moto que lo llevó hasta el asfalto para que lo cargasen en una ambulancia. Más tarde, murió en el hospital.

Este viernes, al pie del mismo árbol que fue inútil para frenar las balas, un altar blanco con sus fotos recibía las velas y algún que otro rezo de los primeros manifestantes. Justo cuando la movilización arrancaba, pasó el tren.

El maquinista redujo la velocidad y tocó bocina:

-¿Saluda?-preguntó uno de los periodistas.

-No: pide paso -contestó una mujer.

Más allá, sobre un puente de madera, un grupo de gente cruzaba la vía en sus bicicletas para ir rumbo la basural.

 

***

Ni bien sucedió la matanza, el Ministro de Seguridad de la provincia, Ricardo Casal, dijo que la policía había sido atacada por un grupo armado.“Fue una banda muy conocida en el barrio, los que tenían las armas eran ellos, y fueron los que lideraron este robo, descarrilando intencionalmente un tren”, repitió en todos los medios de comunicación. La versión pronto fue desbaratada por la evidencia. Los tres jóvenes habían sido baleados por la espalda y los únicos casquillos habían partido de las cinco docenas de armas policiales que estuvieron en la escena del crimen.

En la memoria colectiva del barrio, todos guardaban el recuerdo de los descarrilamientos anteriores: tres ocasiones -una de ellas poco antes de navidad- en las que la policía administró el botín y se llevó la mejor parte.

Durante la investigación judicial, el único de los policías que aceptó haber disparado con munición letal fue el oficial Gustavo Vega. “Agarré sin mirar los cartuchos de mi compañero, le disparé a los pies y el agresor salió corriendo. Recién ahí me di cuenta que eran balas de plomo”, dijo antes los fiscales. Los demás testigos policiales intentaron reforzar esa versión. Para los familiares de las víctimas, como el discurso de Casal había fallado, era un intento de culpar a una sola personas para salvar las responsabilidades de la institución.

En abril del año pasado, durante reconocimiento judicial en el lugar de los hechos, un policía citado como testigo desató un escándalo.

-¡Ese es el que me disparó!- gritó un vecino al verlo.

Se trataba del agente Gustavo Sebastián Rey, que desde ese día también está detenido como coautor de los asesinatos.

Un mes después de aquella reconstrucción, Vega pidió ampliar su declaración. Según un documento del CELS (El Centro de Estudios Legales y Sociales) dijo que había “sido presionado por altos jefes de la Policía Bonaerense la noche de los hechos para presentar su primera declaración” y señaló el jefe de la Departamental de Investigaciones de San Martín, Mario Briceño como el ideólogo de entregar un “chivo expiatorio” para calmar a la opinión pública y le ofrecieron protección a cambio de autoincriminarse.

Cuando estalló el escándalo, el ministro Casal despidió a la mayoría de la cúpula policial. Aunque aseguró que se trataba de un “cambio de rutina”. Al contario de que lo que muchos esperaban, Briceño fue ascendido y volvió a ocupar lugar en los medios durante la investigación por el secuestro de la niña Candela Sol Rodriguez, que otra vez puso poner la lupa sobre el accionar de la Policía Bonaerense.

 

***

La movilización del viernes partió desde la frontera que marca la vía, separando los últimos ranchos del descampado que precede a los basurales. Adelante iban los familiares de los muertos. Detrás, los militantes con banderas de La Campora y el Movimiento Evita, y los vecinos del barrio. A medida que avanzaban, las calles de tierra iban quedando atrás y las casas cambiaban de fisonomía, hasta convertirse en una de clase media.

El destino final fue la estación de trenes José León Suarez, a unas quince cuadras del lugar del crimen. Al pie de un escenario montado al costado del andén, los familiares se acomodaron en sillas del plástico. Eran  unos cincuenta: la mayoría mujeres y niños. Los primeros en subir al escenario fueron  la madre de Mauricio Ramos –al que todos los decían Pela-, la hermana, la tía y la abuela. Ella, Doña Juana, se plantó frente al micrófono.

-Voy a leer una carta- anunció, y luego se detuvo unos segundos para rescatar los anteojos del fondo de un bolsito negro.

-Te fuiste en plena juventud –leyó-. No podemos entender a esta vida. No la entendemos.

Entonces, el llanto. Y un pedido:

-Sacame de acá que no puedo respirar.

Al lado suyo, un muchacho de barba y pantalones cortos le alcanzó agua y la sostuvo. Su nombre es Leon Grosso. Desde el 10 de diciembre, Grosso es diputado, pero sigue haciendo trabajo social en el barrio. El viernes era un día clave para él: desde hacía varios meses preparaban la movilización para que el crimen de los dos jóvenes se convirtiera en un precedente contra el abuso policial.

Luego de los familiares subieron al palco las figuras políticas. Estaban el vicegobernador Gabriel Marioto, el intendente local Gabriel Katopodis, el dirigente Emilio Persico, el rector de Universidad de San Martín Carlos Ruta, el diputado Marcelo Sain y el ex canciller Jorge Taiana, entre otros.

Gabriel Katopodis fue uno de los primeros en hablar. Desde diciembre ocupa el cargo con el que alguna vez soñó Mameluco Villalba, el narco más poderoso de San Martín, que durante años gozó de protección policial y mantuvo una buena relación con los políticos de turno. “No queremos”, dijo Katopodis, “que la policía decida quién vive y que muere en nuestros barrios”.

Más tarde, habló el vicegobernador Mariotto.  En su discurso aludió a las “prácticas policiales heroicas” que había que separar de los policías que apañaban el delito. En el tramo más aplaudido, dijo que “no puede haber complicidad entre la policía y el delito, pero mucho menos entre la política, la policía y el delito”.

Sus palabras empujaron la noticia a la tapa de los diarios. Durante las últimas décadas, la Policía Bonaerense condicionó a la política en la provincia de Buenos Aires. Acusada de regentear el delito en el territorio que controla -el más poblado y pobre del país- durante los dos mandatos del Gobernador Daniel Scioli y el Ministro Casal, gozó de una autonomía que no fue mellada por los constantes escándalos que protagonizaron sus jefes. Habrá que ver, dicen los que saben, cómo responden ahora que por primera vez alguien enuncia desde adentro la necesidad de ponerles límite.