¿Cómo se articulan el abolicionismo carcelario y el #MeToo?

En esta entrega de “Otrxs dicen: traducciones”, traemos el análisis de Victoria Law, quien reflexiona sobre cómo la dependencia directa de los mecanismos de prevención de la violencia de género respecto de la criminalización funciona como una razón más para legitimar el refuerzo de la violencia estatal.

¿Cómo se articulan el abolicionismo carcelario y el #MeToo?

22/01/2021

Por Victoria Law

Foto: Wechargegenocide.org

“Convocamos a los movimientos de la justicia social a desarrollar estrategias que aborden tanto la violencia estatal como la interpersonal, particularmente en función de la violencia contra las mujeres. Actualmente, los grupos activistas/movimientos que abordan la violencia estatal (y aquéllos que lo hacen con la violencia institucional penitenciaria y policial) a menudo trabajan aislados de activistas/movimientos que abordan la violencia doméstica y sexual “. Escrito en 2001 por la organización abolicionista de la prisión Critical Resistance e INCITE! Women of Color Against Violence (Mujeres de Color Contra la Violencia) (1)

En los últimos 17 años, Estados Unidos atestiguó el crecimiento -en número y en términos de organización- de grupos activistas del abolicionismo de la prisión. En abierto contraste con les defensores de las reformas penitenciarias (que militan las mejoras en las condiciones carcelarias, pero las consideran, en última instancia, instituciones necesarias para la seguridad social) los grupos abolicionistas sostienen que las cárceles son espacios organizados en función de la violencia y que, por lo tanto, no existe reforma posible capaz de neutralizar esa condición que les es constituyente. Desde esa posición, la propuesta abolicionista concluye en la necesidad de prescindir de las cárceles, pero incluyendo la de atender simultáneamente las condiciones que subyacen al encarcelamiento, como el racismo, la pobreza y otras causas de profunda violencia estructural.

Sin embargo, en muchos de los debates sobre el abolicionismo de las prisiones, la cuestión sobre cómo abordar la violencia de género sin depender exclusivamente de esos dispositivos (esto es, de la policía y de las cárceles) permanece ausente con bastante frecuencia.

En rigor, se advierte que efectivamente, muchas de las más destacadas organizaciones que trabajan problemáticas vinculadas a la violencia doméstica y sexual, continúan sinérgicamente articuladas a las respuestas institucionales que provienen de esos agentes estatales. A propósito de esto, sirve de ejemplo la sentencia a la pena de seis meses de prisión impuesta a Brock Turner (un estudiante blanco de Stanford condenado por agredir sexualmente a una mujer inconsciente), que fue públicamente repudiada por diversos grupos feministas, en tanto consideraron que la pena impuesta no fue lo suficientemente extensa, y se expresaron, asimismo, en favor de la destitución del juez que la dictó.

Desde esa mirada, debe puntualizarse primero, que los castigos más severos y las sentencias con penas más largas, han sido tradicionalmente más duros -y también más devastadores, en un sentido amplio- para las personas y las comunidades de color. A la vez, que éstas soluciones nunca proporcionaron tampoco demasiada seguridad a las víctimas, ni funcionaron en términos de prevención contra la violencia de género. La misma lógica se observa cuando se detecta que, a medida que aumentan las acusaciones contra celebridades -como Harvey Weinstein y Bill Cosby- las demandas de “justicia” se traducen casi linealmente en pedidos de detención y de encarcelamiento.


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Esta dependencia directa de los mecanismos de prevención de la violencia de género respecto de la criminalización, opera como una razón más para legitimar el refuerzo de la violencia estatal, que no sólo se canaliza contra hombres fundamentalmente negros, morenos y pobres, sino que además, sostiene la funcionalidad de un sistema que también castiga especialmente a las mujeres (cisgénero y trans), hombres trans, no binaries e intersexuales, incluso cuando hayan sido originalmente víctimas de esas violencias. Sobre esto último, sirve recuperar algunos casos, como el de Marissa Alexander, una madre de Florida inicialmente condenada a 20 años de prisión por realizar un disparo de advertencia para detener una agresión inminente de su marido abusivo; o el caso de Ky Peterson, un hombre negro trans que cumple una condena similar por disparar fatalmente a quien lo violó.

¿Cómo llegamos hasta acá?

En 1994, el Congreso de Estados Unidos aprobó la Ley de Violencia Contra la Mujer (Violence Against Women Act o VAWA), a partir de la cual, se instituyó para las policías, el deber de dar respuesta obligatoria frente a las denuncias de violencia doméstica, agresión sexual y otros actos de violencia de género. La ley fue el resultado de años de demandas y organización por parte de muchas agrupaciones feministas, y concluyó en la creación de esa obligación expresa -respecto de las fuerzas del orden público- de reaccionar activa y efectivamente ante la violencia de género. El objetivo de esa disposición fue fundamentalmente compensar la tradicional degradación de trato que los agentes estatales dispensaban a las causas vinculadas a problemáticas de género, y evitar que fueran solapadas bajo el paradigma del “conflicto interpersonal”, desde el que solían desestimarse.

No obstante, a partir de alguna interpretación de esa línea legislativa de la VAWA, en muchas jurisdicciones se arbitraron medidas complementarias, que concluyeron en la sanción de nuevas leyes locales y que, por ejemplo, consagraron figuras de arrestos obligatorios, o penas de prisión más punitivistas. También se crearon políticas como la de “arrestos dobles”, en los que la policía está habilitada a realizar las detenciones de las dos partes del conflicto; e incluso, en algunas jurisdicciones, se comenzó a optar por encarcelar a las víctimas para garantizar su presencia como testigos o imponerles penas de multa o arresto en caso de que no cooperaran voluntariamente con el proceso penal.(2)

“Feminismo carcelario” (carceral feminism) es entonces, el término utilizado para describir justamente, esta relación de dependencia entre el aumento de la vigilancia policial, el enjuiciamiento y el encarcelamiento como solución principal frente a la violencia de género. Sucede, sin embargo, que en general, el feminismo carcelario ve las políticas estatales vinculadas a la violencia de género a través de una lente blanca de clase media. Esa mirada, ignora, por ejemplo, que la forma en que las demás variables identitarias o interseccionalidades se cruzan en los casos concretos (como la etnia, la clase, la identidad de género y el estado migratorio) deja a ciertas mujeres más vulnerabilizadas frente a ese y otros tipos de violencia, incluida la violencia estatal.

Sincrónicamente con ese cambio legislativo, también se observa que el encarcelamiento de mujeres en Estados Unidos se ha disparado. En 1980, las cárceles y prisiones del país tenían 25.450 mujeres; 10 años después, ese número casi se había triplicado a 77.762. Para el año 2000, la cifra se había duplicado nuevamente a 156.044. Y a partir de 2017, se registra que las prisiones estadounidenses encarcelan a más de 209.000 mujeres (estos números no incluyen mujeres detenidas por asuntos migratorios ni cárceles juveniles, así como tampoco a mujeres trans detenidas en cárceles o prisiones de hombres). De ellas, al menos la mitad, informaron haber sobrevivido a algún tipo de violencia antes de ser arrestadas.

No es menos cierto que casi el 90% de las personas encarceladas son hombres (o clasificados como hombres). Sin embargo y justamente, lo que quiere destacarse, es que no todos los activismos feministas y contra la violencia defienden una solución carcelaria. Durante años, algunos de ellos, como Beth Richie e INCITE!, han argumentado que el aumento de la criminalización simplemente sustituye un abuso por otro: así el abuso que tiene como sujeto activo a un individuo particular es reemplazado por el abuso institucional (sea que venga por parte de la policía, los tribunales o las cárceles) sin que entre uno y otro se arbitren mecanismos para abordar las causas profundas de la violencia contra las mujeres que subyacen a esos escenarios. Vimos esto con claridad en los citados casos de Marisa Alexander y Ky Peterson, pero también con muchas otras mujeres y personas trans.

En síntesis, nadie sabe cuántes miles de sobrevivientes hay tras las rejas, justamente luego de que la policía no garantizara su seguridad. Fundamentalmente porque ninguna agencia rastrea estos datos. Las estadísticas más recientes tienen casi 20 años, y provienen de un informe del Departamento de Justicia de Estados Unidos, hecho en 1999, que indica que casi la mitad de las mujeres en las cárceles locales y las prisiones estatales habían sido violentadas de alguna manera antes de su arresto. Pero, debido a que las mujeres representan aproximadamente el 10% de la población carcelaria del país, muchos de los debates sobre el encarcelamiento masivo y abolición de la prisión continúan centrándose en los hombres. Ese enfoque conduce a conclusiones basadas en un falso binario según el cual los hombres están encarcelados y las mujeres son víctimas. Esta división, además, excluye a las personas (de todos los géneros) doblemente afectadas por la violencia interpersonal y estatal y, por lo tanto, tampoco las tiene en cuenta.

Entrevisté a numerosos adultes sobrevivientes de violencia doméstica que fueron encarcelades por defenderse. Una y otra vez, relatan que recurrieron a la policía y al sistema judicial y que no recibieron de esos agentes estatales la protección que necesitaban. En algunos casos la policía se llevó a su agresor por unos días, pero eso no bastó para detener definitivamente la violencia. En otros, los tribunales emitieron una orden de protección (lo que en términos sencillos se traduce en una hoja de papel) que su abusador ignoró flagrantemente. Algunas veces la policía no hizo nada. Otras, el abusador fue un miembro de la misma policía. Pero no termina ahí. Porque, además, ese mismo sistema legal que inicialmente no pudo protegerles, fue el que luego los castigó por su supervivencia, y una vez encarcelades, volvió a someterles a nuevas y múltiples violencias, esta vez provenientes de manos de otras personas encarceladas, de miembros del personal penitenciario o de las propias prácticas cotidianas que se dinamizan en esos espacios.

En este sentido, la mirada crítica del abolicionismo carcelario no es más que una derivación o evidencia de la ausencia de tejido social y cultural suficiente sobre el que desarrollar formas concretas para prevenir y abordar la violencia de género, doméstica y sexual en la vida cotidiana.

“No se habla seriamente de estos dos asuntos de manera conjunta”, dice Hyejin Shim. Shim trabaja específicamente en el estudio de las intersecciones entre la violencia de género y la estatal, como miembro del personal de Asian Women’s Shelter (Refugio para Mujeres Asiáticas) y organizadora de Survived and Punished (Sobreviviente y Castigada), un grupo de base que apoya a les sobrevivientes de violencia de género criminalizades y encarcelades. Aunque los esfuerzos para poner fin a la violencia de género y la abolición de las cárceles a menudo se consideran incompatibles, Shim señala que “ambos se centran en poner fin a la violencia”, sea que provenga de un individuo, del Estado, o de ambos.

Justicia transformativa

Una forma de abordar la violencia interpersonal sin depender de la violencia estatal es a través de la justicia transformativa, concepto que refiere a un proceso comunitario en el que se abordan no sólo las necesidades de la persona que fue violentada, sino también las condiciones estructurales que habilitaron y posibilitaron la ocurrencia de ese daño. En otras palabras, en lugar de mirar el (los) acto(s) de violencia en el vacío, los procesos de justicia transformativa se preguntan: “¿qué más necesita cambiarse para que esto nunca vuelva a suceder? ¿qué debe suceder para que el sobreviviente pueda sanar?” No hay patrones correctos o incorrectos ni modelos fijos a seguir en esta manera de entender la justicia; por el contrario, cada proceso depende justa y exclusivamente de las personas y las circunstancias.

Shim señala que las personas participan con bastante frecuencia en estos procesos de justicia transformadores, incluso cuando no utilicen ese término para nombrarlos. Por ejemplo, cuando orgánicamente se unen para apoyar a personas perjudicadas, ayudándoles a identificar lo que necesitan y en cómo acceder a los medios para cubrir esas necesidades. Al mismo tiempo, Shim observa que este tipo de habilidades a menudo están infravaloradas. “Es posible que en los espacios de militancia exista un cierto entrenamiento de acción directa o de facilitación, pero que eso no concurra con las habilidades necesarias para abordar los conflictos o para apoyar a los sobrevivientes”, señaló. En este particular momento, a partir del #MeToo, en el que más personas presentan sus propias experiencias de violencia sexual y doméstica, “el apoyo necesario aún no está lo suficientemente disponible o desarrollado”.

Algunas organizaciones han procurado generar herramientas para salvar esos vacíos. Creative Interventions (Intervenciones Creativas), una organización dedicada a proporcionar “recursos para que la gente común termine con la violencia”, elaboró una guía digital de 608 páginas de estrategias para detener la violencia interpersonal. Les organizadores y sobrevivientes de abuso Ching-In Chen, Jai Dulani y Leah Lakshmi Piepnza-Samarasinha compilaron un zine de 111 páginas titulado “The Revolution Starts at Home” (“La revolución comienza en casa”, que más tarde se convirtió en un libro), documentando las formas en las que les organizadores de movimientos de la justicia social responsabilizaron a los abusadores.


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La guía de Creative Interventions, por ejemplo, relata la forma en la que un centro comunitario cultural coreano en Oakland, California, manejó un incidente de agresión sexual, cuyas particularidades -fundamentalmente la de presentar factores interculturales- incidieron en que su abordaje se hiciera aún más complejo.

El caso ocurrió en el verano de 2006, cuando ese centro cultural de Oakland invitó a un profesor de música de Corea del Sur a brindar un taller de batería que se desarrollaría durante una semana entera. Una de esas noches, el profesor agredió sexualmente a une de les estudiantes. El centro cultural manejó el proceso a través de una serie de acciones, que comenzaron con un llamado telefónico concomitante al jefe del centro de percusión en el país de origen, situación que se describió como “culturalmente desafiante para el grupo coreano estadounidense, en tanto significaba presentar una exigencia a sus “mayores” en Corea”. Que, sin embargo, “decidieron colectivamente que eso era lo que había que hacer”.
Después de que la institución coreana asumiera la responsabilidad y se disculpara, el centro de Oakland envió allí una lista de demandas, entre las que se incluyó que dicha institución estableciera capacitaciones de concientización sobre agresión sexual para toda su membresía, un compromiso de enviar al menos una maestra en sus futuros intercambios a los EEUU y una solicitud para que el maestro dejara su puesto de liderazgo por un período inicial de seis meses y asistiera a sesiones de terapia feminista que abordaran directamente la cuestión de la violencia sexual.

La organización situada en Oakland también tomó medidas por su parte, que incluyeron proporcionar un conjunto de talleres de concientización sobre agresión sexual para los miembros del centro y de otros grupos locales de percusión, y decidió que la temática del siguiente festival girara en torno a la recuperación y sanación de las víctimas de algún tipo de violencia sexual. Con el consentimiento de la víctima, los hechos sobre el incidente se incluyeron en el programa del festival como parte “del desafío comunitario de asumir colectivamente la responsabilidad de poner fin a las condiciones que perpetúan la violencia, incluida la complicidad a través del silencio”.

Aun así, la historia está lejos de tener un final perfecto: la víctima (como prefería ser llamada, en lugar de “sobreviviente”) nunca regresó al centro cultural; el largo proceso de reflexión y compromiso institucional “socavó la energía y el espíritu de la organización y las amistades que la habían mantenido unida”; mientras que el profesor tampoco logró eximirse de las miradas de resentimiento y sospecha de los visitantes coreanos estadounidenses al retomar su participación en festivales en Corea del Sur. No obstante, cuando Liz, la presidenta del centro, reflexionó más tarde sobre la serie de eventos, dijo: “algunas personas nos preguntaron después por qué no llamamos a la policía. Esa idea nunca se nos cruzó por la cabeza”.

Un capítulo de “La revolución comienza en casa” (el zine) llamado “Asumir riesgos: implementar estrategias de responsabilidad comunitaria de base” proporciona otro ejemplo. Las autoras, un colectivo de mujeres de color de Communities Against Rape and Abuse o CARA (Comunidades Contra la Violación y el Abuso) -Alisa Bierria, Onion Carrillo, Eboni Colbert, Xandra Ibarra, Theryn Kigvamasud’Vashti y Shale Maulana- describen una serie de acciones tomadas por miembros de una comunidad punk alternativa para abordar una serie de agresiones sexuales en un caso concreto, el de Lou, un hombre empleado de un bar popular.

En ese capítulo informan que Lou “alentó (…) a mujeres a emborracharse y luego las obligó a mantener relaciones sexuales”. En sus discusiones sobre qué hacer, los miembros de la comunidad “no sólo reflexionaron sobre las experiencias de les sobrevivientes, sino también respecto de cómo los agentes de la cultura local convalidaron ese comportamiento”. Por ejemplo, en un medio de comunicación alternativo semanal local, a menudo se presentaba de maneras celebratorias la enorme cantidad de alcohol que circulaba en las fiestas de Lou. Con el consentimiento de les sobrevivientes, el grupo diseñó volantes que identificaban al agresor y sus comportamientos, exigieron se tomaran responsabilidades, hicieron las críticas respectivas al periódico local y sugirieron la inasistencia al bar como mecanismo de protesta.

En respuesta, el periódico publicó un artículo en el que sentó una posición de descrédito de las versiones de les sobrevivientes, basándose en que la omisión de presentar cargos penales, tornaba inverosímiles sus acusaciones. Lou, por su parte, también amenazó con demandarles por difamación. Sin embargo, el grupo insistió trabajando con les sobrevivientes para crear un documento que no sólo compartiera sus experiencias, sino que también articulara un análisis crítico de la violencia sexual y la cultura de la violación en esa comunidad y lo que pretendían significar en términos de “responsabilidad comunitaria”. La publicidad de esas declaraciones, por la prensa y en su sitio web, despertó una serie de debates en el ámbito musical en general en relación a la violencia sexual y a la responsabilidad de sus actores. Lou dejó de ser invitado a fiestas y eventos, los lugareños comenzaron realizar acciones de boicot contra el bar y las bandas fuera de la ciudad evitaron tocar allí, lo que llevó a Lou a involucrarse con el grupo activista, aun cuando nunca asumió la responsabilidad de las acciones que se le endilgaron.

El grupo también comenzó un proceso de capacitación sobre violencia sexual, seguridad y responsabilidad, para luego comenzar a facilitar sus propios talleres en relación a esas temáticas, apoyando a CARA y otras organizaciones que actúan contra esas violencias. “Es un cambio de mirada crítico optar por decidir usar los recursos para construir la comunidad que se desea [en lugar de] gastarlos combatiendo el problema que desea eliminar”, escribieron los organizadores de CARA.

Al reflexionar recientemente sobre ese escenario, Bierria, ahora un organizador de Survived and Punished, señaló que “fue una poderosa reacción en respuesta a algo de lo que generalmente no se habla”.

Al mismo tiempo, señaló, “la responsabilidad comunitaria no es sólo un proceso de responsabilidad. Es un mecanismo que crea condiciones dentro de la comunidad, a partir de las cuales se pueden evitar daños futuros”. Puede ser frustrante, reconoció. “Nosotros [a menudo] queremos una solución más directa. Pero la violencia sexual y doméstica es más complicada que eso”. En las últimas dos décadas, ella y otras personas que trabajan estudiando las intersecciones entre violencia de género, responsabilidad comunitaria y abolición de las prisiones han documentado sus procesos, creando programas y hojas de ruta con las que no se contaba hace 20 años.

Estos ejemplos muestran que los procesos de responsabilidad comunitarios son generalmente desordenados, erráticos, y que rara vez siguen un camino uniforme. Sin embargo, a menudo se mezclan y combinan a partir de un conjunto distinto de herramientas alternativas que incluyen acciones tanto para organizaciones como para individuos. Asesoramiento para la persona que causó el daño, reubicación de los puestos de liderazgo, admisión de responsabilidad, disculpas públicas y/o privadas, talleres y capacitaciones son solo algunas de las estrategias que las comunidades pueden intentar antes de inclinarse por la opción punitivista-carcelaria. Independientemente de las formas que adopten, continuar explorando alternativas a la violencia estatal como solución a la violencia de género no sólo es una parte esencial de estos movimientos, sino que aparece, asimismo, como el camino más adecuado para dar respuesta a ambos fenómenos.

***

Originalmente titulado “How can we reconcile prison abolition with #MeToo?” y publicado en Filter Mag. Traducido por Magalí Campañó.

(1) INCITE! cambió su nombre a INCITE! Women, Gender Non-Conforming, and Trans people of Color Against Violence (Mujeres, No Binaries y Personas Trans de Color Contra la Violencia).

(2) La ciudad de Columbus, Georgia, cambió su política de “multas y arrestos por falta de cooperación” recién después de una demanda interpuesta por la sobreviviente de abuso Cleopatra Harrison y el Centro del Sur para los Derechos Humanos.