Juntos oficiaban misas, bautizos y matrimonios en sus parroquias de Bogotá. Se habían conocido en el seminario, y desde entonces siempre estuvieron pendientes el uno del otro: hasta cursaron los mismos estudios en teología, filosofía y bioética. Juntos también encontraron la muerte.  Los sacerdotes Rafael Reátiga Rojas y Richard Píffano fueron asesinados a balazos. Sus cuerpos aparecieron en un automóvil.

Al principio se pensó que los habían matado para robarles. Ahora, tras un año de investigación, otra versión se abrió paso: los dos curas contrataron sicarios para que los asesinaran. Algunas versiones indican que uno de ellos se había infectado del virus de VIH y sífilis en un boliche gay al que solían ir.

El padre Reátiga, de 35 años, era el párroco de la iglesia de Jesucristo Nuestra Paz, en límites entre Soacha y Bosa. El padre Píffano, de 37 años, era párroco de la iglesia San Juan dela Cruz, en Kennedy. Un día antes de morir, los dos sacerdotes oficiaron su última misa. En la homilía el padre Reátiga pidió a sus feligreses orarle a Santa Marta, la patrona de las causas imposibles. El padre Píffano fue más explícito:

-Oren por mí- dijo al final de la misa.

Este miércoles, Reátiga le dijo a un allegado que ese día él y su amigo no iban a trabajar. A las 8 de la noche, el Chevrolet Aveo de uno de los sacerdotes se estacionó en una calle destapada, cerca del canal de Dindalito.

Los habitantes del sector escucharon tres disparos de arma de fuego. Testigos le contaron a la Policía que al asomarse vieron cuando un hombre descendió del vehículo y corrió hasta otro automotor, lo abordó en el puesto del acompañante y el conductor arrancó a gran velocidad.

La primera hipótesis fue que ese día fueron a comprar un vehículo, y que los habían asesinado para robarles el dinero. Willington Lara, uno de los colaboradores de la parroquia, recordó que en una de las últimas misas, uno de los curas había hablado de muerte. “Nos dijo que era la salvación y ahora que lo pensamos pudo haber sido un presagio”, dijo.

Pero luego de un año de investigación, la justicia encontró a los dos sicarios que fueron contactados dos días antes por los mismos sacerdotes para que les ayudaran a cumplir el pacto de muerte que habían decidido al enterarse que al menos uno de ellos tenía VIH.

Las primeras pistas las entregaron personas cercanas a los sacerdotes, que relataron a los uniformados cómo los dos religiosos empezaron a poner sus cosas en orden y a cancelar cualquier compromiso posterior al 26 de enero, el día de su muerte.

Entre los testimonios, un familiar le pidió a uno de los sacerdotes que oficiara un bautizo en febrero. “No voy a estar disponible para esa época”, contestó el cura. El 6 de enero, uno de ellos traspasó todos sus bienes y títulos a la madre.

Los investigadores hicieron un seguimiento de las llamadas hechas desde los celulares de los sacerdotes hasta llegar a dos números con los que se comunicaron en varias ocasiones el día del crimen.

Los dueños de esos números eran parte de una red delincuencial dedicada al ‘bolillazo’, una modalidad de estafa en la que los incautos entregan fuertes sumas de dinero a cambio de la promesa de multiplicar su inversión.

Dos de los integrantes de esa red, segúnla Fiscalía, fueron contratados por los sacerdotes para cometer el crimen.

Al parecer, buscaban evitar el deterioro físico al que podría llevarlos el virus, y no querían que sus seres queridos y los feligreses se enteraran de su situación.

Los sacerdotes llegaron a los sicarios a través de una persona cercana, a quien le hicieron saber que estaban buscando a un escolta con arma.

Los exámenes de Medicina Legal ratificaron la condición de salud de los sacerdotes. Los agentes del CTI recorrieron los sitios nocturnos frecuentados por la comunidad LGBT, y en varios de ellos reconocieron a los sacerdotes como clientes habituales, aunque se desconocían sus identidades.

En los allanamientos contra la red dedicada al ‘bolillazo’ se encontraron dos armas de fuego que coincidían con las usadas durante el crimen. Sin embargo, las pruebas de balística no encajaron y la investigación continuó.

El siguiente paso fue triangular satelitalmente uno de los celulares de los sacerdotes, que había sido hurtado el día del crimen. La señal condujo ala Fiscalía hasta una tienda del sur de Bogotá.

Allí fue capturado uno de los dos delincuentes, quien terminó confesando su participación en el doble homicidio y se convirtió en testigo. En un centro comercial del sur de la ciudad se realizó el primer pago, y el día de la muerte se cumplió con el resto de lo pactado.

Los investigadores lograron documentar que antes de morir los sacerdotes viajaron al cañón del Chicamocha, en Santander, donde hicieron un acto simbólico de despedida. Con esos datos, el fiscal imputó por cargos por homicidio y concierto para delinquir a los dos sicarios que cumplieron la última voluntad de los sacerdotes Reátiga y Píffano.

(síntesis de los artículos publicados en eltiempo.com de Colombia)