Por Luis González González – La Estrella.-

Eric Batista fue sicario en Panamá y otros países. Solía disfrazarse con peluca, tacones y trajes elegantes de mujer para transportar a los de su banda y ejecutar las vueltas usando un taxi cuando todavía no eran amarillos.

A las 11:30 de la mañana del domingo pasado llegó puntual al encuentro en la esquina de El Machetazo, frente a la Caja de Ahorros en Calidonia. Tras saludo y abrazo caminó hasta un almacén de artículos cercano. Los empleados lo reconocieron con sonrisas, habló con la que ha sido una madre postiza para él y en un minuto salió para seguir a pie hasta Curundú.

En la ruta retiró ropa planchada en un local de chinitos para trabajar el lunes y luego apuró pasos cruzando la Avenida Nacional. En poco dejó a su espalda el viejo estadio Juan Demóstenes Arosemena. Así aparecieron ante los ojos los edificios blanco con verde del proyecto de renovación de Curundú, los cuales se elevan como legos nuevos que no encajan con las barracas negras y multis desteñidas del barrio, pero que semejan un espejismo de esperanza hacia una mejor vida.

Batista tomó entonces a la izquierda, hacia la estación de la Policía, sin detenerse entre los saludos de las unidades.

–¡El mayor ya está allá!, le voceó uno de los uniformados verde olivo apostado en la calle, al verlo pasar la entrada.

–¡Ya empezaron!– asintió enseguida desviando la marcha. –Vamos pa’llá, dijo.

Tan solo doblar la esquina, a escasos 500 metros, lo esperaba otro escenario de mayor ilusión. Notas musicales desde enormes bocinas daban ambiente a los anhelos de todas las edades.

“Belén, campanas de Belén, que los ángeles tocan que nuevas me traes…”

–¡Varón de Dios!, le gritó un hombre desde la acera antes de llegar.

–¡Bendiciones!, respondió alzando una mano. Aquello había sido rutina, pues en el trayecto otros se habían acercado a darle la mano.

Ya en la barraca de Patio Rochet, allí mismo en la calle donde en marzo pasado fue asesinado un menor por disparos desde un vehículo en marcha; hombres, mujeres con nenes en brazos o dando pecho y chiquillos corriendo, departían con los policías.

También estaban miembros de la Parroquia Santa Marta y evangélicos que entregaban bolsas de ayuda. Todos formaban fila para recibir comida, juguetes, ropa y zapatos.

Varios pandilleros y jóvenes que dejaron las armas se habían apostado en la acera como mirones, y después de tomar confianza, se mezclaron con los “policías Santa”, al mando del mayor Raymundo Barroso, jefe de esa zona.

El mayor le estrechó saludos a Batista.

 

Caras de alegría

Barroso lucía jeans y suéter negro con la insignia de “Proteger y Servir” de la institución. Afeitado, sin ni siquiera canas en su corto cabello, su apariencia estaba lejos de tener barba blanca y barriga apretada por los botones de un traje rojo. Sin embargo, se volvió a sentar frente a una mesa plegable para cotejar personalmente la lista de los inquilinos de la barraca que recibirían las bolsas previamente marcadas. Tarea a la que se sumó de inmediato Eric Batista y otros evangelistas que conocen a la gente del área.

–En Curundú estamos logrando que disminuya la delincuencia. Sabemos que no todos van a cambiar, por eso hombres como Eric Batista son la nueva fuerza que está mediando con esa mínima parte, con los líderes de grupos delictivos, para que dejen esa vida, así lo hacen otros–, destacó después.

El objetivo de la actividad dominical era dar una “carita alegría” a cerca de 150 personas, incluidos unos 60 niños, que por su pobreza quizás no tendrían nada para esta Navidad. “Si bien es cierto son lugares con problemas de delincuencia, también hay que mirar su situación y darle algo de alegría”, añadió el jefe policial.

 

Otro camino

Eric Batista es el padre de Eric Alexis Batista, el primero de los adolescentes que murió apenas dos días de haber ingresado quemado al Hospital Santo Tomás debido al siniestro en la correccional de Tocumen.

Lo había visto primero en distintos noticieros y programas de televisión pidiendo justicia por lo ocurrido a los muchachos. La última vez en noviembre junto a Marquesa Bersal en la pantalla de TVN Canal 2.

Después de estar cinco años preso (2004 a 2009), por una condena de secuestro a una mujer con la que tuvo un romance y que se alió a un bando enemigo, el hombre de 43 años ahora es un evangelista convertido desde 2003 que trabaja además como promotor juvenil del Ministerio de Desarrollo Social para prevenir la delincuencia juvenil y convencer a miembros de pandillas de que dejen las armas.

Sostiene que ahora su misión es por los demás. Por eso suele ser invitado por congregaciones religiosas para que hable a jóvenes que tienen problemas con la ley. Incluso, ha dado charlas en la cárcel de Honduras, igual que lo hacía cuando estuvo en La Joyita. Le llamaban  “El Predicador”.

 

“Los Bagdad”

Sentado en un café de la Plaza Edison, a finales de noviembre, me confesó su pasado y lo que en vida fue su hijo “Alexcito”.

Él se dejó con la madre de su hijo cuando éste solo tenía tres años. Entre los 13 a 14 años el chico empezó a cambiar su carácter porque aparentemente la relación de la mamá con su padrastro no era buena. Estaba en primer año (séptimo grado) cuando abandonó las clases.

En marzo de 2010, el muchacho fue privado de libertad, luego que la Policía lo arrestara junto a otros tres compañeros de “Los Bagdad”. Tenían una “miniussi” que se habrían encontrado enterrada en un patio y se disponían a venderla.

“Bagdad” es una de las pandillas que opera en el populoso barrio de El Chorrillo. Un grupo que ha extendido dominios a lugares como el Chumical, en Vacamonte, en el lado oeste de la capital, que era donde vivía “Alexcito” y donde ocurrió el arresto.

“Yo había hablado por celular el 8 de enero con él. Siempre lo hacía. Me dijo que no se bañaba hacía días porque no había agua y que no comía bien porque era mala la comida“. Aún siendo su padre, no se le permitía visitarlo. Los permisos estaban consignados solo a la madre y el padrastro.

Para Batista, la situación en el pabellón 9 no sería fácil por las rivalidades entre miembros de grupos pandilleros que estaban allí. Aunque su hijo no tenía problemas directos porque estaba en la celda de los que mejor se portaban, lo aconsejaba de mantenerse alejado de cualquier problema.

Al día siguiente de esa última conversación por celular, en Curundú, viendo en la televisión en la casa de su mamá las imágenes de lo que pasó en el Centro, alguien le dijo: “Ese no es tu hijo”. Él le contestó bromeando: “deja el relajo mi hijo no está ahí”. Pero mirando bien se convenció de que sí era Alex y salió corriendo al Hospital Santo Tomás. Allá tampoco lo dejaron pasar por la distancia que por ley debe guardar con la madre de su hijo.

–¿No crees que tu vida en el pasado afectó a tu hijo?

–Mi hijo nunca me vio ni siquiera fumando, drogado o borracho, expresó.

Para el tiempo en el que el muchacho empezó a andar en malos pasos, a Batista no se le permitía verlo y años antes se había convertido a “La Palabra”. Por teléfono Alexcito le manifestaba que quería ser chapistero.

–En eso estábamos. Yo con unos ahorros y la familia pensábamos ponerle un taller por Las Cumbres. Le faltaban pocos días para salir libre–.

–¿No tienes miedo a alguna venganza?– “No. Una vez, hace años un miembro de un grupo rival que yo tuve me sacó un arma en Albrook. Yo lo bendije y no me creía. Hablé con él y terminó entregándose al Señor. También me pasó que siete de once enemigos que una vez me secuestraron en el Puente Rojo de Samaria, en San Miguelito, me pidieron perdón y se convirtieron; del resto: tres murieron y el otro no sé”.

–¿Qué te hicieron?– “Me amordazaron, me golpearon y balearon en una pierna. La gracia de Dios fue la que me salvó, me dejaron tirado en una zanja. Estuve cuatro meses en el hospital”.

–¿Cuál es tu experiencia más amarga rescatando ahora pandilleros?– Su respuesta le salió fría: “Que la gente de esta sociedad no crea en lo que uno hace y que se puede cambiar, eso es lo más duro”.

 

El contacto

Y ciertamente el domingo Batista se mostró sin miedo. Un grupito de cinco jóvenes con tatuajes en los brazos y un señor, lo llevaron por un callejón lodoso de la barraca.

– “¡Queremo’ que alguien nos ayude a tené una canchita ahí!”, replicó el de rostro más duro, señalando un piso de una estructura incendiada en el que apenas cabrían dos autos sedán.

– “Los pelaos y niños no tienen donde jugá, por eso se meten en lo malo. Queremo’ aunque sea ayuda pa’ una liguita de fut”, pidió otro.

Batista tomó los datos hablando de los compromisos que tenían que cumplir para lograr el apoyo. Uno de los jóvenes dio también su número para coordinar acciones. Entonces salieron otra vez con rostros animados a la actividad navideña.

A las 3:30 de la tarde, todo terminó y quedó limpia de basura la calle.

–Vamos a mi casa, donde mi mamá, me invitó. Caminamos cinco minutos y llegamos al mismo edificio en Curundú, donde vivía doña Marquesa. Ella se mudó a San Miguelito hace meses.

La visita fue rápida porque Batista iba al culto en el Ejército de Dios en Pueblo Nuevo. Su madre padece de cáncer de colon y estaba en un sillón, sonrió al verlo. Él le dio un beso, solo subió a eso, y bajamos las escaleras.

El apartamento de Marquesa se veía vacío. A pesar de la cercanía de sus familias, Omar Ibarra no vivía allí, tampoco Alexis. Ambos se conocieron en la celda 6, de donde únicamente salieron para morir en el hospital.

 

Foto: Archivo La Estrella