De la doctrina Chocobar a los asesinos de escritorio

La decisión de condenar a 2 años de prisión al policía que mató a Juan Pablo Kukok corrobora lo que ya tiene dicho la Justicia argentina desde hace tiempo: que el robo cometido por un joven morocho pesa más que el homicidio cometido por un policía morocho. Esteban Rodríguez Alzueta reflexiona sobre las herencias que nos dejó el macrismo.

De la doctrina Chocobar a los asesinos de escritorio

Por Esteban Rodríguez Alzueta
28/05/2021

A mediados de 2018 Patricia Bullrich, entonces ministra de Seguridad de la Nación, firmó la Resolución 956 que autorizaba a las fuerzas de seguridad a disparar a sospechosos en fuga o en situaciones de resistencia a la autoridad. Desde ese momento los policías podían apretar el gatillo no solo sin dar la voz de alto sino sin mediar una agresión directa. Si los castigos debían ser oportunos y severos, la violencia del Estado podía ser desproporcionada y dejaba de ser excepcional para volverse rutina. La fuerza, finalmente, no debía guardar ninguna formalidad. No estaba en juego la justicia sino la seguridad, una seguridad que se llevaba puesta a la Justicia, que blanqueaba las ejecuciones extrajudiciales. La Policía estaba habilitada a gestionar castigos anticipatorios. En otras palabras, el gobierno autorizaba a disparar primero y preguntar después. 

Esa resolución hay que leerla al lado del caso Chocobar, aquel joven agente de la Policía Local de la provincia de Buenos Aires que vivía en el barrio de la Boca, y que fue testigo de un robo contra un turista. Parece que las cosas sucedieron muy rápido, porque el policía desenfundó, apuntó y disparó contra Juan Pablo Kukoc, otro joven de la provincia de Jujuy. Chocobar tomó las cosas en sus propias manos, sin medir las consecuencias, perdiendo de vista que estaba en otra jurisdicción y se había puesto más allá de la ley. 

Casi cuatro años después, el Tribunal Oral de Menores 2 condenó a Chocobar a dos años de prisión en suspenso y a cinco de inhabilitación para ejercer sus funciones. Lo consideraron autor del “homicidio agravado por su comisión con un arma de fuego cometido con exceso en el cumplimiento de un deber”. El joven imputado que escapó después del delito, que tenía 17 años cuando cometió el robo con Juan Pablo Kukoc, fue condenado a 9 años de prisión por tentativa de homicidio crimins causa y tentativa de robo.

Chocobar se convirtió en un ejemplo para el macrismo, por eso lo invitaron a la Casa Rosada a una entrevista exclusiva con el presidente Mauricio Macri, le pusieron un abogado y lo defendieron en todos los programas de televisión. Chocobar se convirtió, quizá muy a pesar suyo, en una marca de la época, un símbolo, una referencia. Las declaraciones de Bullrich eran tributarias de las palabras de Ruckauf (“meter bala a los delincuentes”) y se convirtieron en la mejor metáfora para relanzar la “mano dura”. Una política, dicho sea de paso, que iba a contrapelo no solo de los estándares internacionales de derechos humanos sino del sentido común de los propios policías. 

Porque los policías saben que casi todas las unidades penales hay “pabellones de fuerza” donde se encuentran los ex policías condenados por algún delito, entre otros, por homicidios agravados. Los policías saben que los jueces no tienen la misma biblioteca en sus despachos, es decir, no escriben la misma sentencia. Saben que hace rato los movimientos sociales referenciaron al gatillo fácil como un ítem central y que cada vez hay más agencias de noticias que siguen de cerca a las violencias policías. Es decir, saben que tienen muchas chances de ser llamados a rendir cuentas. 

Pero además nadie quiere cargar con una muerte en su expediente porque eso implica que perderá la mitad del sueldo hasta que se resuelva su situación, con el riesgo de perder el trabajo, con todo lo que eso implica. Peor aún, saben que casi nunca sus jefes saldrán a respaldarlos, sobre todo cuando los casos adquieren notoriedad y se vuelven un escándalo. Serán un fusible que volará por los aires, la manzana podrida que no tendrán reparos en sacar del canasto. 

Ser “fusible” en la propia jerga policial, quiere decir que sos el último eslabón de una cadena de mando que no controlás. Los pichis (sean los suboficiales u oficiales de menor jerarquía) saben que si se corren de la ley quedarán desenganchados, que no habrá obediencia debida que los ampare, ni familia policial que los rescate. 

Como señala el antropólogo, Tomás Bover, autor del libro que saldrá a la luz en breve, Distintos y uniformes, los policías temen cómo van a ser juzgados si les toca hacerlo el día de mañana. No sólo su muerte es materia de preocupación y reflexión colectiva, también les genera muchas dudas, tensiones y angustias saber qué puede llegar a pasarles el día que ellos maten a una persona.     

De allí que, como nos enseñó también la antropóloga Agustina Ugolini en su libro Legítimos policías, la muerte propia o ajena, el uso de la violencia letal, sea uno de los temas de rigor en las comisarías entre los compañeros de trabajo. Ugolini nos dice que hay algunos policías que se mandan la parte, que se muestran bravucones. Pero que muchos permanecen más cautos y no siguen a estos excéntricos. 

En ese sentido, tanto las declaraciones de Bullrich y la resolución del Ministerio, sembraba de pistas falsas el quehacer policial. Lo digo no solo porque la resolución avanzaba sobre facultades que son de exclusiva incumbencia del poder judicial (la administración de Justicia) sino porque contradecía el conversatorio confirmado por la propia experiencia policial, que muestra que los policías que matan tienen muchas chances de pasar una temporada en el infierno. 

La patente de corso que el macrismo firmaba no solo revelaba la incapacidad del macrismo para conducir a las policías sino el desconocimiento total de cómo opera la Policía a través de la violencia y qué criterios utiliza para autorregularla.

No está de más recordar que la Resolución firmada por Bullrich fue derogada por la actual ministra de Seguridad, Sabina Frederic, apenas asumió en sus funciones a través de la Resolución 1231 del 20 de diciembre de 2019. Lo hizo por considerar que aquella resolución, entre otras cosas, atentaba contra los principios de proporcionalidad y racionalidad del uso de la fuerza letal y no letal que rigen el accionar policial en un Estado democrático. Y, apelando a los núcleos de buen sentido, agregaba: el uso “irracional” de la fuerza incrementa la violencia en los hechos delictivos, toda vez que estimula a que los protagonistas de los delitos comentan sus acciones con armas de fuego, generando con ello una situación de mayor peligro no solo para el personal policial y para quienes delincan sino para terceras personas que se encuentren en las inmediaciones en las que suceda el hecho.   

Sabemos, como escribió alguna vez Hannah Arendt, que las estructuras no van a juicio, que difícilmente las rutinas e inercias institucionales van a desandarse a través de una sentencia por más justa y oportuna sea esta. Eso no significa que el reproche judicial sea una cuestión menor. Puede aportar confianza impidiendo que los conflictos se espiralicen a los extremos. Pero no ha sido este el caso. El veredicto en el caso Chocobar no sirve para reponer un límite a la violencia que monopoliza el Estado, no alcanza para desandar la herencia cultural que reivindicó el macrismo, hecha de violencias de larga data que surcan todavía gran parte del espectro de la política y el imaginario social. La decisión del tribunal, hecha de diferentes escalas, corrobora lo que ya tiene dicho la Justicia argentina desde hace tiempo: que un robo vale más que un homicidio o, mejor dicho, que el robo cometido por un joven morocho pesa más que el homicidio cometido por un policía morocho.

La sentencia del tribunal no cayó del cielo, habrá que esperar los términos de la sentencia para saber cuánto le deben al espíritu clasista, racista y adultocéntrico con el que trabajan muchos de sus miembros. La militancia social que sigue atenta a las distintas formas perennes de la violencia institucional, sabe que no puede recostarse en la Justicia, que los operadores judiciales forman parte del problema, no solo porque no suelen controlar las actuaciones policiales, sino porque continúan blindando a la violencia policial. Ya lo dijo también Arendt: los asesinos de escritorio son un engranaje fundamental en el funcionamiento de la violencia institucional.  

Esteban Rodríguez Alzueta
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