Los rasgos orientales de Sergio hace que lo confundan fácilmente como miembro de la comunidad china de Mexicali, muy amplia y discriminada durante mucho tiempo. Pero Tamai no le da mucho peso al racismo. “Creo que es una condición humana, producto del miedo y de la ignorancia, y claro que te afecta, pero se puede superar. A nosotros desde niños nos decían ‘chinos come caca’ y en mi familia la reacción era siempre de indignación y de orgullo, y después se transformó en espíritu de solidaridad con los otros discriminados”.

Después de haber sido misionero mormón, de haber trabajado en la Secretaría de Salud observando con sus ojos de joven misionero la corrupción de los aparatos del Estado, después de haber sido parte con orgullo patriótico del Pentathlón Deportivo Militarizado Universitario fundado por el político mexiquense Jorge Jiménez Cantú en los años treinta, expresa su vocación de hacer negocios: “Siempre guiado por uno de los principios del Libro de Mormón, de producir riqueza para ayudar el prójimo. Los negocios y el éxito personal no contrastan con el compromiso con tu comunidad. Al contrario, es una oportunidad de crecer juntos, como el principio del Jita Kyoei del judo: el bienestar para todos con la ayuda mutua. Todos tenemos un potencial enorme, y la discriminación desperdicia este potencial que, al contrario, puede enriquecer a los demás y solucionar los conflictos”.

Es gracias a su formación en la iglesia mormona, que Sergio empieza a entrar en contacto con los principios morales que todavía reconoce como su guía. “No pretendo que la gente crea en lo mismo que yo. De hecho lo que siempre hice, los movimientos sociales en los que siempre he participado, desde la lucha contra la privatización de La Rumorosa, la lucha en contra de las tarifas eléctricas, hasta el actual desafío cotidiano del Hotel Migrante, son contextos en los que todos encuentran su espacio y su motivación, la que sea, el marxismo, la socialdemocracia, el catolicismo. La mía es la palabra de Dios y el Libro de Mormón, pero lo que importa realmente es que se tenga un sentido de justicia, de lo que es positivo y negativo, de lo que es bueno y es malo. En nuestro movimiento hay de todo: ateos, cristianos, católicos y quién sabe cuántas otras confesiones, pero estamos concentrados en el servicio que tenemos que dar a nuestra comunidad”.

Sergio dice que muchos lo consideran un loco que va a molestar y a hacer bloqueos por todas partes, o un rico que no sabe cómo gastar su dinero. “Vivo de mi pequeña imprenta, la actividad empresarial que me da de comer —dice—. Y no estoy loco, más bien entiendo y creo firmemente en la importancia de organizarse como ciudadanos y de enfrentarse a las autoridades como pueblo organizado, como masa crítica, como fuerza de alto impacto que, como en el caso de los deportados, puede obligar a políticos mexicanos y a instituciones estadounidenses a escuchar tus demandas nomás porque no dejas de protestar”.

Sergio es un río de ideas y palabras. A sus cincuenta y nueve años toma fuerza de la energía que lo rodea. Desde enero de 2010, cuando empezó la aventura del Hotel Migrante, han pasado por aquí más de cuarenta mil deportados, y Sergio piensa que van a llegar a cien mil antes de que termine 2012, debido al aumento de las deportaciones desde Estados Unidos.

La noche es fría y los huéspedes siguen registrándose, en espera de su cena. Han llegado grupos de diferentes lugares de Estados Unidos. Todos han sido guiados por Hugo hasta el hotel. Sergio Tamai no para de hablar: “No logro entender lo que quiere el gobierno mexicano —dice—, pero con respecto a los mexicanos deportados no se hace casi nada, y es justamente lo que nosotros como organización estamos pidiendo a las instituciones mexicanas, en particular al gobierno federal: queremos que el gobierno apoye a los deportados como una suerte de reciprocidad porque cada año México es bendecido con los más de veinte mil millones de dólares de los mexicanos que viven en los Estados Unidos, que en muchísimos casos son los mismos indocumentados que de repente son atrapados por la policía y deportados. Entonces sería justo que el gobierno los tratara bien y los cuidara en el momento en que más lo necesitan, o sea, cuando los deportan, y no sólo que los considerara importantes cuando mandan su dinero”.

El boteo es una de las principales actividades que desempeñan todos los días los migrantes que deciden quedarse en Mexicali. Desde las primeras horas de la mañana, la zona del pasaje fronterizo se llena de migrantes con su playera verde de los Ángeles sin Fronteras que piden dinero en botecitos de metal a los automovilistas que cruzan hacia Estados Unidos. La mitad de lo que logran levantar es para ellos, la otra mitad es para los gastos del hotel. La gente que pasa en la calle está acostumbrada al boteo y sorpresivamente deja bastante dinero porque las actividades públicas de Ángeles sin Fronteras la han sensibilizado.

“Yo también empecé boteando, y de repente en el día agarro una playera verde y salgo a la calle, y sigo haciéndolo”, dice Miguel, que toma un café en su pequeña oficina, entre un grupo de deportados y otro. Son las tres y media de la noche y el tiempo parece haberse detenido. “Cuando llegué, hace casi un año, más que otra cosa me sentía traicionado, y quería recolectar rápidamente el dinero necesario para regresarme de volada al otro lado. Me agarraron por un control que hicieron en la casa de mis vecinos, que todo el tiempo se peleaban. Yo no tenía nada que ver, pero me vieron con cara de latino y por seguridad quisieron mis papeles. No los tenía. Después de dieciocho años en Estados Unidos, con una esposa, dos hijas hermosas, un buen trabajo, no había regularizado mi situación migratoria. Nunca”.

El humo del café se agota y la bebida empieza a enfriarse. Miguel casi no se da cuenta y sigue su historia. “Tienes que entender que aquí no llegan sólo los pobres. En realidad la mayoría de los que caen en el Hotel Migrante en México se considerarían de clase media alta. Las deportaciones son transversales y tienen que ver más con la raza. Claro, si eres muy rico no tienes color. Yo, por ejemplo, vendía coches en California y luego en Nevada. Me iba muy bien. En los últimos tiempos lograba levantar hasta cuatro mil dólares por semana. ¡Por semana! Sé que te parece absurdo, y claro no los ganaba todos los meses, pero podía llegar a ganarme ese dinero. Y me lo gastaba todo. Me compré una casa, coches, regalos a mi esposa, mis hijas tenían todo, y nunca pensé que a mí me iba a tocar esto. Empecé trabajando en una concesionaria de coches, luego poco a poco me gané la confianza del jefe, que apreció mi capacidad de hablar con la gente, de convencerla. Y en los últimos años me hizo vendedor. De repente todo me cayó encima.

Cuando llegué aquí empecé a buscar la forma de regresarme muchas veces. Me volvieron a agarrar o simplemente ya no pude. Y en cuanto me di cuenta de que no lo iba a lograr, en cuanto perdí la esperanza, mi esposa me dijo que ya no quería saber de mí, que ya tenía otra persona, que mejor me quedara aquí. Y eso hice, aquí estoy. Ahora trato de convencer a mis compañeros, los que llegan cada día y cada noche, que es un riesgo demasiado grande tratar de cruzar, aun sabiendo que si lo quieren hacer, nadie o nada va a poder detenerlos. Pero nosotros tenemos que intentar, porque se hizo siempre más difícil, más peligroso llegar a Estados Unidos, y a lo mejor no vale la pena”.

Este lugar es diferente de las casas de migrantes a donde llegan ciudadanos centroamericanos que buscan llegar a Estados Unidos. Aquellos son lugares de descanso y de esperanza para gente que por primera vez intenta irse para el otro lado. Aunque padezcan cansancio y hambre, aunque grupos criminales los secuestren —o los funcionarios del Instituto Nacional de Migración, la Policía Federal o las policías locales los extorsionen—, esos migrantes tienen una fuerza y una determinación en los ojos que demuestra que, a pesar de todo, no se van a rendir, van a luchar hasta las últimas consecuencias para llegar a trabajar en Estados Unidos y a mejorar las condiciones de vida de su familia.

Aquí es diferente. La mayoría de los deportados ya vivió el bienestar de Estados Unidos. Ya tuvieron dinero, ya lo mandaron a México, ya tuvieron un buen carro y una casa decente. Y de repente tienen que volver a empezar.

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