drogas

En 1998 las Naciones Unidas plantearon el quijotesco objetivo de “un mundo sin drogas”. En el curso de diez años (para 2008) debería haber desaparecido el comercio de sustancias estupefacientes o, al menos, haberse reducido de modo drástico. Los hechos, fatales en su contundencia, demostraron que, lejos de haberse siquiera aproximado a ese objetivo, el comercio ilegal de drogas sigue floreciente y en franca expansión. Y lo que también pudo constatarse es que esa consigna, que claramente podríamos catalogar de irresponsable a esta altura de los acontecimientos, habilitó la llamada “guerra contra las drogas” (previamente promovida por Richard Nixon y la DEA), que ha provocado muchísimas más víctimas que las que provoca el consumo indebido de sustancias. Esa guerra que tiene un costo estimado, anual y global, de unos 100.000 millones de dólares.

Parece mucho más realista la propuesta del periodista Emilio Ruchansky, que el año pasado publicó un libro con el provocativo título “Un mundo con drogas”, partiendo de la aceptación empírica de que las drogas conviven en nuestras sociedades y que pretender desconocer esa realidad implica querer tapar el sol con las manos para negar su existencia.

Sin embargo, pese a la demostración científica del fracaso de las políticas prohibicionistas, las exigencias de acciones policiales y judiciales contra el comercio minorista de sustancias estupefacientes, como principal política en materia de drogas, es muy frecuente. Se da principalmente en ciertos círculos dirigenciales y periodísticos, que exigen acciones contra los puntos de venta como respuesta al “problema de las drogas”, según suele sintetizarse, apelando a consignas sentimentaloides y populistas.

Ahora: ¿es factible suprimir a traficantes y consumidores? ¿Podemos pensar en acciones exitosas que, en un determinado período de tiempo, arrasen con los dealers para que los consumidores no puedan acceder a las sustancias y dejen de consumir?

Lamento informar a quienes promueven estos reclamos que no existe país sobre la Tierra, gobierne la tendencia política que se quiera, que haya logrado suprimir, o disminuir de manera notoria, el comercio y consumo de estupefacientes (acotemos que los gobiernos que invocan mano dura a la droga suelen ser los más proclives a la corrupción con los traficantes). Como se ha dicho reiteradamente, la guerra contra las drogas es una guerra perdida de antemano. La idea de un mundo sin drogas constituye una utopía irrealizable pero que, como negativo valor agregado, en la medida de su imposible realización, produce una generalizada frustración. La falta de resultados (insisto, imposibles de alcanzar en la medida que se pretende) genera malestar y desánimo en buena parte de la población, dejando la sensación de que “no se hace nada”.

Los que reclaman acciones policiales y judiciales contra el comercio de drogas, como principal política pública, suelen ser los mismos que, para justificar su demanda, vinculan a las drogas con la inseguridad y los hechos delictivos.

También discrepo con esa definición. Los consumidores que delinquen (o, al menos, los que cometen el tipo de delitos que preocupa a los que reclaman estas acciones) representan un porcentaje pequeño del universo de individuos que consumen sustancias estupefacientes. El consumo de drogas se encuentra extendido en la sociedad y, de ninguna manera, la mayoría de las personas que lo hace se vuelca al delito por el solo hecho de consumir. Una noción de esa índole constituye un reduccionismo que no nos permite ver la realidad tal cual es. Y no ver la realidad como es, conformarnos con placebos, con argumentos inconsistentes, nos impide relacionarnos de un modo realista frente al tema de las drogas.

La vinculación de la droga con el delito es falsa de falsedad absoluta. El problema de las personas que cometen delitos luego de haber consumido sustancias estupefacientes no es una consecuencia de las drogas. El problema es la marginalidad, la falta de integración y la carencia de recursos que imposibilita a los individuos administrar sus propias vidas y manejar responsablemente el consumo de las sustancias que ingieren. Dicho con otras palabras, el problema no son las drogas (que en definitiva son sustancias neutras, inanimadas), el problema son los consumidores y la forma en que se relacionan con los productos que consumen.

Una perspectiva realista en materia de políticas públicas sobre drogas nos coloca frente a la posibilidad concreta de adoptar medidas conducentes y efectivas, abandonando las recetas notoriamente fracasadas. Me permito sugerir, de modo preliminar algunas líneas que, sin la pretensión de la novedad, nos permitirían relacionarnos en forma adulta y responsable frente a este tema.

1) Asumir y admitir que vivimos en un mundo con drogas, y que pretender su eliminación constituye una utopía irrealizable (e indeseable para algunos).

2) Definir de qué modo nos vamos a relacionar con las drogas, cuál va a ser el vínculo de convivencia que vamos a mantener y cómo vamos a administrar esa relación.

3) Asimilar experiencias exitosas, que están controlando las consecuencias deletéreas e  indeseables del consumo de estupefacientes, avanzar en procesos paulatinos de legalización de las sustancias, posibilitando la regulación estatal del mercado, única alternativa posible de reducir los comercios ilícitos (tráfico ilegal).

4) Sobre la plataforma de la legalización, ubicar los casos de consumos problemáticos para brindarles asistencia y posibilidades de mejorar sus formas de vida.

5) Reservar el sistema penal para las graves transgresiones al comercio de drogas, reemplazando la persecución de consumidores y microtraficantes por políticas públicas de integración social.

Mientras tanto continuaremos acumulando causas de narcomenudeo, emitiendo condenas con la certidumbre de lo inconducente. Lo de siempre. Si queremos conseguir otros resultados, mejores, diferentes, que nos conduzcan a un modelo de sociedad superador, no puede insistirse con las mismas recetas.