Cristian Alarcón. Télam.-

La muerte vino como viene una mano larga y flácida que la suelta a doña Eli, justo cuando la correntada empuja, y la deja sola, en medio de la noche, mientras el ruido de la furia lo ocupa todo. La lluvia golpea en los techos, la correntada increíble se desplaza puertas y ventanas adentro de las 314 casas del barrio, hasta alcanzar el metro setenta volviéndola a sus 88 -encorvada por el reuma, sorda, ayudada por un bastón- más pequeña aún; tan silente como una muñeca que no puede evitar el naufragio. En el fondo del barrio, cerca de la calle Melián, último pasillo, su vecino Gustavo Sánchez, de 27, macizo como buen fletero que levanta muebles de lunes a viernes, hizo lo que pudo: llevó a su familia al techo de una casa un poco más allá, sacó a los tres perros que se ahogaban en el comedor, y escuchó en medio del sordo barullo del temporal, la voz clara de doña Eli, la vecina más querida de la cuadra, la mujer que preparaba las mejores empanadas árabes de Barrio Mitre. Con su amigo Maxi intentaron entrar por el frente de esa casa celeste; no pudieron abrir. Les llevó unos minutos llegar por una claraboya del techo.  La rompieron, se lanzaron. El agua, helada, salía a borbotones del inodoro. Avanzaron a tientas hasta el living. “Y ahí la encontramos flotando boca abajo. Había muerto ahogada, pobrecita la Abuela”. La llamaban Doña Eli. Se llamaba Olivera Aduviges.

En el barrio Mitre casi nadie dormía la noche del temporal. O miraban tele, o conversaban, mientras la lluvia pertinaz caía despacio. Le tenían miedo a lo que se anunciaba con esa persistencia. Las familias numerosas que viven en las casas levantadas en 1958 -ahora hijos y nietos de los fundadores- miraban por la ventana si el agua se acumulaba o corría. La pispeaban, desconfiados, con las compuertas que ellos mismos han fabricado para frenar la corriente cuando la lluvia se pone intensa, listas para ser usadas en cada entrada. Es así desde 2009 cuando se inauguró el edificio de 11 mil metros cuadrados de la empresa IRSA, el Shopping DOT, donde muchos de los vecinos trabajan. No es que antes no hayan conocido el agua, porque el barrio siempre ha estado en la zona más baja de los alrededores del Arrroyo Medrano, pero cada vecino sabe que las inundaciones se pusieron fuleras después del DOT. Ellos mismos, muchos albañiles experimentados, vieron las obras de desagüe que hicieron entonces en la calle Arias, la que divide el barrio del parque de enfrente y del gran edificio. Gustavo Sánchez estaba con sus hermanas y un cuñado jugando a las cartas. A eso de las tres de la mañana arreció la tormenta, con goterones veloces, y el nivel del agua subió en pocos minutos.  Por Correa, el fondo del barrio, desde la calle Ruíz Huidobro, bajaba lo que Gustavo llama “un tsunami negro”. “No sabés lo que era esa correntada, loco. Arrastraba basura, autos, gente, todo”. Gustavo volvió a su casa, puso la compuerta; todavía lograba frenar la entrada del agua. A los dos minutos “otra ola enorme bajó desde el DOT”, y entonces la compuerta dejó de servir: el agua pasó la altura de la contención, de casi un metro cincuenta. Y se cortó la luz. En la oscuridad el agua pareció envalentonarse: entró por las ventanas, que cedieron ante la fuerza de la corriente. Gustavo entendió en pocos segundos que lo perdían todo, que no había nada que salvar más que el pellejo, y subieron al techo, ayudaron a una familia vecina con un bebé. En esas estaban cuando se oyó la voz de Doña Eli. Su pedido de ayuda.

La calle Arias divide el mundo sin medias tintas. De ese lado, la mole de concreto propiedad de IRSA. Del otro, las casitas bajas, tapia con rejas, jardín floreado al frente, un par de ventanas; la puerta, en medio. La casa de Rosa De La Colina, 75 años, diez hijos, está pintada como la de Doña Eli, de celeste clarito. Sobre el frente la familia despliega las pocas cosas que salvaron de la inundación. Algunas prendas están tendidas sobre la soga que une a dos plátanos. Una valija y dos frazadas se escurren sobre sillas. La ropa se seca en perchas, en un ténder, sobre la reja de la tapia. Sobre la mesa del living toman sol tres muñecas: una colorada, una rubia, una morena. En una foto sepia una pareja camina al altar. Revistas El Gráfico, más ropa, por aquí y por allá. Y la memoria de Rosa: “Cuando nos inundamos la vez pasada, el agua salía de la boca de tormenta en el medio de la calle”. Ese punto de la calle Arias es clave para comprender el intrincado camino del agua que mató a doña Eli. Desde 2009, cuando el Gobierno de la Ciudad autorizó a IRSA a modificar los desagües pluviales por debajo de la calle Arias para desagotar allí lo que se acumula en sus tres enormes subsuelos ante cada lluvia, el agua comenzó a desbordarse como describe Rosa.  Es el agua que de los subsuelos del DOT, en los que se estacionan hasta 700 autos, es sacada con 7 bombas. Se suponía, en la cabeza de los ingenieros que diseñaron el inteligente sistema, que el líquido se dirigiría pacífico hacia el Arroyo Medrano.  No ha sido así.

Los habitantes del barrio Mitre se asesoraron con el abogado Mariano Przyvylski y presentaron un recurso de amparo judicial contra el Gobierno de la Ciudad. Son diez nombres y apellidos de vecinos que representan a los otros cientos de afectados. En el mes de mayo le pidieron al Juzgado 10 del fuero Contencioso Administrativo y Tributario de la Ciudad el amparo y que ordenara una medida cautelar para que se hiciera una obra que frenara las inundaciones. El amparo está demorado porque es la cuestión de fondo: en la Constitución de la Ciudad, a diferencia de la nacional, el Estado garantiza el derecho a la vivienda, por eso los ciudadanos pueden presentarse ante un juez para que se cumpla con ese derecho. La cautelar, una medida provisoria y urgente para que no empeore la situación de los actores de una demanda hasta que no se resuelva la cuestión de fondo, fue rechazada por el juez. El expediente 44462/12 pasó a la Sala III de la Cámara de Apelaciones. Allí, aunque en vano como lo indica la muerte de doña Eli, la cosa prosperó judicialmente en septiembre: como en esos meses el Gobierno de la Ciudad no hizo nada, la Sala III convocó a una audiencia al Gobierno y a los vecinos para buscar una salida. Ante los jueces, los expertos de la Ciudad dijeron que investigarían el sistema pluvial del DOT y que harían un diagnóstico en diez días. El incumplimiento del plazo hizo notar con crudeza la desidia. Dos meses y nada. Los jueces amenazaron a Diego Santilli, ministro de Ambiente y Espacio Público, con multarlo por cada día de atraso. Entonces sí, se presentó el informe y en él, para sorpresa de todos, el Gobierno admitía su responsabilidad por haber autorizado obras que perjudicaron a los vecinos y que por lo tanto debía repararlo. Otra vez se durmieron.

Rosa vive con cuatro de sus diez hijos en esa casa ahora sometida al secado lento de los días. Desde su ventana ha visto el drama que origina el desagüe del DOT, porque justo enfrente se hizo la obra que traía el agua de los subsuelos tirada por bombas. “Cuando nos inundamos la vez pasada, el agua salía de la boca de tormenta en el medio de la calle”, dice. Ese fue parte del reclamo que le hicieron al Gobierno los vecinos en la justicia. Y por eso el 6 de diciembre se pusieron furiosos cuando ante una lluvia fuerte se inundaron otra vez; ya había ocurrido en noviembre. Era claro para todos que al sacar el agua de sus tres subsuelos en los que hay estacionamientos y bombearla hacia esos caños que van al Arroyo Medrano les trasladaban el problema en pocos segundos. Ese día, medio centenar de vecinos enojados protestaron en el shopping. La noticia en los medios fue equívoca: hablaron de saqueos. En realidad hubo empujones y forcejeos cuando quisieron entrar a protestar por el agua y la seguridad privada los quiso frenar. Después de esa trifulca los jueces volvieron a citar al Gobierno el 16 de diciembre. Los de la Dirección de Obras Hídricas de la Ciudad dijeron que harían arreglos en los caños de desagüe de la calle Arias –frente a la casa de Rosa—para desagotar en un piletón del tamaño de una cancha de fútbol que se haría en el DOT. Pasó la feria judicial, el verano, y nada; la desidia.

Como no hicieron nada, en marzo, los jueces volvieron a intimar y a poner multas al Ministro. Les dieron cinco días. No cumplieron. Recién tres días antes del temporal, hicieron una obra: doña Rosa vio como tapaban las salidas de desagües frente a su casa celeste, en la  calle Arias. “El Gobierno de la Ciudad tapó la calle pero nunca hizo el empalme de caños para llevar el agua al reservorio que hizo el DOT”, explica el abogado de los vecinos. Consultado por Télam, el encargado de la comunicación institucional de IRSA, Sergio Dattilo, dijo sobre el punto: “Tapaste la boca de tormenta como pidió el GCBA, ok, pero el agua salió por otro lado. A los vecinos el agua salía por los inodoros, por la pileta de la cocina, por las bocas de tormenta. El agua siempre busca por donde salir”. Dattilo es un experimentado periodista de economía que revistó en Ámbito Financiero hasta que fue nombrado al frente de la comunicación del Holding propiedad de Eduardo Elsztain, y considera que DOT sufrió de linchamiento mediático. “Hicimos todo lo que nos pidieron. Todo, todo, todo. Y más. Porque nadie nos pidió que lleváramos alimentos, ropa seca, colchones el mismo martes después de la tormenta”, dijo.  Y explicó que la obra cuestionada ahora pero hecha “por indicación” del gobierno porteño se trata de un pluvioducto que sale de la puerta del shopping por Arias, cruza unos 700 metros más allá de las vías del ferrocarril Mitre y empalma con el M19, que es un caño colector de agua de lluvia que pasa por debajo de la calle Holmberg. Ese caño lo lleva hasta la calle Ruíz Huidobro, del otro lado del barrio, que es donde desagota el entubamiento del arroyo Medrano. Desde allí es donde Gustavo Sánchez vio que venía “el tsunami negro” que antecedió a la ola que llegó desde el DOT la noche de la tragedia. “Ni una sola gota de agua de lluvia que cae en el Shopping DOT va a parar al Barrio Mitre”, juró Dattilo a Télam. El anterior gerente de Relaciones Institucionales de IRSA fue, durante diez años, nada menos que Augusto Rodríguez Larreta, hermano de Horacio, el jefe de Gabinete porteño.

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Rosa seguía el humor de la lluvia con el oído, y por las dudas, cada tanto salía a ver si el agua subía. Trabaja limpiando casas por horas y hace collares con cuentas, “cosas lindas”, que luego vende en el Parque Saavedra para sumar unos pesos. Así que mientras miraba una película hilaba collares. A las 3 de la mañana quiso creer que ya no avanzaría el agua. Apenas se había metido a la cama cuando escuchó los gritos de su hijo Daniel: “mamá, mamá, nos inundamos”. En quince minutos el agua entraba por las ventanas como una cascada. En medio de la oscuridad querían salvar las cosas de los cajones, pero se les caían de las manos. Quiso salvar un rosario de plata, herencia de su madre, pero el agua se lo arrancó de la mano. Con su marido subieron las sillas a la mesa y se sentaron arriba, pero el agua los alcanzaba. Uno se los hijos los ayudó a trepar al techo de una vecina. Desde allá, en las sombras, vieron cómo el agua hizo volar el cemento con el que el Gobierno había tapado el desagüe de la calle Arias. Al día siguiente pudieron ver junto a la reja que da al parque, mirando hacia el DOT, un pozo de dos metros por cincuenta, la tierra removida, la vereda hecha trizas. “Es terrible, pero es de la naturaleza. Qué vamos a hacer. Sabemos que esta obra está mal hecha –dice Rosa–. Pero ¿qué vamos a hacer nosotros contra ellos? Contra los que tienen plata nosotros no podemos hacer nada”.

El hombre se siente un matambre dentro de una remera que le prestó su hijo hace cuatro días, y lamenta la pérdida de los recuerdos y de su “405 del 93, joya nunca taxi, bien petitero, llantas, equipo Sony, 4 lindos parlantes, techo eléctrico, hasta limpiaparabrisas en las luces tenía”. Lo dejaba estacionado sobre Ruíz Huidobro “para que ningún envidioso me lo rayara”. También se inundó. “Cuando lo fui a ver tenía agua como una pileta. Y ahí está. Perdido”.  Mario Tomassi, 58, empleado de OCA, llegó al barrio en el 83. En el 85 vivió una inundación parecida a esta, aunque entonces no murió nadie. Salvó solo la escritura de la casa, que les regaló su suegro, la 247. La noche del agua escapó hacia los techos cruzando un río que venía desde el DOT y desde todas partes, porque  salía del inodoro, de los desagües internos, de los sumideros. Las cloacas, las napas, todo había subido a la superficie. “Desde que se hizo el DOT-dice-  viene mucha más agua para acá, viste. Esto fue una locura”.

A Héctor Spadonni el agua lo amenazó hasta acorralarlo. En su silla de ruedas, a los 68 años, con las piernas amputadas por una diabetes, se desveló al mirar por la ventana cómo se formaba ese río imparable. Cuando iban 30 centímetros le dijo a su hijo, que vive en la casa construida en el techo de la suya, que sacara el taxi. Y pensó en su taller de la vuelta, donde arregla electrodomésticos, sobre todo ventiladores. Esperó viendo cómo el agua le subía por la silla, hasta que le llegó a la cintura. Por un momento creyó que podía morir ahogado. Pero apareció su amigo, el Negro Santiago, un morocho gigantón, al que le dice “mi ángel negro”. Santiago lo tomó en brazos, y en esas llegó el hijo: subieron al techo, como todos a esa misma hora oscura. Desde el techo, en su silla, el hombre calculaba el daño. La pérdida de todo su taller. La de los muebles. Y al escuchar los gritos en medio de la noche, pensaba en la empresa de sus desvelos, IRSA, la dueña de 14 shoppings, uno de los mayores grupos inmobiliarios del país. Será porque entiende de casas, de caños, de electricidad y de electrónica, porque siempre le gustó saber cómo funcionan las cosas, Horacio parece un experto en obras hídricas:
“El barrio se inunda, sobre todo desde el DOT. Hicieron unas tuberías que cruzan el barrio de una punta a la otra hasta la desembocadura del Arroyo Medrano. Cada vez que llueva, el DOT va a prender las bombas y va a nivelar las napas a costa nuestra. Los caños no dan abasto para ese caudal de agua, entonces el agua revienta, sale por todos lados. Por el fondo de tu casa. Por el inodoro. Por las piletas. Las bombas del DOT tiran, cada una, una bocanada de 3 metros por 1 que baja desde el alto como una cascada. Vos vieras como viene el agua desde el DOT bajando como una ola que arrasa los pasillos del barrio llevándose todo por delante. Si Macri hubiera hecho las cosas como se deben no estaríamos hablando de esto. Si hubiera auditado las obras como corresponde, no habría inundación ni víctimas.”

A Héctor, la historia de Doña Eli lo lleva a un malestar que se pega a sus propias pérdidas porque al comienzo, apenas el desastre de la desidia golpea, nada se puede diferenciar; es como un hedor que se pega a la piel. Habla de la vecina muerta, de sus empanadas, de sus locros, de su persistencia para criar los cuatro hijos, para soportar al Turco del marido que tenía sus cosas jodidas, habla y no para de hablar. Habla de su computadora, de cómo se le caían las lágrimas al ver que se le iba, porque después de que le cortaron las piernas esa era toda su distracción. Habla de lo perdido porque solo hablar se puede apenas lo perdido se fue. Habla y de tanto hablar no puede evitarlo, dice que hubiera preferido morir, que estar lisiado y pobre, sin trabajo, sin taller, sin fotos de sus padres, sin aliento, es peor que la muerte. Lo dice convencido.
-Te digo de verdad: tal hubiese sido mejor morirse ahogado.

Héctor está vivo, y por ese hecho irreductible puede pensar y recordar a doña Eli y su paso lento con bastón cada mañana a hacer las compras. La recuerda como esa “vieja turca, macanuda, de marido turco” que había quedado sola. Todos los días la veía pasar rumbo al supermercado chino. La quería. De chico la conocía porque Héctor fue a la escuela con Cuqui, el hijo con el que ella vivió hasta que un ACV se lo llevó hace dos años y medio. La vio una semana antes de la inundación, de la muerte. Compartieron un remís. Ella le contó que esperaba a la familia para comer en las pascuas. “Me imagino la impotencia que debe haber sentido de estar sola y ver como el agua subía hasta taparla sin que ella pudiera hacer nada”, dice Héctor, y le vuelve esa ahogada idea de la muerte.

Olivera Eduviges tuvo un último amigo, un tipo que habla y habla, pero lo hace con una cadencia literaria: elige las palabras como quien elige el traje para una fiesta de gala. Gustavo González empezó por pasearle el perro, Aarón se llamaba, y luego le ayudó en la limpieza. Terminaron en una amistad de confesiones mutuas. Ella sabía que en el barrio a Gustavo los pibes le dicen Macarena. El sabe que ella nunca quiso irse, que sus hijos querían llevarla a vivir a otros sitios pero que doña Eli, o Eli a secas, como él le decía, solía aferrarse en el último momento a su bolso y a su puerta en la casa celeste. Sabe también que era tanguera, que escuchaba con devoción a Goyeneche, y que Eli tenía miedo y por eso a la puerta de su casa le había puesto dos cerraduras, un pasante, una cadena y un candado. Lo sabe como lo supieron Gustavo Sánchez y Maxi, los pibes que la encontraron flotando en al agua helada. “Era una mujer… -dice el amigo-, ¿cómo te puedo decir? Quiero una palabra que signifique; pero no ‘detallista’, que es chillona y no me gusta. Eli era meticulosa, eso era: meticulosa”.

Meticulosa es, justamente, lo opuesto a desidioso. El meticuloso se ocupa, se fija, controla, y solo se tranquiliza si las cosas funcionan. El que actúa con desidia es un no deseante, uno al que el otro no le importa. Lo pueden la pereza, que lo lleva a la negligencia: o sea deja de ocuparse del que debería. Rompe con las reglas. En este caso, lo evaluará el fiscal José María Campagnoli, veremos si se incumplió a tal punto que en los funcionarios responsables del área y en el jefe de todos ellos, Mauricio Macri, hay un culpable. Uno de los investigadores de la fiscalía de Saavedra le dijo a Télam que el caso podría ameritar una investigación que los alcance y que es probable que la causa por averiguación de muerte se convierta en homicidio doloso. Al menos el fiscal debe tomar nota de las causas existentes: la 44462 será fundamental. Si los familiares se presentan como querellantes impulsarían esa línea, pero en la fiscalía creen que no es necesario. En la muerte de doña Eli quizás la mano de la justicia alcance con su fuerza la mano larga y flácida de la desidia, la misma que la soltó cuando la correntada empujaba y la dejó sola, en medio de la noche, mientras el ruido de la tempestad lo ocupaba todo.

Investigación: Federico Schirmer y Franco Lucatini.