Manta Ecuador

El informe de la Comisión de Asuntos Internacionales del Ecuador indica que la FOL ejecutó más de 7726 misiones desde 1999 hasta 2009, con un total de 1758 toneladas de droga aprehendida en toda la costa del Pacífico, la cual engloba a alrededor de 11 países. Sin embargo, las consecuencias de estos operativos van más allá de la droga incautada.

Erika Astudillo.-

Al llegar a Manta no se puede escapar del olor a aguas servidas. A 25 grados centígrados en la noche, llega también el aroma a pescado que recuerda que es uno de los puertos marítimos más importantes del Ecuador. Hasta el 2009, allí funcionó una base militar norteamericana. Sus huellas todavía pueden verse en la arquitectura y en la población: los cabarets vacíos, madres solteras con niños de ojos y cabello claros, comedores enormes pensados para atender a los marinos que venían a combatir el narcotráfico.

Hay otras cicatrices menos perceptibles. La Asociación Latinoamericana para los Derechos Humanos denunció que hasta el 2006 se habrían hundido cerca de 40 barcos comerciales, dentro de las 200 millas de mar ecuatoriano, bajo la sospecha de tener vínculos con el tráfico de drogas y personas.

La carretera le da un toque moderno a la ciudad. Los autos pasan a gran velocidad, sin perder de vista el mar. En el centro hay dos parques principales. Están limpios, llenos de flores y una iguana verde recibe a los visitantes. Los mantenses pasean, otros toman un refresco bajo la sombra de los árboles. Las ventas de agua de coco, helados de hielo, dulces típicos y hasta recargas de celular, marcan el ritmo.

El Terminal Terrestre de Manta no duerme. En medio de la entrada y salida de buses, y de la bulla de pasajeros que llegan y se van, María Urgiles permanece sentada en su puesto de venta de dulces típicos.

Viste un jean y una camiseta celeste. “Me puse zapatos deportivos porque hoy vamos a caminar”, dice con voz firme. El cabello recogido hace que su sonrisa resalte en su piel blanca.

“Yo no tengo miedo de hablar”, dice.  “Yo me enfrento a quién sea con tal de que se haga justicia. Yo solo quiero que mi hijo y yo tengamos un lugar a donde acudir para llorar a mi esposo muerto y que se reconozca el mal que nos hizo la base americana que permaneció aquí por nueve años”.

En el año 2000, un Puesto de Operaciones Avanzadas de Estados Unidos (FOL) se instaló en Manta. Ecuador firmó un contrato para que las fuerzas americanas utilicen las instalaciones de la Fuerza Aérea Ecuatoriana y monitoreen el tráfico de droga.

Las fuentes oficiales evitan hablar de los efectos positivos y negativos que la armada estadounidense dejó en el Ecuador. “Para mi fue un error el que se vaya la base, pero eso no lo puedo decir para que sea publicado”, fue la única respuesta  de una funcionaria del Ministerio del Interior.

El informe de la Comisión de Asuntos Internacionales del Ecuador indica que la FOL ejecutó más de 7726 misiones desde 1999 hasta 2009, con un total de 1758 toneladas de droga aprehendida en toda la costa del Pacífico, la cual engloba a alrededor de 11 países. Sin embargo, las consecuencias de estos operativos van más allá de la droga incautada.

A diez minutos del terminal está el barrio Los Esteros. Algunas calles no tienen pavimento y hay algo de basura en las aceras.  Frente a una cancha de fútbol con césped artificial, se encuentra la herrería de Don Hermegildo Santana. Él está sentado a la entrada de su taller a lado de Cabil Mera y Freddy Farías. La embarcación de Cabil fue hundida en alta mar. Esta pérdida le significa hoy una deuda de un millón de dólares. Su casa fue embargada y hasta la actualidad no ha podido conseguir otro trabajo. El barco de Freddy fue detenido como sospechoso de transportar droga, una vez que los tripulantes fueron evacuados, la nave fue incendiada por las autoridades americanas. Y Don Hermegildo perdió a su hijo cuando el barco Jorge IV fue hundido. Todos están a la espera de una respuesta.

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Los tres hombres se reúnen a menudo con María para comentar los avances en la resolución de cada uno de sus casos. Entre todos formaron la Asociación de Víctimas de las operaciones de la FOL junto con otras 20 mujeres que perdieron a sus esposos o hijos pescadores. Se llaman a sí mismas “Viudas del Mar”.

María tiene presente el 6 de junio del 2002, cuando su esposo se embarcó en el Jorge IV, un barco pesquero en el que solía trabajar junto con otros 18 pescadores. Les esperaba una misión de 15 días en alta mar.

Pasó ese tiempo y María aún no recibía noticias de su esposo. Acostumbrada a retrasos y otros imprevistos, no se inquietó sino hasta una semana después. Alguien la visitó en su hogar y le dio la noticia: los 18 pescadores y el Jorge IV habían desaparecido, sin rastro alguno.

“Los de la base”, dice ella, “con tanta tecnología, con tantos aviones, solo nos cerraron sus puertas y no se preocuparon por lo que pasó cuando ellos monitoreaban esa zona marítima. Nos decían que hagamos el reclamo directamente en Estados Unidos”.

Ella, junto al resto de familias, decidió pedir respuestas de las autoridades locales. Sin embargo, las puertas cerradas se volvieron comunes. María cuenta que las autoridades del puerto de Manta exigían la compra de combustible para realizar las búsquedas respectivas. Ninguna de las cartas al Presidente de la República, Rafael Correa, fue contestada. Menciona a algunos funcionarios que sí les tendieron una mano, “pero de nada valen las buenas intenciones”, concluye.

María es la única de las esposas de los pescadores desaparecidos que no se ha vuelto a comprometer. “No soporto que nadie me controle. Los dos únicos hombres de mi vida son Dios y mi hijo”, asegura. Ella conoce bien los términos pesqueros y las condiciones marítimas del Pacífico. “Varios barcos se hunden”, dice, “pero siempre queda rastro, siempre hay un sobreviviente y más restos”.

La Comisión de la Verdad de la Asamblea Nacional y varias organizaciones de defensa de los derechos humanos verificaron que el hundimiento de barcos y las torturas a pescadores fueron responsabilidad de los oficiales americanos. Todos los casos, cerca de 100, están archivados en la Fiscalía, informó su abogado Marco Martínez.

María es hija de una familia gitana. Lleva el caminar en los genes. Nació en Venezuela, y a corta edad llegó a Manta. Lleva viviendo allí 35 años. Con esa sangre gitana ha recorrido Quito y Manta buscando respuestas.

Antes de la desaparición de su esposo, era ama de casa. Él había trabajado como pescador durante cinco años y había prometido que el viaje del 6 de junio sería el último, pues quería trabajar en tierra firme para pasar más tiempo con su familia. Con la desaparición, María tomó, de pronto, las riendas del hogar. Sin esperanzas de que su pérdida sea económicamente reconocida, empezó a trabajar. Limpiaba casas de los asambleístas que en ese tiempo reformaban la Constitución del Ecuador, en la ciudad de Montecristi, en el 2008. En aquella reforma se incluyó un artículo que prohíbe la presencia de bases militares extranjeras en el país alegando a resguardar la soberanía ecuatoriana. En el 2009 culminó el contrato con la FOL y los militares americanos abandonaron el Ecuador.

En consecuencia, trabajadores ecuatorianos – conserjes, choferes, asistentes – se quedaron sin empleo. Otros viajaron a Estados Unidos. Disminuyeron las ventas en algunos comedores y bares que eran frecuentados por los militares. “Cuando los gringuitos estaban aquí surgieron las ‘chicas prepago’. Muchas se quedaron en Manta como madres solteras, otras se fueron junto a los americanos”, recuerdan algunos pobladores.

María destaca que uno de los mayores logros de la Asociación de Víctimas de la FOL fue poner su situación sobre el tapete político y que sus casos, aunque aún sin resolución, sean tomados en cuenta para la elaboración del proyecto de Ley de Víctimas. Esta reconoce las pérdidas de las familias afectadas por violaciones a los derechos humanos. El documento aún está en la lista de pendientes de la Asamblea Nacional. Gracias a esta ley, ella y el resto de víctimas recibirían una indemnización por los daños causados. Los montos dependen de cada caso en particular.

Entre tanta lucha, María ha continuado con su vida. En el 2009, consiguió un puesto de venta en el Terminal Terrestre de Manta, en donde ofrece los dulces típicos de Manabí. Gana entre $10 y $15 diarios. Sus principales gastos son alimentar, educar a su hijo y arrendar un departamento. Se muda constantemente buscando rentas convenientes. En la última inundación de invierno perdió ropa y otros accesorios del hogar.

Después de 11 años, María todavía se muestra fuerte, pero no niega estar cansada de la burocracia y de las puertas cerradas. “Para ellos -policía, abogados, asambleístas, etc.- es fácil decir que es un hecho pasado, pero ellos no han sufrido todo lo que nosotros pasamos”, dice. “Esa Ley de Víctimas es mi última esperanza: me ayudaría a darle a mi hijo lo que su padre no pudo”.

El hijo de María tenía apenas un año cuando el padre desapareció.  Ahora ya tiene doce. María temía contarle la verdad, y por algunos años la ocultó, manteniendo en el hijo la esperanza de que el padre regresaría. “¡O por lo menos, con la esperanza de que me dejen verlo muerto!”, dice mientras toma un sorbo de gaseosa.

Finalmente, María le contó la verdad. Ella recuerda que él la culpaba por la desaparición del padre. “Si ni yo misma me puedo explicar sobre su muerte, ¿cómo le voy a explicar a mi hijo?”, repite varias veces.

Por ese trauma, el niño recibió ayuda psicológica en su escuela. Como parte de la terapia, le escribió una carta a su padre. En ella le pregunta: “¿dónde estás? ¿Por qué te fuiste? Me siento solo…me haces falta…”.

El tratamiento, dijeron los psicólogos, finalizará cuando él arroje la carta al mar.

Esta crónica es resultado del taller sobre cobertura transfronteriza del narcotráfico, organizado por la Fundacion Gabriel García Márquez para un Nuevo Periodismo, con el apoyo de UNESCO e International Media Support (IMS). Sebastián Hacher, editor de Cosecha Roja, fue el editor del trabajo.