Por Juan Carrá – Para Cosecha Roja

La pistola está sobre el mostrador de la agencia de lotería. Pablo tiembla. Quiere hablar y la voz se le aflauta. Del otro lado una mujer de unos 60 años lo mira sin entender.

– Dame la guita

Dice Pablo con tan poco énfasis que la orden parece sugerencia. La mujer, sin quitarle los ojos de encima, mete la mano detrás de una mampara. Un perro dóberman sale a los saltos y escolta a su dueña. Ladra, muestra los dientes cargados de baba espumosa. Las orejas en punta. La cola rebanada. Pablo no tiene más espacio en su cuerpo para el miedo. Está tan asustado que levanta el arma y apunta.

– ¡Dame la plata o te mato al perro!

Se olvida de todo. Incluso de que el animal puede atacarlo. La mujer pone en el mostrador un poco de efectivo. Pablo lo agarra y corre. Aprieta fuerte la nueve milímetros de plástico.

 

***

 

Era de noche. Cerca de las nueve. El sonido largo del timbre interrumpió el juego de Pablo y Marina, su hermana mayor. Sobre la mesa de un comedor gigante intercambiaban las caras de los famosos en una vieja revista Gente. Su hermano de poco más de un año dormía. Nora, la mamá, deambulaba autista en su sueño blanco, enfundada en un camisón que no se sacaba hacía días.

Más de veinte años después, Marina se acuerda que fue una época muy jodida. Nora no estaba bien y ella, con 11 años, tenía que hacerse cargo del bebe, de Pablo, de la ropa, de la comida.

– Hubo veces que íbamos al colegio con el guardapolvo mojado.

Ninguno sabe quién abrió la puerta aquella noche. Sí que más de diez hombres vestidos con camperas negras entraron y les ordenaron quedarse quietos. Tenían itakas, revólveres. La Brigada de Drogas Peligrosas de la Policía de Córdoba había llegado a la casa, a poco del centro de Río Cuarto, por una denuncia. Un vecino lo había visto a Carlos –el marido de Nora– escondiendo una bolsa negra en el patio.

Llevaron a Pablo y Marina con el bebé a la pieza. Nora quedó en el comedor. La interrogaron.

– Mi mamá alcanzó a darme el bebé y me dijo que en el pañal había escondido algo.

Apenas los tipos se fueron Marina abrió el pañal y encontró plata y una pulsera de oro. Antes, la policía había dado vuelta la casa, tirado todo y preguntado por la cocaína. Hasta que fueron al patio y encontraron la bolsa en la que Carlos guardaba marihuana.

Los primeros rayos de sol asomaban cuando los llevaron al comedor. Por la ventana Pablo vio pasar a Carlos por la vereda de enfrente. Lo vio seguir de largo mientras los hombres de civil esposaban a su mamá. Era julio de 1986, faltaban pocos meses para que Pablo cumpliera 10 años.

 

***

Pablo boludeaba en las esquinas de Soldati con su arma de juguete. No estaba solo. Los pibes que se drogaban con él lo acompañaban también en esa.

En 1995 había ido a Soldati a visitar a su madre. Otra vez la vio perdida en los caminos de la cocaína. Tuvo que decidir: irse y seguir su vida o quedarse y ayudarla. A ella y a sus dos hermanos menores. Se quedó. Pero la Argentina de los noventa no tenía lugar para los de abajo. Decenas de currículum con los datos de muchos Pablos boyaban en los tachos de basura de más de una empresa.

– Yo veía que los pibes salían un par de horas y volvían con guita.

Cuenta como prólogo. Algún maxikiosco y la lotería armado con el juguete. Después vinieron los taxis, ya con un fierro de verdad. La plata era poca, pero servía para algo de comida y la dosis diaria de merca. Los amigos de Pablo se bajaron de a uno. Él no.

 

***

El 14 noviembre de 1980, Pablo se preparaba a soplar cuatro velas. Por entonces vivía en Mar del Plata con su mamá y Marina. El papá estaba internado por drogas en un neuropsiquiátrico en Corrientes. Ese día tenía una salida y quiso visitar a su hijo. Caminó por la ruta con la intención de recorrer los 900 kilómetros que lo separaban de Pablo. Un camión lo atropelló en el camino. Para la ley, él se tiró debajo. Para Pablo es una nebulosa. Él no cree que se haya quitado la vida. Tampoco tiene pruebas de lo contrario.

 

***

El pelo despeinado, pero prolijo le da un aire juvenil. Las cejas gruesas, despobladas, anticipan una mirada profunda. La barba candado robustece su rostro. También le agregan un par de años a sus 35. Pablo tiene una cicatriz arriba de su ceja derecha. Hay que fijarse bien para verla, si no se mezcla entre las primeras arrugas de la frente. Mientras recuerda, con el índice de su mano la señala. La recorre de principio a fin sin equivocar el lugar ni en un milímetro. Como si aún pudiera sentir el dolor de esa herida que lleva más de 15 años.

Pablo se había quedado con su madre. Nora había recalado en el viejo departamento de la familia, el C de la escalera 86 tira 27 de los míticos monobloks. Esos enormes monstruos de cemento pintados de colores, que vistos desde el cielo parecen una estructura de rasti a medio terminar. Tienen 1400 viviendas pensadas para alojar a 18 mil personas. Toda una pequeña ciudad: edificios interconectados por largos pasillos que parecen catacumbas, con leyes y códigos propios.

En ese lugar fue la pelea con el novio de su madre. No había dudado en cagarlo a palos cuando se enteró de que le había pegado. El tipo peló un cortafierro con el que reventaba las boleteras de los colectivos y lo sacudió. Pablo atinó a correr la cabeza, pero no alcanzó a esquivar.

Para asustar al gil se compró la pistola de juguete. Lo esperó. No estaba solo, un amigo que paraba con él en los monoblocks le hizo el aguante. Le hicieron pegar el cagazo de su vida. No lo vio nunca más.

***

 

Arriba de la mesa de fórmica hay un plato. De tan blanco que es parece estar vacío. Nora aspira. Pablo también. Por el ventiluz entra la noche. Por la nariz la cocaína. De un viejo grabador sale algo de música. Seguro, rock nacional. Pablo recuerda que en el ambiente había una extraña sensación.

– Creo que ella no sentía que yo fuera su hijo.

Nunca más volvieron a drogarse juntos.

 

***

El estampido detuvo el tiempo. Todo en la cabeza de Pablo se puso blanco y con olor a pólvora quemada. Lo último que escuchó fue la orden:

– Pegale un tiro en la gamba.

Todavía no entiende por qué lo hizo. Quizás el miedo. El temor que le provocaba su compañero. O tener un arma encima. Lo cierto es que lo hizo. Después nada parecía real. No importa cuántos años pasaron. Pablo aún escucha en su cabeza el sonido metálico del disparo. También siente el ardor de su cara raspando contra el asfalto.

Pablo pensaba en alejarse del afano y Juanma llegó en el momento justo.

– Te necesito para ponérsela a un taxi.

– No…

– Dale no seas puto, acompañáme, es un toque.

Juanma tenía una empresa: tomaba taxis en el centro, los llevaba a Soldati y ahí, como paga, pelaba un fierro y se llevaba la recaudación. Siempre iba solo. Esa noche las Roche le habían volado la cabeza y lo necesitaba a Pablo. Sabía que ese pibe que paraba en otra esquina tenía aguante. Por eso le dio el fierro.

Pablo lo acompañó. Todo iba bien. Juanma le hizo señas a un taxi y el tipo paró. Subieron y dieron la dirección. En menos de 20 minutos llegaron a destino. Ahí le tocaba actuar a Pablo. Sacó la pistola que llevaba en el bolsillo de la campera de gimnasia y apuntó. Juanma pidió la guita. Estaba tan empastado que no pensaba. Se encajetó en sacarle la alianza de oro al taxista. Pablo le pedía que lo dejara. Que se fueran. Ya tenían la plata. Juanma estaba ciego.

– Pegale un tiro en la gamba.

Ordenó y Pablo lo hizo. El taxi aceleró y fue ahí cuando Juanma se descolgó del auto y rodó por el asfalto. Pablo hizo lo mismo: la velocidad era demasiada y la caída terminó con golpes y raspones en la cara. Desde el suelo vio que las luces traseras del taxi se le acercaban a toda velocidad. Trató de girar sobre su cuerpo. Quería pisarlo. Logró escapar, pero el arma quedó debajo de la rueda.

La cara le sangraba. Sentía como si otro pedazo de carne se sumara a la suya. Corría. Trastabillaba y se caía en cada paso. Sabía que lo único que le quedaba era seguir.

A un par de cuadras lo vio a Juanma camuflado entre la gente en una parada de colectivo. Juntos intentaron mezclarse en el paisaje. Las luces azules que tiñeron la noche avisaban que la policía estaba tras ellos. Se separaron. Juanma corrió por una avenida. Pablo, por una calle oscura en dirección a la Autopista 25 de Mayo. No había salida. Trató de hacer el último intento por escapar. Trepó un paredón y fue ahí que escuchó:

– ¡Quieto, policía!

 

***

“Robo agravado por el uso de arma de fuego y lesiones” dice la carátula de la causa que lo llevó a Caseros. Tenía apenas 19 años y su destino era la Unidad Penal 16 para jóvenes adultos. “Caseros vieja”, la llamaban en oposición a las enormes moles de la Unidad Penal 1 para mayores, famosa por sus motines y por albergar a los presos más notables de la historia del hampa argentina.

Pablo estaba todo golpeado. Aún le duraban las heridas en su cara. También tenía golpes en el cuerpo. Ya no por la huida, sino por los palos de los policías.

Sabía que en la cárcel, para sobrevivir, tenía que hacerse respetar. Bastaron pocos minutos en el pabellón de ingreso para ver cómo venía la mano.

Ahí, en ese lugar donde el ruido de las rejas retumbaba en los largos pasillos con paredes poco acústicas cargadas de moho, y las voces se mezclan con el ritmo alienante de Los Charros y Antonio Ríos. Donde las ventanas no tienen vidrios sino nylon y el piso está cubierto de una costra negra de mugre. Ahí, o se paraba de manos o en el mejor de los casos terminaría lavando la ropa de todo el pabellón.

 

***

– ¡Todos contra la pared! ¡Rápido! ¡Ya!

Los palazos de los guardias pegaban en las camas y en alguna que otra espalda rezagada. Los presos corrían. El ruido de las rejas se mezclaba con la estridencia de un silbato. A las 8 de la mañana en Caseros, eso era señal de requisa.

Estaba en el pabellón de la Unidad 16. Siempre era igual: entraban a los gritos, golpes, palos, los ponían contra la pared, manos en la nuca y sentadillas; una hora y media de ejercicio acompañado de insultos. Si se oponían: palos. Si decían algo: palos. Si cuestionaban: más palos.

– ¿Por qué tengo que hacerlo?

Los guardias lo miraron. Pablo estaba parado en la misma hilera que los demás presos. Uno estaba totalmente desnudo. Castigo extra.

– ¿Por qué tengo que hacerlo?

Pablo preguntó y bajó sus manos de la nuca. El sabía que no había motivo. Sabía que sólo lo tenía que hacer porque ahí él era uno más en el régimen de los guardias.

– ¿Por qué tengo que hacerlo?

No hubo palabras como respuesta. Sí una lluvia maciza de golpes que lo pusieron cuerpo a tierra. Un borceguí lustroso contra las costillas. Casi desmayado lo llevaron a un buzón, castigado por 90 días.

 

***

Un pájaro incaico gobierna el perfil de su pierna derecha. El tatuaje es tumbero, pero está hecho afuera. Se lo hizo para tapar otro, made in Caseros. Pablo ocultó así la marca que la cárcel le dejó en la piel. Pero no pudo hacer lo mismo con la que le dejó en la memoria del cuerpo.

Mientras cuenta su vida en el penal, se para. Se hamaca de adelante hacia atrás pivoteando en el pie izquierdo. Mueve las manos. En el aire dibuja semicírculos. No mira nada. O sí. Pero no está en el presente.

– Adentró tenés que tener una faca. Me acuerdo que rescaté una planchuela y la afilé contra el piso de cemento, con agua, mientras otro miraba por la pasarela que no viniera el cobani. Esa faca era hermosa, en los voleos la hacía viajar adentro del colchón.

***

Los tres pabellones de máxima seguridad de La 16 fueron bautizados como La Villa. La violencia y el hacinamiento eran moneda corriente en todo el penal, pero en La Villa todo era más. O menos. Se comía menos. Días enteros pasaban sólo a mate cocido. Para aquietar el hambre: drogas. Si no había pastillas fumaban té o telas de araña. Pablo, por azar, después del castigo cayó en el pabellón 3, el más tranquilo. El 2 era intermedio y el 5, el peor.

Pablo supo adaptarse. Peleó cuando tuvo que pelear. Ganó y perdió. Pero nunca fue un sometido. Ese para él era el límite: nunca iba a ser el mulo de nadie, por más poronga que fuera. Los viejos códigos decían que cuando caías en cana con un compañero, adentro, si tocan a uno lo tocan al otro. Por eso no dudó en actuar cuando se enteró que un pibe de su pabellón usaba a Juanma para abastecerse de tarjetas telefónicas. Empuñó su faca y lo fue a buscar. Lo miró, le advirtió que no se metiera con Juanma y lo pinchó. La faca entró limpia en la pierna de su enemigo. Pablo ganaba respeto para él y los suyos. También comenzaba a exponerse.

– ¡Asomate hijo de puta!

Escuchó que le decían del pabellón dos, ubicado frente al suyo. Pablo sabía que no podía dudar. Tenía que ver qué quería el poronga de enfrente.

– Tocaste a uno de los míos, cuando te cruce, te mato.

– Vamos a ver qué pasa si nos cruzamos.

 

***

Trescientos internos quedaban en la vieja cárcel de Caseros cuando en febrero de 2000 por una orden de la entonces secretaria de Asuntos Penitenciarios, Patricia Bullrich, el Ejército comenzó a hacer una serie de estudios para demolerla. Ezeiza y Marcos Paz eran los nuevos destinos para los viejos ocupantes de la mole de Parque Patricios.

A  fines del ’97, después de una serie de entrevistas, Pablo quedó en el grupo de internos que poblarían las instalaciones de la Unidad 26 anexo de Marcos Paz.

El lugar tenía cuatro pabellones de acceso progresivo y los internos se sometían a terapias grupales y laborales. Seis celdas enfrentadas, distanciadas por un pasillo que daba a una cocina, un lavadero y la salida a un patio interno. Sintió que las cosas eran diferentes. El piso brillaba, la cama era cómoda y todo más familiar. Se hizo amigos: Pichu, Huguito, Gastón.

Pablo se refugió en la lectura. Libros de Nietzsche, Hesse, Fromm, Borges, Balzac, pasaron por sus manos. Una noche, mientras leía en su celda del pabellón cuatro, escuchó los gritos. Venían de al lado. Uno de sus compañeros gritaba y se escuchaban golpes. Gritos y patadas en la puerta. Llamaban al guardia. En el lugar donde la violencia parecía estar en suspenso, uno de los internos había degollado a su compañero con un tramontina.

La muerte motivó el traslado de los internos al pabellón F de la Unidad 24, donde sólo entran los que tienen conducta 10 y concepto excelente. Pablo cumplió su cuarto año de una condena de seis en ese lugar. De allí salió en libertad condicional.

 

***

9 de marzo de 2000, 12 horas. Adentro eso nunca importaba. Pero ese día sí. La ley dice que al mediodía, en la fecha señalada por la Justicia, los presos deben recuperar su libertad. Por eso Pablo ya estaba vestido: remera negra, campera de gimnasia, jeans y zapatillas Adidas negras con las tres tiras en gris. No se llevaba nada. Tampoco dejaba mucho. Caminaba por la celda esperando que la voz gritara su apellido. Al escucharla fue a firmar los papeles que le dieron, sin poder leer nada por la emoción. El tío lo esperaba afuera.

Cuatro horas después un colectivo verde manzana, de la línea 136 los dejó en Caballito. Los edificios parecían caérsele encima. Como si fueran extensas columnas de goma que se doblaban hasta casi tocarlo.

En los bolsillos llevaba unos pesos que su tío le había dado y un papel con un número de teléfono. Quería caminar. El sol de las primeras horas de la tarde en la Capital le ayudó a sentirse cómodo en lo que, para él, era un mundo de gente en las calles. Para los demás, un día cualquiera. Antes de presentarse en la pensión del barrio de Almagro asignada por el Patronato de Liberados para pasar los próximos cuatro meses quiso ir a pasear por Florida:

– Parecía que venía la corrida de toros de San Fermín en contramano.

 

***

Volver a la calle nunca es fácil. Pablo había salido con una propuesta de trabajo. La fotocopiadora de apuntes en la Facultad de Derecho de la UBA lo cobijó durante tres años.

Para entonces, su mamá ya no vivía en Soldati. La droga le había comido la cabeza y la familia no tuvo otra opción que internarla en un neuropsiquiátrico en el Hospital Interzonal General de Agudos, Oscar Alende, de Mar del Plata. Ahí pasaría sus últimos días de vida. Ajena a todo y a todos. Pablo la vio un par de veces. Ella lo confundió con uno de sus hermanos.

La noticia le llegó por teléfono. En diciembre de 2000 Nora murió.

– Nunca pude llorarla. A mis lágrimas tienen que ir a buscarlas a Caseros.

 

***

La canoa Farabundo se mete en el mar. Las olas del Atlántico la mueven como si fuera una cáscara de nuez. A bordo va Pablo. En el horizonte, una densa tormenta que presagia un mal día. En su cabeza, la necesidad de ganar unos mangos.

Pescar y vender la faena era una alternativa para tratar de sobrevivir. La pequeña empresa junto a Sebastián, su primo, parecía ideal: había que trabajar duro, pero sin patrón. Eso los convencía cada mañana cuando al amanecer bajaban por la arena.

Hacía unos días que el clima no les había permitido entrar. Sebastián recuerda que Pablo estaba desesperado. Necesitaba plata. Llevaba cinco años en libertad y las cosas no habían salido como esperaba.

Discutieron: Seba se negaba a navegar. La tormenta pronosticaba una mala mañana y la embarcación sin motor no soportaría el oleaje.

Aún lo ve caminando solo llevándose a Farabundo para ganar la orilla. Sebastian supo que entrar era un acto de locura, pero también de lealtad.

– Por eso me metí con él.

Juntos remaron hasta el punto donde cada mañana pescaban el jornal. Apenas alcanzaron a tirar el ancla. Las olas golpeaban de costado. Remaban en vano. Estaban siempre en el mismo lugar. La lucha contra la marea partió en pedazos uno de los remos. Con el otro alcanzaron a derivar hacia la corriente. Sólo tenían que dejarse llevar. Y rezar. Aunque no creyeran en nada. Aunque Dios apareciera en ese momento como un placebo. Casi una hora después la marea los devolvió a tierra firme. Cansados, mojados, con el culo lleno de preguntas.

Pablo necesitaba plata. Llevaba cinco años en libertad y las cosas no habían salido como esperaba.

***

Un día decidió viajar a ver a Gastón, uno de sus amigos de Caseros. La sorpresa fue grande. Gastón tenía auto, moto, plata. Le iba bien en algunos “laburos” grandes. Pablo quedó manija. El robo nunca había dejado de ser una opción en su cabeza. Estaba latente. Sólo tenía que aparecer la oportunidad para dar un buen golpe y la gente apropiada para acompañarlo.

Sebastián recuerda que, por entonces, Pablo estaba en otra, como loco.

Fue el momento justo para que Gastón llegara a Mar del Plata. Escapaba de todo lo que la Villa 21 de Barracas le había dado. Y quitado.

– Me tuve que venir porque allá los paraguayos se pusieron muy pesados con la droga, mataron a un amigo mío.  Quería que pasara el tiempo, que se calme la cosa. Y cuando llamé a mi mamá y la Vero, una amiga, me avisaron que la policía estaba allanando mi casa. Me quedé– dice Gastón en una especie de síntesis de una historia que prefiere obviar con un gesto casi de disculpas.

Juntos, en Mar del Plata, arrancaron a vender comida y, de paso, un poco de faso. Hasta que Pablo hizo la propuesta. Gastón se negó, quería salir de todo. Al menos por un tiempo. Pero la insistencia de Pablo terminó por convencerlo. También lo tentó la posibilidad de quedarse con un buen billete. Juntos planearon el golpe.

 

***

La moto Gilera 110 destartalada avanza. Maneja Pablo. Gastón va atrás. Llevan meses estudiando el objetivo. El dato que les llegó habla de 40 mil pesos. Unos días antes Pablo dejó a reparar unos borceguíes en la zapatería que atiende un italiano de 80 años. El dueño del dinero.

El trabajo era fácil. Todos los sábados el zapatero salía de su casa en auto para visitar a su hermana. Volvía a las 9 de la noche. Era un reloj. Ya estaba decidido: lo sorprenderían cuando entrara al garaje. El resto, simple: apuntarlo con el arma y que el tipo entregara la guita. Después escapar en la moto y guardarse por un par de días, hasta que los medios dejaran de darle bola a la noticia.

Ni Pablo ni Gastón saben por qué, pero hicieron todo diferente.

Gastón se acuerda que bajó de la moto. El sol de Mar del Plata entibiaba la tarde del 29 de julio 2005. Iba armado. Mientras, Pablo estacionaba.

Gastón entró al negocio. La persiana metálica estaba baja, pero la puertita abierta. Se asomó y se hizo pasar por cartero.

– ­Correo Argentino.

Dijo. Y años después, no sabrá ni cómo se le ocurrió. Lo cierto es que el zapatero abrió. No mucho después Gastón sacó la Bersa calibre 22 y lo apuntó. El hombre trató de reaccionar y se ganó con un par de culatazos que lo dejaron herido. Le sangraba la cabeza. Del bolsillo sacó uno de los precintos plásticos. Lo maniató y lo llevó para el fondo. Y ahí lo inesperado: una clienta entró y vio todo. Precinto para ella.

Mientras, Pablo caminaba apurado, pero tranquilo. Tocó la puerta. Apenas apareció Gastón, se dio cuenta que algo había salido mal. Y lo confirmó cuando entró y vio al zapatero golpeado. Por eso le sacó la 22 y la encanutó en el bolsillo de su campera negra que llevaba el cierre medio abierto. Gastón se quedó con los rehenes, mientras Pablo revolvía la casa en busca del botín. No encontró nada. Sólo un revólver calibre 38 que se puso en la cintura.

En ese momento sonó el timbre del local y un segundo después el estampido de los vidrios de la puerta de entrada. Después, unos pasos apurados y el anuncio: ¡Alto, policía!

-Me acuerdo que quise escapar por el fondo. Abro la puerta y veo una reja. Le quise dar un cuerpazo, me rompí el hombro pero no se movió nada.

Gastón se toca el hombro mientras relata. En ese momento miró a Pablo y le hizo un gesto como para que le dé el arma. Pero Pablo dijo no. Gastón insistió cuando vio que no había salida.

– ¡Estás loco, boludo! Vienen con nueves, qué vas a hacer con una 22… ¡nos van a matar!

Gastón prefiere no hacer hipótesis sobre qué hubiera pasado si él tenía el arma. Está seguro de que esas cosas sólo pueden saberse viviéndolas.

Lo cierto es que aquella tarde estaba todo dicho. La policía entró, los apuntó y un segundo después los dos estaban boca abajo y esposados. Habían perdido otra vez.

 

 

***

– Si me mandan a Batán, me convierto en fiambre o en un asesino.

Pablo sabía bien lo que decía. Su experiencia en la cárcel no fue en vano. Un par de días en las comisarías le alcanzaron para darse cuenta que ya los códigos no eran los mismos. No era  fácil ranchear sin tener conflictos. Ni entrar a un penal y salir vivo sin haber matado. Gastón no duda que la droga es la responsable de esto.

Las estadísticas le dan la razón a Pablo: un informe del Comité contra la Tortura de la Provincia de Buenos Aires reveló que en 2004 murieron 63 internos de forma traumática. La cifra fue creciendo. Sólo en los dos primeros meses de 2005 hubo 29.

“En Batán te matan por una cebolla”. La frase retumbaba en la cabeza de Pablo desde que se la habían dicho en la comisaría. Escapar era su objetivo.

 

***

Llevaba una semana detenido cuando lo llevaron a la Novena. Ahí había dos celdas pegadas a un patio que tenía el cielo enrejado. Pablo estaba en la de la izquierda. Vio que afuera había una tapa gigante. Un sumidero de cloaca. Un escondite perfecto, pensó. El plan de fuga era un poco complicado, pero posible. Necesitaba ayuda del exterior. Alguien le tenía que entrar unos pelos de acero.

En una hoja de cuaderno garabateaba pequeños croquis de cómo tenían que hacer sus visitas para llevarle las cosas y pasar la requisa. Paso a paso, había que desarmar un termo, doblar el hilo de acero envolverlo prolijamente en un billete y pegarlo a la parte interna del cilindro de vidrio. Después volver a armarlo y listo.

Sebastián recuerda que compró los pelos y que, incluso, preparó todo como para pasarlos. Pero no lo hizo.

–Pablo estaba desesperado y no pensaba en lo que hacía.

 

***

Según un informe realizado por la Secretaria de Derechos Humanos de la Provincia de Buenos Aires en el Servicio Penitenciario Bonaerense, las características socioeconómicas de las personas detenidas evidencian la selectividad del sistema penal. Los jóvenes provenientes de los sectores empobrecidos, en su mayoría, caen por delitos contra la propiedad. En 2006, el 45.7 % de los condenados pertenecían a este grupo.  Entre esos números estaba Pablo.

La causa por “robo agravado, privación ilegítima de la libertad y lesiones”, fue una de las primeras que se resolvió por el sistema de Flagrancias en Mar del Plata. Cuatro años de cumplimiento efectivo fue la condena.

El día que Marina vio salir a su hermano y a Gastón de la Comisaría Tercera lloraba desconsolada. El motivo: el traslado a la cárcel. Iban a Batán. Ella sintió que los llevaban al matadero.

***

 

Pablo y Gastón se miraron a los ojos y se hicieron pasar por evangelistas.

– Nos bajamos del caballo. Yo no quería tener más problemas. Si queríamos cambiar nos teníamos que meter ahí.

Dice Gastó. Pensaban que su experiencia en Caseros podía servirles para ranchear tranquilos en población. No sabían lo que les esperaba en el pabellón religioso. Sí que ahí todo era más pacífico. Pero les faltó poco para darse cuenta que la tortura era diferente, pero era.

Pero eso no fue lo peor de Batán. Un pariente del zapatero era uno de los jefes del Penal. La declaración de guerra llegó pronto. Gastón se acuerda de esa noche:

– Yo había agarrado laburo en la huerta y eso me daba una visita más por semana. Este chabón entró a la noche. Estábamos durmiendo y el loco gritó nuestros apellidos y nos dijo que él era el jefe del penal y que mientras estuviera ahí, no íbamos a tener ningún beneficio.

La respuesta fue rápida: un habeas corpus con el que consiguieron los traslados a la Unidad Penal 37 de Villa Cacique Barker, en el partido de Benito Juárez.

Automáticamente entraron al pabellón evangelista. Diez meses en ese lugar significaron para Pablo y Gastón un colapso que sólo pudieron soportar refugiándose en el estudio y en la cocina.

La carrera de Derecho fue la opción para Pablo y de a poco ganó respeto en el penal por sus colaboraciones con los otros internos en el pedido de beneficios.

– ­Mantener en otra cosa la cabeza fue lo que me hizo libre verdaderamente.

Así llegó el traslado a Sierra Chica, a un penal semiabierto donde las condiciones para estudiar eran mejores.

 

***

Tres años y seis meses después de su segunda caída, Pablo volvió a la calle. Afuera lo esperaba su novia. La hermana de un compañero de cárcel que conoció durante las visitas. Era el 31 de enero de 2009. El 15 de agosto de ese mismo año, nació Lautaro.

– ­Antes le contaba a cualquiera que había estado preso. No me importaba, era algo que me parecía normal. Ahora prefiero no decirlo. No me da vergüenza, pero se complica con los laburos.

Esa marca es la misma que sintió en su primer día de clases como convicto.

Aquella mañana Pablo bajó de un móvil policial después de haber viajado los 15 kilómetros que lo separaban de la sede de Olavarria de la Universidad de Lomas de Zamora. Estaba esposado. Todos lo miraban con distancia. No sabían nada de él, pero por las dudas se alejaron. Para él era un nuevo desafío. Una nueva prueba a superar. Se sentó en el pupitre -le costó un poco por la panza- y se concentró en estudiar. A pocos metros, un hombre asistía a clase, pero no estudiaba, lo custodiaba. Era el mismo que volvía a esposarlo para salir. Hoy sigue cursando, le faltan unos años para ser abogado. Sueña con ser profesor de Derecho Penal.

Pablo vive en San Martín, pero viaja seguido a Mar del Plata. Ahí está Gastón convertido en la pareja de la hermana mayor de Pablo. Tienen una hija. También está su primo, su hermano del alma, como les gusta decir. Y los amigos. Están quienes no le dieron la espalda cuando le tocó perder. Los que lo ayudaron cuando volvió a la calle. A él y a Gastón. Los dos laburan. Pablo de administrativo en una empresa; Gastón haciendo mantenimiento en un cine. Así, se mantienen lejos del delito. Tan lejos como es posible, a pesar de las tentaciones.

Fotos: Kito Mendes