La fragilidad de los cuerpos, Sergio Olguín

Matías Máximo – Cosecha Roja.-

El juego en La fragilidad de los cuerpos es siniestro: hay dos chicos de 10 años sobre las vías del tren, es de noche y sólo se ve la luz de la locomotora acercarse. A los costados los hombres apuestan cuál de los dos aguantará más tiempo cuando pase el tren y cuál será el último en lanzarse al costado, un momento que a veces nunca llega.

En la misma ciudad pero lejos de las vías, Verónica se interesa por la noticia del suicidio de un maquinista de trenes que dejó unas cartas que piden perdón por las muertes que causó. La vida de esta periodista de 30 que se despierta siempre después del mediodía -porque “las putas y los periodistas nos levantamos tarde”- se entrega a la investigación del caso con una pasión que por momentos tendrá la forma del horror, y siempre la expectativa de la tapa de Nuestro Tiempo, la revista semanal para la que escribe.

Qué siente un hombre cuando se tira abajo de un tren es fácil de imaginar: unos segundos de pánico y después la nada, un crujir de huesos y el fin, probablemente más rápido que tirarse de un balcón y más accesible que pegarse un tiro. Lo que no es tan fácil es ponerse en la cabeza del que conduce el tren, espectador de los últimos segundos de la vida de alguien. Eso es lo que La fragilidad de los cuerpos logra: correr de lugar al protagonista del dolor, y mostrar una escena donde la muerte no la vive el muerto,  sino aquel que queda vivo con la confusa sensación de haber asesinado a alguien sin quererlo.

Los contrastes entre la ciudad y el conurbano que Sergio Olguín ya cultiva desde otros libros (Oscura monótona sangre o Lanús, por ejemplo), se hacen presentes otra vez en una novela con estructura clásica que no apuesta a construcciones sintácticas originales, pero que pone el peso en un ritmo narrativo veloz, que atrapa y construye un lector ansioso, que en un capítulo se entera cosas que se desarrollarán en otro y tiene la sensación de conocer los hechos junto al narrador.

La protagonista, Verónica, se roba la novela. Ella es una mezcla de mujer independiente (que vive sola, trabaja para mantenerse y no le pide permiso a nadie) y mujer con apellido (cuando le conviene recuerda que es Rosenthal, la hija de uno de los abogados más poderosos del país). A esa combinación que la vuelve arrogante pero humilde cuando le conviene -la inteligencia es su mayor encanto- se le suma una pulsión desenfrenada por el sexo, con conocidos y desconocidos, dulce y sadomasoquista. Verónica es lo que toda novela policial desea ser: una irresistible y reventada atracción.