Juan Diego Incardona*

Lo conocí en la bodega de un barco. Ambos vestíamos trajes a rayas, teníamos engrillados los pies y las muñecas, y nuestras caras estaban manchadas de carbón. Tosíamos negro debido al humo de los motores. Cuando lo vi por primera vez, lo reconocí enseguida. Él era un criminal famoso y su foto había salido en los diarios. Era tal cual lo retrataban: un pequeño monstruo, bajo, cabeza chiquita, cejas gruesas, un par de orejas gigantes que le daban apariencia de duende, y una mirada perdida e idiota, como la de un pez.

El viaje fue largo y terrible, el peor castigo que nuestros cuerpos habían soportado hasta entonces, pero esto no sería nada, apenas se trataba de un pequeño anticipo de sufrimientos mayores, que deberíamos padecer durante muchos años.

El mar nos zarandeaba día y noche, y yo hubiese jurado que nos masticaba la misma boca del infierno. Llegado el momento, nos tragaría a todos, en esa isla maldita del sur que llamaban La Tierra. Allí, acababa de inaugurarse la prisión más desolada y fría que se haya inventado: La Cárcel del Fin del Mundo.

Cuando llegamos, nos pusieron uno al lado del otro. Él, era el preso Número 90; yo, el Número 91. Su cercanía me causaba repulsión. Sin embargo, debo confesar que siempre estuve pendiente de lo que hacía, lo espiaba, y escuchaba con atención los ruidos de su celda.

—¿Cómo te llamás? —me preguntó la primera noche.

Su voz aniñada me resultaba diabólica. Miré alrededor: el calabozo estaba iluminado por un farol de afuera, puesto cerca de mi ventanita. Me estaba muriendo de frío.

—Yo soy Cayetano —dijo, y por el costado izquierdo de la reja asomó su mano.

Me acerqué, silencioso. Él no podía verme, porque una pared de ladrillos nos separaba. Sus dedos temblaban igual que los míos. Le miré la mano durante un rato, esperando en el aire. No la estreché. Quién sabe qué podía hacerme si lo tocaba.

Era degenerado, asesino y pirómano. Todos conocían su historia. Dicen que cuando lo capturaron, pensaban que estaba fuera de sus cabales, que no era consciente de sus actos. Según los médicos, sufría de imbecilidad y alienación mental. Esas son las palabras que salieron en los diarios. Entonces lo internaron en un Hospicio, y parecía que iba a salvarse de la cárcel. Pero al final, el juez lo mandó preso como a cualquier hijo de vecino, por no ser un completo imbécil, como pedía la ley en estos casos.

No se sabe bien a cuántos mató, pero hay algo que es seguro: todos fueron niños. A un bebé lo aplastó con una piedra, a una nena la prendió fuego viva en su vestidito de comunión, y a un chico, después de estrangularlo, le martilló un clavo en la cabeza.

Quemaba casas y galpones, porque le gustaba ver a los bomberos. Además, cazaba animales, y los torturaba lentamente. De esto último puedo dar fe.

Dos por tres, se escuchaba algo raro, proveniente de su celda. Era una especie de quejido, que disminuía poco a poco. Al principio, no entendía bien de qué se trataba, pero con el tiempo me fui enterando. Resulta que en las comidas, El Oreja siempre guardaba migas de pan. Muchas veces lo vi hacer esto, pero nunca le di importancia al asunto, ni me detuve a pensarlo. Un rato después, ya de vuelta en su celda, agarraba las migas y las desparramaba por el borde de la ventanita, para atraer a las gaviotas. Podía pasar horas mirando por ese huequito de luz. Tarde o temprano, algún pájaro caía en la trampa, sin sospechar el peligro que corría. A veces, sacaba la mano por la ventana, con las migas en la palma abierta, y se quedaba quieto como una estatua. Cuando la gaviota se ponía a picotear, el enano maldito la atrapaba. De este modo, empezaba un largo proceso de mutilaciones, que el ave debía soportar hasta morir. Siempre pienso en esas gaviotas. Entre tantas pesadillas, también sueño con ellas. Imagino sus ojos aterrorizados, pidiendo piedad de alguna manera, retorciéndose sin entender qué eran esos pinchazos, esas sensaciones que las desgarraban.

En ocasiones, el lamento de los pájaros se mezclaba con la voz de Cayetano, que hablaba en voz baja, o gemía de placer. Mientras las torturaba, le gustaba masturbarse. Lo hacía largo tiempo. Acababa, y después empezaba de nuevo, con una resistencia increíble. A veces, en el pasillo volaban plumas. Era algo de suma belleza, pero de una tristeza profunda, de una angustia que no era de este mundo. Yo creo que el infierno debe ser parecido, algo lindo de ver y terrible de sentir.

A medida que fue pasando el tiempo, mi vecino cazaba pájaros con mayor frecuencia. Tantas horas y dedicación lo habían entrenado en este oficio cruel. Debo confesar que, en parte, yo también fui cómplice de aquellos suplicios, porque jamás moví un dedo para detenerlo. Podría haberle dicho algo, golpeado la pared, llamado a los guardias, pero no lo hice. Siempre me mantuve al margen, por más que estos hechos me dieran bronca y pena. Ahora, después de tantos años, siento una gran culpa, pero en aquella época, no sé por qué, me quedaba paralizado, de pie o sentado en la cama, escuchando cada detalle de la morbosidad, tal vez curioso, pero más que nada impotente. De alguna manera, la crudeza de aquella violencia tenía algo de santidad. Era como una luz de frente, que me encandilaba y no me dejaba hacer ninguna otra cosa, aunque en este caso su brillo fuese oscuro, negro, o directamente invisible.

Una vez, sin embargo, no pudo cumplir su cometido, aunque esto no fue gracias a mí, sino al temperamento del pájaro en cuestión, que se rebeló desde el comienzo, de un modo insólito. Esa gaviota iba a ser su pájaro de mal agüero; había llegado para vengar a tantas hermanas muertas. Yo sentía que algo raro estaba pasando. El Oreja hablaba muy alto, casi a los gritos. Aparentemente, cuando se disponía a lastimar a su presa igual que de costumbre, el ave, aprovechando un error de su enemigo, se zafó y empezó a volar enloquecida por adentro de la celda. Pegaba alaridos tan fuertes que todos los presos se escandalizaron. Enseguida vinieron los guardias. Cuando vieron lo que pasaba, abrieron la reja y lo obligaron a que dejara en paz al pobre animal. Él les explicó que no quería hacerle daño, les juraba que el bicho se había metido por su propia cuenta y que sólo pensaba ayudarlo. Por supuesto, no le creyeron, y como tantas veces, le dieron una flor de paliza, que lo dejó maltrecho por varios días. Cuando sacaron a la gaviota por el pasillo, pude verla bien. Quizás, yo estaba muy sugestionado con todo este tema, porque realmente creí que me miraba fijo, como acusándome. Esa noche lloré en silencio, y recé mucho, aunque estaba seguro que nada ni nadie oía mis oraciones.

Como castigo, le taparon la ventanita con unas maderas, y lo dejaron a oscuras. Era el comienzo de algo peor, que sufriríamos todos, porque pronto, el nuevo Alcaide ordenaría la construcción de muros para cerrar las celdas, en lugar de las rejas. Para entrar, pondrían puertas, con una abertura en la parte inferior, por donde pasarían platos y chatas a quienes no les estaba permitido dejar el calabozo. A partir de ese momento, nuestra estadía en los pabellones transcurriría en una soledad casi absoluta. Era lo peor que podía pasarnos. Menos mal que durante el día siempre nos daban algo que hacer, nos mandaban a cortar leña o a trabajar en el pueblo. Ese era nuestro único consuelo. Perderlo, significaba prácticamente la muerte. Nadie toleraba el aislamiento.

Para Cayetano, las horas de celda se convertirían en una verdadera tortura. Con la ventana tapada, ya no podría llevar a cabo la cacería de gaviotas. Debido a esto, le sobrevendrían terribles dolores de cabeza. Él decía que la única manera que tenía de aplacarlos era matando, cualquier cosa, lo que fuese.

Sus gritos eran estremecedores. Ni siquiera los golpes de los guardias podían controlarlo. Al principio, sentí lástima, y dormir me resultaba imposible. Pero con el tiempo, me fui acostumbrando. El paso de los años lo convirtió en un sonido más adentro del ruido nocturno, y ya no le presté tanta atención. Era una voz que se mezclaba con el viento, con el oleaje del mar en el Canal de Beagle, hasta que todos sus detalles se borraran.

Aquella gaviota habrá sido uno de los pocos seres vivos que consiguió salir de allí. Para nosotros, en cambio, la libertad era apenas un sueño, por más que en una situación como esa, lo natural es que el hombre busque día y noche la manera de escaparse, haga planes y estudie todas las posibilidades. Quien haya estado preso, sabe bien de lo que hablo. Pero aquella jaula era a prueba de fugas. No tanto por su fortificación, ni por su vigilancia, sino por la propia naturaleza que la rodeaba, hostil como ninguna, hecha de kilómetros de hielo, nieve y bosque, imposibles de atravesar. Por eso, La Cárcel del Fin del Mundo no tenía muros de circunvalación para rodear los pabellones. Los pocos que trataban de escapar, morían en el intento o eran atrapados nuevamente. Apenas encendían un fuego en la montaña, los encontraban los gendarmes. El frío y el hambre los obligaba a desistir, y muchos trataban de ser capturados a propósito.

El Oreja fue uno de esos fugitivos, aunque su aventura duró menos de dos horas. De este hecho, no se enteró casi nadie, salvo yo y otro recluso al que le decían Sarampión, porque tenía la cara picada y llena de granos.

Volvíamos en el trencito, después de haber cortado lengas toda la mañana. En la mitad del viaje, un guardia entró en nuestro vagón y le dijo algo en el oído a un compañero, que hacía de vigilante. Este último, mirando a todos, nos señaló a nosotros tres. Sacó la llavecita y nos quitó los grilletes. Después, nos ordenó que fuéramos rápido a la parte trasera a buscar leña y la lleváramos a la locomotora, porque se estaba acabando.

Obedecimos enseguida. Cruzamos un par de vagones, y al llegar al último, El Oreja, que iba delante nuestro, desapareció de repente, por un costado. Se había tirado, casi en un acto reflejo, por un tajo que rajaba el fuelle del lado derecho.

Sarampión y yo nos quedamos inmóviles, mirando hipnotizados la hendidura. Por un momento, la idea de saltar casi me empuja a mí también. Pero en un rapto de conciencia, retrocedí. Era inútil. Tarde o temprano me encontrarían y entonces sí que iba a pagarlo muy caro.

Decidimos juntar leña, tal como nos habían ordenado, y fuimos hacia la locomotora. Estábamos preocupados. Temíamos que los guardias, cuando se dieran cuenta, se la agarraran con nosotros. Ellos eran muy bravos, hombres contratados especialmente para ese trabajo, que habían sido importados de Italia y Yugoslavia. Hablarles no tenía sentido. Apenas entendían el castellano. Su idioma era el garrote.

Pasamos de nuevo los vagones y llegamos a la máquina. Allí se habían reunido los guardias y el maquinista. Algo andaba mal, y decidieron parar la formación. Esto fue una suerte para nosotros, porque todos estaban distraídos y no nos prestaron atención. Entregamos la leña y volvimos a nuestros lugares. Tan pendientes estaban del tren, que nadie notó la ausencia de Cayetano.

Habremos estado allí más o menos una hora, hasta que pudieron arreglarlo. La mayoría de los presos dormía. Despacio, recorrimos los tres kilómetros que faltaban. Al llegar, nos mandaron al comedor. Algunos guardias se quedaron revisando la locomotora. Todavía nadie se daba cuenta de la fuga, pero esto no duraría mucho tiempo, porque en el almuerzo cada uno tenía su propio lugar, y El Oreja, obviamente, brillaría por su ausencia.

Pero cuando entramos a la sala, nos llevamos una gran sorpresa. El Oreja estaba sentado de lo más campante, junto al resto de los presos que no salieron a trabajar, esperando que le sirvieran la comida. Había vuelto por su propia voluntad.

Más que un escape, lo suyo fue un paseo. Quién sabe qué cosas se le cruzaron por la cabeza allá en el bosque, a la hora de elegir un rumbo. Lo imagino buscando ratones y pájaros, para satisfacer sus deseos. Quizás, simplemente caminó, sin pensar en nada, siguiendo la vía hasta el final. Entonces, se encontró con su casa, ese lugar donde dormía y comía, y entró, igual que un animal acostumbrado a la jaula.

Lograrlo no le habrá resultado difícil, debido a la falta de murallas. Además, en aquella época muchos presos iban y venían del pueblo. Era muy común. Hacían mandados, o trabajaban arreglando cosas en la calle. Los presos políticos, por ejemplo, tenían permiso para dormir en las casas. Había hosterías especiales para reclusos, que cobraban cinco pesos la noche. Por eso, si alguien lo vio entrar, no tuvo por qué haberse sorprendido. La verdadera vigilancia era el conteo de la mañana y de la noche, y la verdadera cárcel no eran nuestros pabellones sino Ushuaia toda, su cielo, su bosque, su nieve, y, especialmente, su pueblo, con quien teníamos una relación cada vez más estrecha.

Al principio, hacíamos trabajos convencionales, como el barrido de las calles y la tala de árboles, pero con el tiempo, los pobladores se fueron aprovechando de nosotros, y exigieron nuestros servicios para todo tipo de tareas, especialmente las pesadas o sucias, que ellos no querían hacer. Poco a poco, pasamos de la vía pública a trabajar al servicio de las familias, que solicitaban nuestra presencia en el interior de sus casas, para que les limpiáramos las letrinas y las chimeneas.

A los presos nos costaba un esfuerzo enorme movernos en esos espacios tan reducidos, de ambientes domésticos, porque jamás nos quitaban las cadenas, y muchas veces nos caíamos.

Al finalizar el trabajo, los vecinos informaban a los guardias sobre nuestro desempeño. Si dejábamos una mancha, o si la grasa no salía del todo, nos daban de cachiporras delante de la gente. Era de lo más degradante. Y ni hablar de la paliza que nos daban cuando rayábamos un mueble o rompíamos algo.

Pero la peor humillación de todas, la padeceríamos cada domingo. Al Alcaide y al Intendente se les ocurrió que ese día los presos teníamos que salir a desfilar a la calle, para divertir a la población. Como en ese pueblo de mala muerte no había nada para hacer, la idea fue celebrada por todos, y pronto, nos pusieron a ensayar.

A unos les tocó vestirse de payasos; a otros, que tenían habilidades con las manos, les pidieron que hicieran malabares. El desfile incluía un coro y una banda de música. El Oreja y yo fuimos a parar a este último grupo. A mí me dieron la flauta dulce y a Cayetano le encargaron que tocara el bombo. Lógicamente, tuvieron que liberarnos las manos, no así los pies, que deberían seguir encadenados.

Recuerdo el primer desfile como si fuera hoy. Había tanta expectativa que la calle estaba repleta. A los vecinos de Ushuaia se sumaron contingentes de Río Grande y Punta Arenas. Había gente hasta arriba de los techos. Era un día soleado de octubre.

El espectáculo empezó puntualmente, a las cuatro de la tarde. Bajamos la rampa de la cárcel y caminamos hasta la avenida principal. Allí, dos hileras de gendarmes marcaban la entrada. Unos metros después, la calle se había convertido en una especie de túnel, hecho de guirnaldas y sogas cruzadas donde colgaban papelitos y globos.

Era un carnaval patético. Los presos de adelante estaban disfrazados de granaderos, aunque en vez de ir a caballo, marchaban como lo que eran: una infantería encadenada. Entramos cantando la Marcha de San Lorenzo. La gente nos aplaudía.

Cuando pasamos los músicos, todo el mundo señalaba a Cayetano, por ser uno de los presos más famosos. Paradójicamente, era el favorito de los chicos, que lo saludaban eufóricos, subidos a los hombros de sus padres para verlo mejor. El Oreja parecía contento. Tocaba el bombo con fuerza y gracia. Su cuerpito se movía rítmicamente, y las orejas aleteaban. Una mueca extraña, que no le había visto antes, le transformaba la cara. Tenía los ojos tan agrandados que daban la impresión de salirse. Es que tantos chicos en el público lo estarían volviendo loco. Era como servirle un banquete a un muerto de hambre. Si tan solo le hubiesen quitado las cadenas un rato y permitido caminar por allí con cualquiera de ellos, en callecitas interiores, sin que nadie los molestase; él, amablemente, le hubiera regalado al niño elegido un par de caramelos para entrar en confianza y llevarlo después, tomándolo de la mano, hasta algún potrero perdido, como lo eran aquellos baldíos de su adolescencia, en el barrio de Boedo. Entre besos y mimos, lo hubiese ahorcado de golpe con el cordón del zapato, despacito, observando en todo momento esos ojos que se irían cerrando, esa boca que se quedaría sin aire, esa cara que se volvería blanca.

Cuando el desfile terminó, el Cura Párroco, en nombre de toda la comunidad, le entregó al Alcaide de la Cárcel un regalo para nosotros, como premio a nuestra labor. Era una caja forrada y con moño. Al abrirla, salieron caminando dos gatitos, uno negro y otro gris. El Cura nos contó que se llamaban Pedro y Pablo, porque habían nacido justo el día de esos santos, el 29 de junio pasado, en el jardín de atrás de la Iglesia. Ahora se convertirían en las mascotas de los presos. Realmente, eran dos animales preciosos. Verlos enternecía a cualquiera, inclusive al Oreja, que los miraba fijo, y sonreía.

Durante los meses siguientes, nuevos sonidos se oyeron en la Cárcel del Fin del Mundo. Eran las voces de San Pedro y San Pablo. Así empezamos a llamarlos.

Aparecían y desaparecían por los rincones. A la noche, sobre todo, les gustaba maullar largo tiempo cerca de los barriles con brasas, en las puntas de los pasillos. Allí sus notas eran más agudas, como el llanto de los recién nacidos.

Dicen que en algunas religiones, los gatos son guardianes de los muertos. No sé si será verdad. Es cuestión de la Fe de cada uno, supongo. Pero para nosotros fue cierto muchas noches, cuando los escuchábamos ir y venir a su antojo, entre aquellas celdas que parecían catacumbas.

Cada recluso forjó con ellos una amistad particular. Su compañía era deseada por todos. De alguna forma, la presencia de esos animales era curativa. El más cariñoso era San Pablo, siempre pidiendo mimos a cualquiera. San Pedro, en cambio, era temperamental, no le gustaba mucho que lo tocasen, y era desconfiado a la hora de elegir sus amistades. Conmigo se llevaba bien, porque yo no lo molestaba. Simplemente, pasábamos el rato, mirándonos a los ojos. A veces, me buscaba en el comedor y se echaba cerca de mis pies. Entonces, yo le daba alguna galletita.

A Cayetano lo tenían vigilado, para que no se les acercara. Además, le hicieron jurar, delante de todos, que nunca les haría daño. El Alcaide confiaba en que El Oreja cumpliría su palabra, porque hacía tiempo que no causaba problemas.

Una tarde, estábamos en el comedor esperando que nos sirvieran el mate cocido, cuando El Místico, uno de los presos que más pesaba ahí adentro, armó un escándalo bárbaro porque San Pablo no aparecía por ningún lado y a esa hora siempre estaba con él. Al buscar en el salón, notamos otra falta: la silla del Oreja estaba vacía.

Todos nos pusimos nerviosos y salimos rápido a buscar, por los pasillos, la cocina y los baños. El Místico estaba hecho una fiera.

De pronto, empezaron a oírse gritos en el lavadero. Parece que los habían encontrado. Fuimos para allá. Al llegar, los guardias rodeaban al Oreja. Trataban de impedir que la turba lo linchara. Es que lo habían agarrado con las manos en la masa, que en este caso, era el cogote de San Pablo.

Por suerte, quienes lo encontraron, llegaron a tiempo, y el gato sobrevivió. Aún así, muchos juraron venganza, especialmente El Místico, que decía que, cuando tuviera una oportunidad, iba a cortarlo en pedacitos.

Escucharlo daba miedo, sobre todo, teniendo en cuenta sus antecedentes. Su verdadero nombre era Mateo. Había sido un chacarero importante de la zona de Azul y Olavarría. Lo condenaron a reclusión perpetua después de haber matado a ocho personas: su familia completa y dos peones. En la cárcel le decíamos El Místico porque era un fanático religioso. Su caso fue tan famoso como el de Cayetano, hasta le compusieron un tango: “Mateocho”.

A partir de ese momento, El Oreja iba a permanecer aislado. Le quitaron la posibilidad de trabajar y lo sacaron de la banda de música. Pasaba el día entero adentro de la celda. Si salía a comer, lo hacía en un turno diferente al del Místico, para que no se cruzaran.

Unos meses después, ocurrió algo novedoso: varios médicos, acompañados por un fotógrafo, llegaron especialmente de Buenos Aires para ver al Oreja. Venían por orden de un Juez y tenían permiso del Alcaide, que ya había sido notificado por carta, para hacerle a Cayetano una de las primeras cirugías estéticas del país. Pensaban achatarle las orejas, porque decían que, probablemente, allí radicaba la causa de su maldad.

De la noticia se enteró todo el mundo. El diario de Ushuaia publicó una nota, que fue leída en voz alta en el comedor. Hablaba científicamente de la relación entre el cuerpo y la mente del criminal. Decía que, si los médicos tenían éxito, era posible que les hicieran lo mismo a otros presos.

En la cárcel nos pusimos paranoicos. Nos mirábamos en el espejo a cada rato, o nos comparábamos entre nosotros. Especulábamos sobre la forma que tenía la nariz de cada uno, nos revisábamos las extensiones de las orejas, el tamaño de la cabeza y de las manos, y tomábamos medidas de los penes.

Todo quería decir algo. Si la nariz era chata o aguileña, si la oreja era pegada o despegada, si las palmas tenían rayas suaves o profundas, eran rasgos que había que tener en cuenta. Estábamos tan sugestionados, que nos parecía comprobar el mismo tipo de personalidad en los presos que se parecían físicamente.

Algunos tenían miedo de que experimentasen con ellos, pero unos cuantos estaban contentos, y decidieron armar una lista de voluntarios para entregar al Alcaide. Creían que, si les corregían el aspecto físico, podrían pedir el indulto, o, al menos, la libertad condicional.

La operación fue hecha en la misma enfermería de la Cárcel, y duró varias horas. Al terminar, los guardias informaron el resultado a los internos, que querían saber a toda costa lo que pasaba. Aparentemente, todo había salido bien, y ahora había que esperar la evolución.

Por pedido de los médicos, Cayetano fue liberado del aislamiento, y sus castigos suspendidos. Pronto, se reincorporaría al trabajo y a la banda de música. A los presos, nos pidieron expresamente que no lo maltratáramos, porque era importante que el tiempo postoperatorio transcurriera en un clima de afecto y amabilidad.

La verdad es que hacer un pedido semejante a tantos hombres sin escrúpulos, como los que habitaban la cárcel de Ushuaia, era, por lo menos, ridículo. Sin embargo, en este caso colaboró la mayoría, porque querían ser operados, inclusive El Místico, que figuraba en la lista de voluntarios y por eso prometió no vengarse, todavía, del maltrato que había sufrido el gatito San Pablo.

Una semana después de que lo operaran, Cayetano apareció en el almuerzo. Avanzó entre las mesas, con la cabeza gacha, y se sentó en su lugar. Era el centro de las miradas. Las orejas se habían achicado notoriamente y eso le daba una apariencia distinta a toda la cara. Algunos decían que seguro le habían retocado otras partes del cuerpo, puntos claves donde se concentraba la maldad.

Durante un tiempo, presos y guardias estuvieron pendientes de su conducta. El Oreja se estaba regenerando. La principal prueba de ello era que, aunque le habían destapado la ventanita de la celda, no había intentado lastimar a ninguna gaviota. Además, se portaba bien y estaba más conversador que antes de la operación.

Varios presos fueron a la Alcaidía para pedir la revisación médica. Querían ser operados cuanto antes. El Alcaide les contestó que había que esperar un poco más, que en dos semanas volverían los médicos de Buenos Aires a hacerle estudios a Cayetano. En una de esas, le daban el alta y entonces sí, empezarían nuevos tratamientos. Iban a ser días de mucha expectativa.

Una de esas mañanas, me tocó limpiar las canaletas de los desagües de afuera, al pie de las paredes. Había que sacarles las hojas y juntarlas aparte, para quemarlas. Era un trabajo agradable. Además, el cielo estaba despejado y el sol iluminaba con fuerza. Al pasar por el costado de mi pabellón, noté algo raro, unos puntitos blancos que brillaban, dispersos sobre la tierra. Cuando me acerqué para ver mejor, me llevé una gran sorpresa: eran migas de pan. Justo arriba, una ventana permanecía entreabierta, a la altura de la celda número 90. Mordí una miga, y descubrí que se trataba de pan fresco.

Apuré el trabajo y entré de nuevo. En la sala, todos estaban nerviosos, hablando en voz baja. Del murmullo, podía entenderse una única palabra, susurrada hasta el cansancio: oreja, oreja, oreja.

En el amontonamiento, lo encontré a Sarampión. Estaba pálido. Me dijo que lo siguiera. Con esfuerzo, avanzamos por el pasillo entre los presos, que se apretaban para ver. Cuando por fin llegamos a la cocina, encontramos una escena dantesca.

El piso estaba cubierto de sangre y tripas, de dos o tres gaviotas descuartizadas. En el aire, todavía volaban sus plumas. Entre ellas, un cuerpito oscilaba igual que el péndulo de un reloj. Era San Pablo ahorcado, colgando de una viga. Sus ojos sobresalidos y vidriosos miraban al techo. Debajo de él, otro bulto, color negro profundo, echaba humo tendido en la bandeja de la panadería. Era San Pedro quemado, junto al horno todavía encendido. Sus garras en punta se clavaban a la chapa.

Un preso dijo haber visto a Cayetano lavándose en uno de los baños. Fuimos todos para allá, con El Místico a la cabeza. Los guardias se mantenían pasivos. Tiempo después, nos enteramos que esto fue por orden del Alcaide, que habiéndose hartado del Oreja, lo abandonaba a su suerte.

Cuando entramos al baño, la avalancha me aplastó contra las piletas. A tres metros, una lluvia de patadas y trompadas caía sobre el cuerpo arrinconado del Oreja. Era el comienzo de un castigo casi interminable. En un momento, me acerqué más. En medio del charco de sangre, una masa hinchada, boca abajo, en partes dura, en partes flácida, quebrada a cada momento, crujía igual que la leña que solíamos hachar en los bosques de Lapataia, se le salían los huesos entre los músculos, como si fuera una bolsa de papas abierta, no decía nada, porque era una masa desmayada, soñando lejos.

Primero, lo pateé tímidamente, en la cadera. Después, me fui soltando, y lo castigué en todas partes, a la par de mis compañeros. No recuerdo bien cuánto tiempo pasó hasta que nos cansamos de pegarle, pero en un momento todos tomamos distancia. El pobre diablo parecía muerto. Sin embargo, todavía no le había llegado la hora, porque milagrosamente sobrevivió.

Fue internado en la enfermería, donde estuvo varios meses. Cuando la dejó, lo encerraron de nuevo en el calabozo, y allí se quedó hasta el último día de su vida, pues jamás volvió a salir, ni al comedor, ni al trabajo. El único contacto humano que tuvo en ese tiempo, fue la mano del guardia que le pasaba comida, a través de la abertura inferior de la puerta. El resto de las horas permanecía aislado, sin hablar con nadie, en completa oscuridad.

Dicen que jamás se curó totalmente de la paliza. Las heridas internas lo tuvieron a mal traer y finalmente le causaron la muerte, un día de noviembre de 1944. Tres años después, el General Perón cerraría la cárcel, por “razones humanitarias”.

Cuando removieron el cementerio, el cuerpo del Oreja no estaba más. Quizás, alguien había cumplido aquella amenaza del Místico, de cortarlo en pedacitos, pues lo único que apareció de sus restos fue el fémur. Lo usaba la esposa del Alcaide, como pisapapeles.

A mí me trasladaron a la Penitenciaría Nacional, y poco tiempo después me liberaron, aunque la libertad no me la dieron nunca, porque jamás pude sentirla. Si existe, es una sensación que no tiene movimiento, ha sido congelada como la memoria de aquel día, cuando murió Cayetano. Era primavera, pero nevó como pocas veces. Yo estaba en mi celda, mirando a través de la ventanita. Los copos blanqueaban el canal, los bosques y las casas de Ushuaia. De repente, una voz en el pasillo dijo: “se murió El Oreja”. Enseguida, algo vibró. Es que la voz, como todo lo que sonaba en ese pabellón, producía un eco. “El Oreja”, entonces retumbó. Después, reinó un silencio absoluto. No recuerdo haber sentido tristeza o alegría, mi mente estaba en blanco, tanto adentro como afuera, porque la nevada me había hipnotizado, mientras caía, cada vez más, sobre el Fin del Mundo.

*Cuento publicado originalmente en la antología “In Fraganti” (Editorial Mondadori – A cargo de Diego Grillo Trubba). Juan Diego Incardona nació en 1971 en Buenos Aires, hijo de un padre tornero y una maestra argentina, es uno de los referentes de la nueva narrativa argentina, con una prosa inconfundible y una zona literaria -la del conurbano bonaerense- que ya le pertenecen. Colaborador de Rolling Stone, ha publicado Objetos maravillosos (2007), Villa Celina (2008), El campito (2009) y Rock Barrial (2011), además de numerosos cuentos en antologías. Su cuenta de Twitter es @Riachuelito