EL ÚLTIMO GÁNGSTER DEL CONOURBANO

Por Rodolfo Palacios. Foto de Nacho Sánchez. Revista El Guardián. Octubre 2011.

En su época de apogeo criminal, cuando invertía en grandes negocios y en su casa había escondites con gruesos fajos de billetes de cien de dólares, el Gordo Valor soñaba con abrir una cadena de bares que llevara su nombre. Registró la marca y por entonces tenía un representante que planeaba vender muñequitos suyos y remeras con su imagen. A Valor lo animaba saber que en varios países los restaurantes llamados Al Capone o Lucky Luciano, los reyes de la mafia en los Estados Unidos de los años 20, se habían convertido en la atracción de comensales y curiosos. El Gordo se imaginaba vestido con traje negro, sentado a una mesa del fondo, con un vaso de Martini en la mano y rodeado de retratos de Al Pacino –en la piel de Scarface– y de Marlon Brando en El Padrino, sus películas favoritas.

Ahora, Luis Alberto Valor, alias el Gordo, 57 años, ex líder de la Superbanda que en los años ochenta y noventa robaba bancos y camiones blindados, está en la mala. Lleva poco más de dos años detenido por el intento de robo del country Olivos Golf Club, de Pablo Nogués, en el norte del conurbano bonaerense. Valor siempre negó haber planeado ese asalto. Sólo se hace cargo de voltear camiones a punta de fusil. También se asume como el ladrón más famoso del país. En la Argentina, decir Gordo Valor es sinónimo de ladrón pesado. Hasta los políticos lo usan como adjetivo descalificativo. Una vez, Lilita Carrió comparó a Néstor Kirchner con el Gordo Valor. También dijo que pactar con Eduardo Duhalde era lo mismo que pactar con Valor. El famoso ladrón se ríe de esas frases. No quiere hablar de política ni de políticos. Sólo dice: “Robé y estoy en cana. Hay políticos que son ladrones de guante blanco y siguen libres. ¿O acaso el corralito no fue el robo del siglo?”. Para muchos, Valor representa un estilo de ladrón que está en vías de extinción. “Puede ser, hoy por el paco te matan por un par de zapatillas. Se acabaron los códigos”, dice.

A 25 años de la formación de la Superbanda, Valor dice que no le quedó plata, sino sólo un pasado delictivo que regó de tiros las calles calientes del conurbano. En los ochenta, la Policía lo catapultó como “Enemigo público número uno”. Ese mismo mote recibió Al Capone, que contrabandeaba alcohol durante la Ley Seca y cayó no por matar sin piedad sino por evadir impuestos. Así como en su momento la Warner Brothers tentó al mafioso, Valor dice que un reconocido cineasta, a quien no quiere nombrar, le ofreció hacer una película sobre su vida.

“No me las doy de santo y jamás he matado a nadie. La fama lleva consigo mucho sufrimiento. Nunca he sido partidario de la violencia. He luchado, sí, pero he luchado por la paz”. Esa frase podría adjudicársele a Valor, pero esa especie de declaración de principios fue autoría de Al Capone.

–Capone se jactaba de tener un plan para combatir el crimen. ¿Usted tiene uno?

–No. Pero al igual que a él, quien es uno de mis ídolos, a mí la fama me costó caro. El crimen se combate con honestidad. Ahora robar es más difícil por la tecnología, pero hoy a las armas las suplanta la inteligencia. Es una lucha de cerebros. El más capaz ganará la batalla. Lo más importante es que todos tengamos códigos: los que roban, los que no roban, los canas, los jueces. No puede ser que un ladrón salga a matar con ayuda de la Policía. El caso Candela me dolió mucho. ¿Cómo pueden matar a una nena?

Son las tres de la tarde y los pasillos de la cárcel de Campana están oscuros. Afuera llueve y el olor a encierro se vuelve irrespirable. “No es olor a encierro, papá, es olor a rata muerta mojada”, corrige Valor, que aparece con un termo, un mate y una bolsita con pan, salame y queso. El Gordo pasó más de 15 años de su vida preso: vivió motines, fugas (como la de Devoto, cuando saltó a la calle después de anudar sábanas en una ventana), y huelgas de hambre.

–Quiero empezar de nuevo. Sueño con vivir bien los últimos años que me quedan de vida. Estoy enfermo, con presión alta y diabetes. Necesito estar libre para tener un mejor tratamiento. Robar está mal, aunque nunca le robé a un pobre.

–¿Esta vez se va a retirar del delito?

–Sí. Me cansé de la mala vida. No veo la hora de estar con mi familia. Extraño a mi mamá Rosa, que tiene 80 años. Me equivoqué en un montón de cosas. Nunca fui un sanguinario y nunca maté, pero me condenaron por portación de nombre.

–¿Cuál es el error más grande que cometió?

–Confiar en traidores.

El Gordo se pone serio y sus ojos celestes comienzan a brillar. Cuenta que un abogado lo estafó con un contrato editorial.

–Lo dejo pasar, pero si a otro le hace lo mismo que me hizo a mí, lo va a mandar para arriba. Se quedó con 40 lucas. Se la quería llevar toda y a mi mujer no le daba ni un sánguche de mortadela.

Valor habla con bronca. Su remera con la cara de Don Corleone y la frase “Que parezca un accidente” le imprimen a sus palabras un tono simbólico.

–Si yo quiero, a ese cuervo le hago aplicar mafia o reventar como un sapo, pero soy un gordo con códigos, no soy un otario. Alguno le va a sacar los ojos. A esta rata que me engañó le dije un día: doctor, trate de irse del país. Salga de acá y tómese un avión bien lejos. Desaparezca.

Valor interrumpe su relato y mira mi remera con la imagen de Don Corleone.

–En unos años –me dijo sonriente-, vas a tener el honor de decirles a tus nietos que te afanó el Gordo Valor.

–¿Por?

–Dame la remera –me pidió.

No me resistí. Me la saqué y él me regaló su ochentosa chomba rayada. Cuando me la probé, me apretó la panza. Es triste: soy más gordo que el Gordo Valor.

–Con esta pilcha puedo intimidar a los buchones y traidores –dijo entre carcajadas.

Valor no quiso dar nombres, pero confesó que desde hace un tiempo tiene un sueño recurrente: escucha voces en un bosque. Lo llaman con insistencia. Es la voz de alguien que lo traicionó. Cuando se acerca, lo apuñalan. Valor se despierta de la pesadilla agitado y con dolores en el pecho. Dice que el traidor adora a San la Muerte y le está haciendo un gualicho.

–Siento como si algo se me saliera del pecho e hiciera ¡zas! –dijo mientras resoplaba y abría sus brazos con rapidez.

Artistas, locos y criminales

Si fuera de la cárcel Valor se hizo famoso por sus robos, adentro es conocido como el líder de un grupo de presos que organiza festivales infantiles. En los últimos cinco años, lo visité siete veces: en las cárceles de Campana, de Junín y de Sierra Chica. En esos festivales fui testigo de escenas impensadas: Valor disfrazado de payaso, inflando globos o bailando los hits de Carlitos Balá. Los criminales tienen un costado tierno. El ladrón de joyas que inspiró la historia de Rififí amaba a un canario y Tony Soprano, el capomafia de la serie, era capaz de matar pero se conmovía cuando sus patos nadaban en la piscina de su casa.

Para el último Día del Niño, el domingo 21 de agosto, Valor volvió a organizar la fiesta infantil carcelaria. Dos días antes, me llamó para pedirme un favor:

–Necesito que me consigas un mago o un payaso. Traé algún juguete para sortear. Corto porque se me acaba la tarjeta.

Hablaba agitado, como si su pedido fuera una cuestión de vida o muerte. El reclutamiento no fue fácil: ¿cómo explicarle a un payaso o un mago que tiene que actuar para el Gordo Valor? Un mago agradeció la invitación pero puso una excusa inverosímil. Uno dijo que tenía que hacer trámites. ¿Trámites un domingo? Sólo dos valientes aceptaron el reto: dos estudiantes de actuación del IUNA.

Cuando llegamos al penal, Valor y su esposa Nancy Collazo estaban en un salón con un preso disfrazado del Sapo Pepe. Le di una muñeca, una pelota y le presenté a los artistas.

–Ustedes, muchachos –les dijo a los actores–, vayan a cambiarse. ¿Son magos?

–No –respondió uno de ellos.

–Ah… son payasos.

–Tampoco.

–¿Y qué carajo son?

–Actores.

Al rato, los actores aparecieron con galeras, zapatos de payaso y trajes brillosos. Valor se puso una gorra brillante verde. En otros tiempos, su look era el pasamontañas.

En las paredes del patio había dibujos del Pato Donald, Dumbo y Winnie The Poo. En el escenario había otros payasos. Eran todos presos. El que más llamó la atención fue un viejo que vestía harapos y se había pintarrajeado la cara. Se parecía más a una versión tercermundista de El Guasón de Heath Ledger. Cuando los animadores le preguntaron cómo se llamaba, dijo: “Payaso Hijitus”. Los niños estaban felices. Pero el plato fuerte era el sorteo.

Me llamó la atención lo rudimentario del asunto (pensamiento ingenuo: todo en la cárcel es rudimentario), pero Valor tenía en sus manos una bolsa llena con papeles cortados a mano con números. Rifas tumberas que le llaman.

Los payasos iban anunciando el sorteo. Al lado, Hijitus parecía una especie de escribano.

–¿Hijitus quiere decirle algo al público?

–Síii –dijo Hijitus con voz de ultratumba– ¡Soy el payaso Hijitus!

El sorteo comenzó con normalidad. Los primeros ganadores se llevaron cinco discos de los Wachiturros, dos de Leo Mattioli y uno de Néstor en Bloque.

–¡Ahora vamos a sortear la muñeca! ¡El ganador es…! (El payaso quería ponerle suspenso, pero el suspenso irrita a los presos, que por el encierro y la burocracia quieren que las cosas sean ya.) ¡El ganador es el número 74!

–¡Mío! –gritó un hombre con su niño en brazos.

–¡No, es mío! –aseguró una mujer

–¡Pero si al 74 lo tengo yo! –dijo un preso.

Efectivamente, los tres tenían ese número. Valor, furioso, tomó el micrófono y dijo:

–Algún turro truchó los números. Sólo valen los que están firmados.

–Don Valor –le avisó un compañero–, hasta los falsos están firmados.

–¿No te pedí que chequearas todo?

–No pude, don Valor.

–¿Cómo que no pudiste?

–Las cosas se me fueron de las manos –argumentó el preso con el tono de un oficinista que le da explicaciones a su jefe.

Al final, el colaborador del Gordo que había escrito los números originales reconoció su letra y premió a uno de los tres que reclamaban el premio. Cuando llegó el turno de la muñeca, había otros cuatro números ganadores. El público tumbero estaba nervioso. Algunos niños lloraban y no entendían por qué no les daban los juguetes si tenían el número ganador.

El premio final, una bicicleta roja, generó un clima tenso. Hijitus se reía. “Soy el payaso Hijitus”, repetía como un autómata. –El ganador de la bicicleta es el número 42! –anunció uno de los artistas.

–¡Vamos, carajo! –festejó un preso mientras mostraba ese número.

Otras cinco manos mostraron lo mismo. Una nena se acercó a retirar la bicicleta, pero otro nene la empujó porque tenía el mismo número. Dos detenidos empezaron a disputarse la bicicleta.

–¡Basta, viejo! ¡Calmensen! –pidió Valor mientras se le abalanzaban los ganadores y perdedores. Al final, el jurado reconoció como ganador al número original. La nena se llevó la bici. En ese momento, un gordito que tenía un falso número ganador se tiró al piso y empezó a patalear. Valor se acercó y le regaló una bolsa llena de golosinas.

–Estuvo mal organizado –acusó un preso con tono de señorona de barrio privado.

–Acá quedan pocos códigos –se decepcionó Valor. Luego volvimos al salón y comimos papas y carne al horno. Valor felicitó a los payasos, que nunca imaginaron que la fiesta terminaría en escándalo.

–Pensé en irme corriendo –reconoció uno.

Mientras tanto, un preso silencioso que comía carne sin parar, confesó:

–Pasé cosas peores. Fui testigo del motín de Sierra Chica. ¿Saben qué feo fue tener que cortar en pedacitos a un compañero?

Los payasos y yo tragamos el último bocado, cruzamos sobre el plato el cuchillo y el tenedor, y dejamos de comer.

Lo primero es la familia

Si en los clanes mafiosos el delito abarcaba a todos los miembros de una familia, varios integrantes del clan Valor tuvieron problemas con la Policía. Dos de sus hijos fueron detenidos por robos menores. Dos sobrinos corrieron la misma suerte y uno de sus hermanos fue asesinado en un ajuste de cuentas. Cuando eran chicos, sus hijos jugaban a encontrar dinero en toda la casa: su padre guardaba los billetes en la alacena o debajo del sillón. Una vez, su hija encontró su cama cubierta de dólares. Él dice que es un mito. Y desmiente que unos testaferros lo hayan engañado en la compra de casinos, hoteles y propiedades.

–¿A quién va a votar el 23?

–Para los presos, también el voto es secreto.

–¿Usted fue miembro de la JP?

–Sí, pero mucho no quiero hablar del tema. En los setenta aprendí a manejar armas. Fui fuerza de choque y quería hacer la revolución. Asesinaron a 56 compañeros. Conocí a muchos referentes pero no los voy a nombrar por códigos.

–¿Es verdad que repartía camiones llenos de mercadería a los pobres?

–Sí. No me preguntes cómo, pero una vez me llegó un camión que tenía mercadería de Bunge y Born. Los milicos cometieron monstruosidades. Videla, Massera y Astiz me dan asco.

El Gordo sólo confía en su mujer Nancy Collazo, su pareja desde hace 25 años. “Lo amo con toda mi alma. Es el ser más dulce que conocí”, confiesa Nancy. Por su hombre da la vida. Lo reta cuando se mete en problemas y dice que cuando se acaba la plata sale a limpiar casas por hora, trabaja como ayudante de cocina o cuida niños.

–La Nancy es una leona que hasta se agarró a trompadas por defenderme. Cuando sea libre, quiero casarme con ella. No veo la hora de salir a pescar y hacer asados. Me hubiese gustado tener un hijo con ella.

Un guardia avisa que se acabó el tiempo. Valor dice que en un rato volverá a ver Scarface. Su escena preferida es cuando Tony Montana dispara con ametralladora a los narcos.

–Pensar que en los ochenta nos vinieron a buscar narcos bolivianos para vender droga. No transamos, sino hoy estaría muerto.

–¿Tiene miedo a la muerte?

–No.

–¿Y a quedarse solo?

Valor puso cara de tipo duro y respondió:

–No.

El Gordo se despidió con un dejo de melancolía. Con el sombrero puesto, caminó por el largo pasillo hacia su pabellón. El habano seguía en su boca, mordisqueado y mojado. Su paso era lento y resignado. Cada tanto, mientras su figura se achicaba a medida que se alejaba, se daba vuelta y saludaba. Lo esperaba un guardia. El Gordo saludó una vez más, pero desde lejos ya era una sombra. Luego la reja se cerró a sus espaldas y no se lo volvió a ver. En el pasillo sólo quedó, impregnado en el aire húmedo, el olor a rata muerta mojada.