Durante el mes de mayo de 2011, se llevó a cabo en la ciudad de Mar del Plata la primera edición del Festival Azabache, que reunió a escritores, teóricos, médicos y periodistas bajo la temática de la literatura negra y policial. En esa primera edición, se editó un libro de cuentos donde algunos de los invitados participaron de ella (Juan Sasturain, Guillermo Martínez, Ernesto Mallo, entre otros). Uno de los cuentos que forma parte de la antología es Escrito en el aire (El rescate de las palabras), un relato del periodista y escritor Ángel Berlanga.

Escrito en el aire (El rescate de las palabras)

Aunque hasta ahora en las ideas siempre lo anticipé, aunque eso me tranquiliza un poco y me permite repensar toda la historia, cada vez resulta más evidente que sólo uno contará el cuento. O yo o él, Sergio Debirlebis. (El director)

Un par de años atrás buscaba inútilmente algún trabajo en el que no tuviera que seguir los pasos marcados por los patrones; creía estar demasiado cansado de incoherencias ajenas y de escuchar mis propias quejas. Había pensado un trabajo sencillo, un programa de radio en el que predominarían las lecturas de textos literarios. También habría entrevistas a escritores y noticias sobre ferias, presentaciones de libros y otros asuntos vinculados a la tarea de escribir. Me gustaba la idea de muchas voces leyendo a muchos autores. El programa iba a llamarse Escrito en el aire. (El rescate de las palabras).

Estaba por terminar la primavera o recién había comenzado el verano. Una telefonista de Radio Ciudad (Metropolitana) me comunicó con la secretaria del director de programación. Hice las preguntas convenientes y utilicé los tonos de voz correctos, porque conseguí que me diera con su jefe y también pautar una entrevista para dos días después, por la tarde.

Fue descortés Sergio Debirlebis (debe cambiarse siempre) en la entrevista. Recorrió los argumentos de rutina con notable síntesis: no creo que el encuentro haya superado los cinco minutos. Luego de una hojeada veloz al texto de presentación de Escrito en el aire me dijo que ya había dos programas dedicados a la literatura –los escuché: eran casi mediocres–, que no vislumbraba huecos a corto plazo en la programación y que cualquier cosa me llamarían. Le dejé la carpeta, lo saludé, el ascensor me bajó y ya en el calor de la calle pensé que el tipo era un chanta, uno más.

Tres meses después Escrito en el aire estaba en la programación de Radio Ciudad, pero no era yo quien lo conducía. Una de las últimas noches de verano, mientras recorría el dial, encontré que alguien leía un relato y me detuve: “Llueve con tanta monotonía como aplicación desde el día de San Ramón Nonato, a lo mejor desde antes aún, y hoy es San Macario, que trae suerte a los naipes y a las papeletas de la rifa”. El lector impostaba mal un acento español; supe, luego, que el texto era un tramo de Mazurca para dos muertos, de Cela. Enseguida el locutor, con voz grave y pausada, dijo: Escrito en el aire, un programa de Sergio Debirlebis. Los técnicos habían agregado un efecto de eco.

Analicé venganzas o represalias, algunas demasiado violentas. Las cartas estaban a su favor, porque yo no había registrado el nombre ni la idea del programa y eran pocas las personas con las que había hablado sobre Escrito. Una noche, frente a la puerta de la radio, lo esperé hasta que salió; luego lo seguí unas cuadras sin que lo notara. Incluso llegué a descubrir dónde vivía. (Bueno, también yo…) Otra vez llevé conmigo una uñeta, pero no apareció. Con el correr de los días la bronca cedió, e incluso llegué a reírme, con amigos, al repasar el menú ilusorio de compensación.

Volví a saber de Debirlebis en el otoño del año siguiente, en la feria del libro, cuando vi su nombre mal anotado con birome al costado de otro nombre tachado, en el anuncio de una mesa redonda llamada “La literatura en la radio”, o “La radio en la literatura”. Algo así. “Sergio Devirlebis – Dir. de Radio Ciudad y conductor de Escrito en el aire”.

La sala estaba casi llena desde veinte minutos antes del horario del comienzo; conseguí uno de los últimos lugares disponibles. Sentí que recuperaba el odio. A su turno, Debirlebis habló de los tres programas dedicados a la literatura que él tenía en la radio, sanateó acerca de la importancia de la cultura para que los pueblos construyan y varios verbos más, y se detuvo especialmente, retorcido, gozoso, en Escrito en el aire.

Invitaron a que interviniera el público; hubo alguno, incluso, que se baboseó elogiándolo. Cuando me paré para recibir el micrófono vi que no me reconocía.

-Mi pregunta es para el señor Debirlebis. Ante un caso de plagio, ¿usted sería capaz de matar?

Ni las exposiciones ni las preguntas, hasta ese momento, tenían que ver con plagios, y mucho menos con asesinatos. Esta vez no podría decir si utilicé o no el tono correcto; noté, sí, que la sala enmudeció, luego alguna risita, y que Debirlebis me reconoció. Sonrió. Y dijo:

-Si no hay más remedio, por supuesto.

Se quedó mirándome, amplió la sonrisa, se echó contra el respaldo y con aire despreocupado entrelazó sus dedos por detrás de la nuca. De cada palabra y de cada gesto caí en la cuenta mucho más tarde; incluso hasta ahora, cuando anoto, observo que no hay un límite entre ese instante, esos dos o tres segundos de respuesta, y el instante siguiente, cuando el micrófono cruzó el aire como un cuchillo y fue a dar contra un busto de Sarmiento (civilización-barbarie) que estaba detrás de él. Vi cómo a Debirlebis le cambiaba la cara; logró evitar el microfonazo, pero perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. La chica que me había dado el micrófono gritó primero “estás loco”, y luego “seguridad”. Creo que yo grité “chorro hijo de puta”. Debía estar desencajado, porque aunque varios me gritaron y sólo dos o tres intentaron detenerme, la mayoría de las miradas eran temerosas, las de quienes descubren repentinamente, y demasiado cerca, a un desquiciado peligroso.  Pude salir y tras una breve corrida entré en una sala en la que pasaban unas diapositivas -me parece que de algún cuadro de Pettoruti- perdí a mis perseguidores.

Prendí la radio esa noche y sintonicé Escrito. Debirlebis habló de su conferencia y agradeció el apoyo del público, pero omitió hablar del incidente. Tampoco mencionó el tema en los días que siguieron. Más allá de la huida el episodio me puso muy contento e insistía con recrearlo en mi cabeza, los ojos desorbitados, las suelas de los zapatos que en su recorrido apuntan primero al público y luego al techo, el estruendo, los otros panelistas en socorro del compañero de la radio y la literatura, la manito de Debirlebis que tantea la mesa. Su silencio sobre el episodio, observé, era la señal más clara de mi pequeña victoria. (¡Una nada!)

Empecé a escribir esta historia por esos días. Aún andaría con ánimos de venganza, porque para contarla utilicé su verdadero nombre, su cargo en la radio y el título auténtico del programa. Y cumplí con las formalidades para enviar el relato a un concurso de una editorial afamada.

Enseguida descubrí que la historia real, la contada hasta aquí, no tenía suficientes elementos como para cerrar el relato. O tal vez fue que al escribirla descubrí rastros de ciertas asquerosas/peligrosas influencias de Hollywood, esa recurrencia al fuerte-malo que recibe su merecido del débil-bueno. (O sea que lo mío resultaría un aporte antihollywoodiano) Pero en este caso, para colmo, y esto recién lo noté al escribirlo, el “merecido” empezó a parecerme algo ridículo. Por eso inventé unos agregados que formaran un crescendo de enfrentamiento.

En el relato que envié el narrador escribe, luego de los hechos, esa historia, a la que llama Escrito en el aire. La envía a un concurso de cuentos. Meses después se entera de que el ganador del concurso es Sergio Debirlebis, con un texto llamado Las palabras y las voces. (Vaya  título) Esa noche sintoniza Escrito y oye cómo Debirlebis agradece a los jurados, a los oyentes, a la familia. Luego lee. Lee: “Aunque hasta ahora en las ideas siempre lo anticipé, aunque eso me tranquiliza un poco y me permite repensar toda la historia…” Una copia casi exacta del relato del narrador. ¿Cómo hizo? No se sabe. Le robó el cuento, el premio, la publicación, los lectores. Sergio Debirlebis reemplazó Sergio Debirlebis por “el director” (¡Claro!), o por “un sujeto del que prefiero olvidar su nombre”. Al final dice que se trata de una historia real, que Las palabras y las voces, además de ser el título del cuento, era también un proyecto de programa que le robaron (El rescate de las palabras), y que el premio y el relato eran una especie de venganza personal.

El narrador, entonces, decide ajusticiar a Debirlebis. Escribe a nombre de su enemigo una confesión, con la amenaza de un revólver se la hace leer al aire y finalmente le dispara.

A poco de enviar el cuento al concurso perdí interés por esta historia. Quiero decir: demasiado tiempo, demasiada energía, gastados en estos episodios. Tal vez lo pensé así como una forma de antídoto para el caso de que no sucediera nada con el relato; son demasiadas las cosas escritas por mí que, creo, no le interesan a nadie. (No había por qué ser tan incrédulo…) El jurado postergó el resultado, por razones que ya no recuerdo, un par de meses. Escrito en el aire fue elegido por unanimidad como ganador. En las motivaciones de la decisión los jurados anotaron de la “contudencia del lenguaje”, el “particular estilo” y el no sé qué de la trama a través de la cual el autor había conseguido tampoco sé qué cosa. El autor. Sergio Debirlebis.

Acá es donde las cosas se complican. Llueve. Hasta ahora nunca había escrito nada que resultara tan premonitorio. Como imaginarán, tengo el revólver cargado y me pregunto si no queda más que seguir con lo escrito: filtrarme en la radio, esperar al horario del programa, que confiese a punta de  pistola. (¡Puede fallar, puede fallar!) Me lo pregunto porque Escrito en el aire le anticipaba que haría eso. Es fácil, quizás hasta justo, imaginarlo con un revólver al alcance de la mano. (Y a veces no) Ahora el asunto excede un programa o un relato: tal vez haya sangre. Mazurca para dos muertos, recuerdo; la suerte, la lluvia, la muerte. Más allá de las apariencias, siempre lo anticipé: a mí se me ocurrió un programa llamado Escrito en el aire; yo escribí un relato llamado Escrito en el aire. Antes que él. Sé incluso hasta dónde vive, pienso, y suena el timbre. Será cuestión de seguir con la racha, me digo, disparar antes que él; esperar el momento justo. Y será mejor guardar el revólver en el cajón, no decirles nada a mis amigos, que no me vean más desquiciado de lo que ya me ven. Suena otra vez el timbre: ya va, digo, ya va.

Ya va, así es. Tras algún que otro pequeño retoque no será necesario aclarar a quién pertenece ahora este relato, quién es el auténtico dueño de estas líneas. Antes de volver a la radio pude rescatar, además de este, varios textos más que de otra forma no hubieran visto nunca la luz. No me agradezcan, soy apenas un eslabón de la cadena.

 Apenas eso.