Ag cipo - Horacio Cerenez - Juan Thomes
Sebastián busader, Juan Cruz García. Diario Río Negro, Argentina-.
Horacio Cerenez jamás pensó que ser alto le acarrearía algún perjuicio. Es cierto, en sus primeros años de escuela recibió alguna que otra cargada, pero en la secundaria los cuerpos se equipararon y fue uno más en ese baile hormonal en el que muta la adolescencia. Hizo el servicio militar, se transformó en chofer de larga distancia, tuvo tres hijos, se interesó por la mecánica y tuvo “un buen pasar económico”. Todo cambió irremediablemente el 14 de octubre de 2010.
Matías Sepúlveda cayó muerto de un disparo en Cipolletti -en el valle de Río Negro- y Cerenez quedó involucrado en el asesinato sin haber estado en el lugar del hecho, cuando el muchacho de 20 años fue golpeado y atravesado por una bala que le quitó el aliento para siempre. Esta vez ser alto fue el karma de Horacio. Por ese motivo pasó casi dos años en el penal de General Roca, con una prisión preventiva que se hacía eterna y la sensación de que jamás volvería a sentir el aire fresco.

 

Una pequeña mira tevé, despreocupada, riendo de a ratos con las desventuras de un gigante moreno convertido en ángel por esos caprichos de Hollywood. A su padre se le quiebra la voz y ella espía de reojo, extrañada, y vuelve a la película. La niña acompañaba a su papá cuando quedó detenido, lo vio perderse en una puerta que desconocía, no volver. Por meses, largos meses. Ahora lo mira y su madre la acaricia. No hay forma de sacar a la niña de la habitación donde se da la escena porque los Cerenez viven en una precaria casa de un ambiente, de madera y necesidades, que en agosto ardió por una vela que le habían encendido a San Cayetano.

El único crimen que cometió Cerenez esa noche del 14 de octubre fue llevar a Miguel Ángel Nuñez, a Rubén Nuñez y a Quico Pérez al geriátrico de calle Dante Alighieri 1220. Al lado, en un local acondicionado como departamento, vivía Sepúlveda, un chico que hacía las cosas de los chicos de su edad: paseaba con su novia, trabajaba con su padre, se divertía con amigos y tenía una perra bóxer. Fue la cachorra –eso al menos según la causa– y sus ladridos los que generaron discordia con Fabián Nuñez, que era el encargado del geriátrico “Sagrado Corazón de Jesús”.

Héctor Fabián y sus hermanos Miguel Ángel, Rubén Ángel y Roberto Gutiérrez fueron condenados a prisión perpetua junto a José Luis “Quico” Pérez por moler a golpes y asesinar al muchacho. Cerenez y un menor de edad terminaron absueltos.

¿Qué sucedió? Los hechos se desencadenaron de esta forma: Miguel, Rubén y Pérez fueron hasta la chacra de la Ruta 151 donde Cerenez tenía el taller. Le llevaron una Traffic para arreglar y partieron en un Renault Clio, que se quedó sin combustible. Cerenez salió a auxiliarlos, con su hija y el cuñado a bordo de un Wolkswagen Gol. Le dicen “entraron a robar al geriátrico de Fabián, llevanos…” Acata la orden. Los deja en el asilo. Había policías. Comenta alguna que otra cosa con su cuñado y arranca. Ya de regreso,  ve el teléfono móvil de Rubén en el asiento. Lo olvidó. Vuelve al geriátrico. Su peor error. Cuando fue a dejar el celular la policía lo encerró. Lo detuvieron y estuvo 40 días en las Comisaría 24 del barrio Don Bosco. De allí a la 32 para terminar en el penal de Roca.

“En la cárcel son todos inocentes, viste como es”, repite como una letanía. Pero él verdaderamente lo era. Dos fueron sus mayores “pecados”: medir alrededor de 1,90 metros y regresar esa noche para devolver un teléfono celular. Desde ahí la pesadilla fue en incremento y lo que para él era una incipiente sospecha de ciudadano común se tornó una irremediable certeza: la justicia es un intrincado sistema que de tan útil y necesario, muchas veces es perverso.

La realidad es que nunca hubo elementos para mantenerlo tras las rejas. Hasta que apareció el testimonio de un carpintero que no lo apuntó directamente, pero que dijo que en el grupo agresor “había un hombre alto”. Entonces cayó Cerenez. La causa ardía en una ciudad golpeada por los casos macabros y sin resolución. “Fui el pelotudo de turno, eso fui…”, dispara Cerenez enfundado en un mameluco de mecánico, zapatillas nuevas y regaladas, mirada acuosa.

Hasta que pasó lo que pasó, sólo había pisado una comisaría para hacer trámites. Desde ese momento se encontró sumido en un oscuro mundo de delincuentes, miedo, drogas y violencia. Perdió la libertad, el contacto con su hija y casi 30 kilos. También la autoestima y parte de su personalidad. “Está distinto, como ausente”, murmura su mujer, el sostén indestructible que tuvo durante su insufrible estadía. “No puedo dejar de pensar en el penal, es una película de terror que me sigue todo el día”, explica Horacio, que demandará al Estado por lo sufrido.

–Ahora estás en libertad, es tiempo de reiniciar tu vida.

–Acá estoy casi preso, enterrado, mi vida ya no es la misma. No puedo salir, no puedo salir… En mi cabeza suena el ruido de los candados y pasadores. Ahora me persigo en la calle, no puedo volver al centro (de la ciudad). Estoy preso en mi casa.