Que exageramos. Que estamos susceptibles. Que ya no se puede hablar. Que estamos desaforadas. Que no se nos puede decir que estamos lindas. Que no se nos puede mirar. Que no se nos puede discutir. Que no se nos puede “encarar”.

Es fácil estar en contra de los femicidios. Nadie en su sano juicio podría afirmar lo contrario. Ningún varón o mujer se manifestaría (al menos, públicamente) a favor de que cada 30 horas maten a una mujer. Ninguno diría: “Yo estoy en contra de la lucha por el fin de los femicidios”. Al menos la mayoría, estamos de acuerdo en eso.

Ante lo absoluto, lo definitivo, nadie duda. ¿Qué pasa cuando las mismas que levantaron esa bandera comienzan a darle otra forma, a izar otras banderas que la rodean, la integran, la forman, para explicar cuál es el origen de los femicidios? ¿Qué pasa cuando ya no se trata de condenar esos crímenes sino de escarbar y desterrar el sistema patriarcal que los sostiene? ¿Cuántos y cuántas están dispuestos a dar la pelea? ¿Cuántos comenzarán a justificar acosos, violaciones y hasta femicidios por no aceptar su propia deconstrucción?

Cacho Castaña es un tipo de otra época, escuché por ahí, como justificación al chiste atroz que dijo la semana pasada. ¿Cacho Castaña es un tipo de una época en la que las violaciones se vivían de forma relajada y placentera? ¿O de una época en la que las violaciones se vivían de la misma manera horrorosa que ahora, pero era cool hacer chistes sobre eso? ¿Todos hacían chistes sobre violaciones en la televisión? ¿Todos se reían de eso en otra época? Y si así era ¿no dejaron muchos de reírse de las violaciones hace tiempo?

La “otra época” a la que muchos y muchas refieren no es una época muy lejana. Y a muchos les duele, les molesta que las mujeres hayamos tomado las riendas esta vez. Que seamos las que ponemos límites, las que pongamos el grito en el cielo cuando se banaliza una violación, las que encaremos a un varón que nos dice guarangadas en la calle, las que contemos que fuimos acosadas, las que escrachemos a un abusador. Les jode que tengamos ovarios para pararnos y decir no es no. Les jode que les marquemos el terreno. Les jode que cortemos sus privilegios.

Nos encanta que nos seduzcan y también seducir. No nos seduce para nada que nos griten por la calle, que nos agarren de un brazo, que nos insistan cuando no queremos.

En el juego de seducción, no aceptamos la violencia en ninguna de sus formas: ni la verbal, ni la simbólica, ni la física. Tenemos muy en claro que hay una diferencia enorme entre el que te grita algo por la calle y el que te viola o te mata. Pero también sabemos que todo viene del mismo germen. Sabemos que avalar discursos machistas sostienen al machismo. Sabemos que dejar pasar acciones machistas lo acrecientan. Sabemos que los micromachismos cotidianos continúan dejando a la mujer en condición inferior.

Y no se trata de condenar y expulsar de la faz de la tierra a quienes siguen sosteniendo el Patriarcado y con él al machismo. Se trata de señalarles, de recordarles, de informarles que sí, hubo otra época no muy lejana en que todo eso que hacían y decían no estaba mal visto y podía parecer gracioso y piola (para los hacedores sobre todo, nunca para las objeto de esas acciones y discursos). Pero, afortunadamente, otra era llegó. Una era en la que la lucha por el fin de los femicidios es también la lucha contra la desigualdad, contra el maltrato, las violencias, el acoso, la cosificación. Y es todo un combo. Si no querés más femicidios, tampoco deberías querer más desigualdad ni más abuso de poder, ni más acoso, ni más chistes desagradables. Ni más videitos ni fotos de chicas desnudas en tus grupitos de whatsapp, ni más detalles de lo que le hiciste a tu ex en la cama, ni más insistencia (acoso) cuando una mujer no te quiere ver, ni más risitas cuando Cacho derrapa. Es todo o nada. Porque en contra de los femicidios estamos todos. Pero en contra del machismo que los promueve, parece que no.