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Durante cuatro días, Mar del Plata fue invadida por escritores, periodistas, niños zombis, asesores de criminalística y expertos en narcotráfico que participaron del Festival Azabache. Charlas magistrales, conversaciones íntimas, peleas de box, y borracheras. Todo el detrás de escena del mayor encuentro de literatura negra y policiales del país.

Matías Máximo – Cosecha Roja.-

A Pachu Acosta lo mataron de dos formas: primero le pegaron un tiro y después, para que la bala no delatara la pistola de la que salió, le abrieron el pecho con un cuchillo y se la sacaron. Esto pasó en Mar del Plata. Hoy el conjunto folklórico Los Gorriones hace una peña para colaborar con la madre de la víctima. Al Club Vasco llegan veinte escritores que están en la ciudad por el Festival Azabache, se sientan, y piden vinos Uxmal. Atrás de ellos entra la bandera argentina escoltada por niños vestidos de época, el estandarte del conjunto, y mientras suena el himno una nena lo canta en lenguaje de señas. Parece que nada tiene que ver con nada. Pero Mar del Plata es una ciudad intervenida por escritores de literatura negra, niños zombis, asesores de criminalística y expertos en narcotráfico, y todo tiene que ver con todo.

Juan Sasturain está rodeado de personajes que quieren conocerlo, fanáticos de sus libros o de su forma de hablar de ellos. El programa Ver para leer, que era transmitido por canal 8 de Mar del Plata, lo acercó a muchos televidentes no lectores. El efecto contagio hace que su mesa sea la más convocada de la actividad Desayune con su escritor preferido. En la mesa de al lado Reinaldo Sietecase es entrevistado por un fan marplatense que usa su libro Pendejos como lectura obligatoria en las clases que da en un secundario. La escritora chilena Andrea Jeftanovic gana un lector con la primera oración de No aceptes caramelos de extraños: “No sé en que momento comenzaron a interesarme las nalgas de los niños”. Provoca. Con una mano revuelve su pelo, lo infla y dice que la ficción “es una trampa” (para seducir, matar y morir). El lector de Sietecase queda cautivado con Jeftanovic y evalúa la posibilidad de incluir a ella también en las lecturas para sus alumnos. Liliana Escliar está rodeada de señoras, ¿querrán ser incluidas en alguna temporada de Mujeres Asesinas?

Uno de los organizadores de Azabache es Juan Carrá, un periodista del diario El Atlántico que tiene un punto rojo en su cabeza, inflamado. Una herida de guerra de lo que fue la Batalla de paintball, en la que dos bandos de escritores se enfrentaron con municiones de pintura. Juan se mueve de un lado para otro. Ahora va en su auto desde el Club de pesca hasta el club de boxeo Vecchio, un lugar atendido por su dueño -que seguro está acostumbrado a muchas cosas menos a que su escuela de box se llene de amantes de la literatura-. Después de la presentación de 12 rounds –una antología de cuentos sobre boxeo- los escritores van a los vestuarios a cambiarse. Aparecen Juan Carrá, Juan Carlos Almada, Fernando del Río y Kike Ferrari (Kike, el autor de Que de lejos parecen moscas, está descalzo, como si fuera a hacer lucha libre; y se tomó el trabajo de traer sus propios guantes y protector bucal bicolor). Pasan los sets y vuela testosterona por todos lados. Por suerte para su integridad física estos hombres se dedican a escribir y no a boxear.

Patricia Nieto y Alberto Salcedo Ramos viajan desde un hotel a dos cuadras del mar hasta La Plaza del Agua. Se habían visto por última vez en alguna ciudad latinoamericana, en algún festival, dando alguna charla.

-Mi Patri –dice Salcedo Ramos-, he viajado por Argentina los últimos días, vuelvo a Colombia y luego parto a España, a recibir un premio de 20 mil dólares.

-No paras Alberto, estás de aquí para allá- responde Patricia.

-Es así, mi Patri, y en dos días cumpliré 50.

Alberto no para porque es su momento, porque hablar de crónica y escribir buenas crónicas es lo que el estado del mundo demanda. Y él habla de crónica y escribe muy bien. Aunque hoy, después de tanto viaje, se lo ve exhausto. Mientras almuerza lo único que comerá en el día -su dieta exótica sólo incluye una comida diaria- habla de cronistas argentinos. Leila Guerriero: “Además de ser genial escritora es genial persona, lo que la vuelve dos veces grande. Josefina Licitra: “La crónica Pollita en fuga es muy buena, también su libro Los otros”. Martín Caparrós: “Su crónica Muxes de Juchitán es la mejor crónica que leí”. Cristian Alarcón: “Estoy contento de compartir espacio en las dos antologías de crónica latinoamericana publicadas el año pasado”.

Azabache tiene su versión mini, Azabachito. Los seguidores de Harry Potter están personificados como sus ídolos: unos con capas y la marca del elegido en la frente, todos con varitas mágicas. Gritan, corren, tienen el éxtasis de la niñez. Entre los coordinadores también performativizados pasa caminando Sasturain. Un nene le dice a otro:

– Parece que hay más de un personaje.
-Sí, mirá, ¡ahí esta Dumbledore!

En el mismo escenario donde Alberto Laiseca recitó La caída de la casa Usher -mientras se tomaba un J&B y dejaba al público congelado- hoy debaten sobre narcotráfico Nieto, Salcedo Ramos, Sebastián Hacher y Élmer Mendoza. Élmer lleva una sonrisa mexicana que no tiene relación con el horror que describe. El tema que flota es la profesionalización en el mundo narco y una cultura emergente que no crece al ritmo de los millones que se van y vienen. Lo más llamativo no son estos grandes de la crónica y la etnografía narco, sino su público: sobre todo señoras de la ciudad que escuchan y hacen preguntas al final, apasionadas.

A un costado, una chica de la ONG “Frikis” pregunta a los nenes “¿quién quiere ser un zombi?”. Una madre con un bebé de menos de un año en upa se acerca para que maquillen a su hijo y le pinten un chorro de sangre en la comisura. En frente hay una tela verde donde los chicos se paran después de volverse zombis y el resultado final son unas fotos photoshopeadas que cuelgan como tendidos del horror.

En el escenario Claudia Piñeiro, Gustavo Nielsen y Horacio Convertini integran el jurado del concurso de Novela Azabache 2013. Entre más de cien manuscritos eligieron como ganador a “No llores, hombre duro” (Mariano Quiroz de Resistencia, Chaco) y dieron mención especial para “Malaventuranza” (Ezequiel Dellutri, Buenos Aires). Nielsen, didáctico, da una devolución y dice que la novela ganadora tiene algunas desprolijidades en los tiempos verbales,  más allá de lo que coincide como el resto del jurado en que “es más importante que un escritor tenga una buena historia para contar, a que tenga una excelente redacción y que lo que cuente sea aburrido”.

El sorteo de premios en la peña es interminable. Pareciera que hay un premio por persona. Toni Hill, uno de los invitados internacionales, se gana un pequeño delfín de plástico y todos se ríen, hasta que empieza el Bombón asesino y estalla un baile popular entre Selva Almada, Gabriela Cabezón Cámara, Leandro Ávalos Blacha, Cristian Alarcón, Ricardo Romero, Daniel Nimes, Leandro Rozas y otros tantos escritores. Después de la peña siguen los bailes, el jazz y la electrónica. A la mañana siguiente, en el asado de Sierra de los Padres, ninguno tiene ganas de recordar la causa de la resaca. Está lluvioso y hay que llegar hasta la noche enteros. Lo mejor será tomar una cerveza rápido.

Es domingo y llueve de forma constante, tétrica, fría y autorreferencial; llueve en toda la ciudad. La tarde oscurece mientras Cristian Alarcón y Guillermo Saccomanno hablan de libros en una bodega, con un ventanal de cuatro por dos detrás que es el fondo ideal.

-No escribo sobre marginalidad sino sobre centralidades. Lo que escribo resulta marginal desde el centro de la ciudad- dice Saccomanno.

-Para nosotros la periferia es el centro- agrega Alarcón.

El autor de Cámara Gesell hace una lectura comparada entre Pier Paolo Pasolini y los libros de Alarcón. Después navega entre Flaubert, Kierkegaard y Proust y llega a ese territorio vuelto un lugar común pero real: para escribir bien hay que leer mucho.

-Estaba en una escuela charlando con una maestra que le da de leer Coelho a los alumnos de primaria y me dijo “los chicos no leen…” –dice Saccomanno-. Yo quería escupirle. “Si vos no lees, tarada, como querés que lean”. Pero me lo guardé por cortesía.

Después de la charla los escritores cruzan de la bodega a La Plaza del Agua. Uno grita que se apuren, que es el cierre, y le enchufan a Guillermo un micrófono para responderle a una señora “qué leía mientras escribía”: “cuando entro al baño de alguien que no conozco demasiado leo los prospectos de su botiquín. Leo todo, todo el tiempo”.

En esa charla final los escritores llegan a la conclusión de que se escribe para uno y hay que tener la valentía de enfrentarse y no dormirse en la comodidad. El champang suelta risas. La lluvia lava la cara de los niños zombis. La ciudad sangrada por 80 invitados vuelve a ser la ciudad feliz.