Teresa

El tren de la piedad pasó de largo hace ya mucho tiempo por la vida de Teresa, apenas si paró en su estación unos segundos. Lo hizo, quizá, cuando de niña le perdonó la vida a un pollito que pretendía ahogar en la pila. “Yo quisiera arrepentirme”, dice con aparente sinceridad: “a veces en la noche me pongo a pensar en la mujer que maté, pienso en sus hijos y me imagino que se quedaron solos y tienen hambre por mi culpa, pero eso no me hace sentir mal. Trato de llorar, lo juro, pero no puedo”. Sus palabras dan la impresión de que realmente vive un conflicto, de que sus intentos por sentir compasión son genuinos. Genuinos pero infructuosos.

El pastor evangélico le dijo que para entrar en el Reino de Dios tenía que pedir perdón. “Arrepentirte de verdad. Tienes que llorar, sufrir, sentirte verdaderamente mal cuando recuerdes lo que hiciste. Solo cuando hayas llorado a mares y hayas pasado noches sin dormir por los remordimientos, se te abrirán las puertas del cielo”. A Teresa esas palabras se le quedaron grabadas. Creció en la religión católica y desde pequeña tuvo miedo del infierno, pero ese miedo se fue cuando conoció a un pandillero del que se enamoró perdidamente. Él le pidió una prueba de amor: matar a una de sus enemigas. Y ella lo hizo sin dudarlo, no sabe cómo pasó, pero en un pestañeo cambió de dios, el Dios de la Biblia dejó de tener sentido para ella y ya solo se dedicó a adorar a un único dios: el Funky, un tipo tatuado de ojos acristalados.

Cuando, días después, el pastor le preguntó si había logrado arrepentirse, ella fue sincera: “me acordé de la cara de la mujer que maté. La vi llena de sangre, tirada en el suelo y la verdad …me sentí bien, me sentí orgullosa”. El hombre la vio con la mirada más oscura que ella haya sentido y le aseguró que pasaría la eternidad en el infierno, “vas a vivir calcinada por las llamas, tu sufrimiento no tendrá fin”. Esas palabras, dice, la asustaron más que las que dijo el juez cuando la sentenció a pasar prácticamente el resto de su vida presa.

Teresa ha matado a tres personas, las tres a balazos, las tres vidas las arrancó antes de haber cumplido los treinta años. Eran tres miembros de la mara rival y para ella, haberlos asesinado fue un éxito, prestigio dentro de su nueva familia –su familia anterior, la genética, todavía la visita en prisión– su crimen fue un triunfo en las nuevas reglas sociales que adoptó al entrar en la pandilla. ¿Qué sintió al matar? “Mucha energía”, dice a secas, “uno se siente mejor cuando lo cuenta, cuando regresa con los compañeros y les da detalles de cómo cayó o de si pidió que no la mataran, todo eso”.

Habló durante dos horas de su infancia, que había sido perfectamente normal, sin padres abusadores, sin violencia intrafamiliar, de sus días en un colegio privado y en un hogar acomodado, y de cuando decidió ingresar en una pandilla por amor. De los desteñidos muros de la cárcel pendían ajados adornos navideños. Y su mayor preocupación, a los pocos minutos de terminar lo que había sido una confesión laica, con sus ojos negros de mirada infantil, clavados en el espacio, era: “¿usted cree que exista el infierno?”.

Otilio

Antes de salir, Otilio Esaú Romero cerraba los ojos y elevaba una oración: “Dios, Padre, quítame a los policías del camino, hacé que regrese sano a mi casa, cuidá a mis hommies, dame fuerza”. Y Dios, asegura él, lo acompañaba cuando iba a matar, lo protegía y le permitía una huida siempre expedita. Por eso pudo dedicarse al sicariato sin problemas durante más de una década. El primer asesinato lo cometió cuando recién cumplió catorce años, un amigo le había hecho un regalo especial: una nueve milímetros negra. “Esa fue mi primera pistola” dirá doce años después, en medio de los árboles que dan sombra en una cárcel de la costa, “al final ya me parecía de juguete. Llegué a tener una Ceska Zbrojovka y una M16”. Llenó la tolva con 35 balas y se la guardó entre el pantalón y la camisa. No tuvo que ir muy lejos, el tipo que buscaba estaba a unas cuantas cuadras. Sacó el arma y puso fuerza sobre el gatillo, sonó una vez, dos veces, tres veces y entonces no pudo parar, el ruido se multiplicó tanto que sus oídos se ensordecieron. Minutos más tarde descubrió que su dedo seguía presionando pero que ya no salían balas: las había disparado todas. El hombre al que mató era el violador y asesino de su hermana menor. Fue su primer crimen y le gustó. Más tarde mató a un vecino que le molestaba. Después a un policía y luego a algún pandillero que hostigaba a su familia. “En la calle fui un poco rebelde”, dice con media sonrisa, sus ojos son verdes y recuerdan el camuflaje de los soldados. “Lo que pasa es que la ley lo molesta a uno, a veces uno está en una esquina y solo por el vestuario lo comienzan a molestar”, se justifica.

Los días posteriores al primer asesinato su vida cambió. Cerraba los ojos y sentía que tenía enfrente al hombre al que había dado muerte. Lamentaba haber matado, hasta que un día tomó una decisión: “Si ya me metí en eso, en eso me voy a quedar”. Fue el punto de partida para una cantidad de asesinatos que ya no sabe contar. “Depende cómo era el coco así se cobraba”, cuenta. “Si se sabe que el hombre va armado eso va a costar más, porque uno se está arriesgando”.

Entró en la pandilla y vio de cerca cómo muchos de sus amigos –sus nuevos hermanos– caían muertos, eso le hizo arder de furia. “A veces hasta me reviraba la sangre de mi amigo en la cara y era duro, y ¿cómo se desahoga uno de eso? Solo haciendo lo mismo”, reflexiona. Ante la pregunta ¿qué se siente matar? Otilio tiene una sola respuesta: no siente nada. “Si ya lo hiciste, ya lo hiciste, no hay vuelta”.

Se arrepiente desde luego, si tuviera la oportunidad de empezar de nuevo lo haría todo distinto. “Si no hubiera hecho maldades ahora podría ver crecer a mis tres hijos. El mundo es pequeño aquí, y no estoy con las personas que amo. Dicen que es suerte, pero en verdad yo creo que es misericordia de Dios que yo esté vivo” reflexiona mientras mira de reojo el campo de fútbol cercano, los otros reclusos han empezado a prepararse para un partido. “Es difícil vivir así, cualquier sirena y uno se asusta, piensa dónde va a esconder las armas, se imagina que ya vienen por uno. No es una buena vida”.

Si alguna vez sale –tiene dos condenas de 25 años cada una y cuatro juicios abiertos– está seguro de que buscará un empleo y se alejará de las armas. La pelota empezó a rodar afuera y él instintivamente se levanta, “perdone, me voy, es que si quiere que le cuente de cada uno de los que he matado nos vamos a estar aquí un buen rato”.

Carmela

El ruido de las sirenas le dijo que había llegado su hora. Tuvo todo un año de suerte, pero las buenas rachas se acaban. Algún familiar le aconsejó que saltara por el jardín trasero de la casa y huyera, pero ella prefirió abrirle la puerta a la Policía: no quería una vida de fugitiva. La fiscal se asombró de que fuera la propia sospechosa la que los recibiera y que además confesara todo de inmediato. “Solo le pido una cosa”, le dijo, “déjeme irme en mi carro, no soportaría que los vecinos me vean esposada en una patrulla”. La fiscal accedió con una condición: manejaría un policía y otro iría en el asiento trasero. Carmela se quitó las joyas, se puso un pantalón de algodón, una camisa de franela y unos tenis. Su empleada doméstica le preparó un maletín con ropa limpia para varios días. Eso fue hace diez años, lleva la tercera parte de su condena viviendo en prisión.

“Yo nunca hice nada malo, siempre fui honesta, cuidé a mis hijos, fui una buena madre”, dice mientras cruza los dedos sobre las piernas, sus manos son ásperas y sus uñas están gastadas y sucias, solo un anillo de oro que brilla en el índice recuerda que fue una ama de casa elegante, “si estoy aquí es por culpa de mi marido”.
Su vida era normal hasta que empezaron a llegarle rumores, habían visto a su esposo con otra mujer. Ella se puso en alerta: revisó sus llamadas, sus correos, sus horarios. Pero no halló ninguna prueba acusatoria. Sin embargo las voces no cesaban: les habían visto entrar en un hotel, en algún balneario, salir del cine tomados de la mano. Carmela lo seguía, pero él sabía siempre jugarle la vuelta. Más tarde la gente le contó quién era la amante: una vecina que recién era mayor de edad. Carmela pensó entonces que lo más sensato sería hablar con los padres de la niña, para que ellos la castigaran. Pero la madre no fue nada receptiva, ofendida le dijo que su hija jamás saldría con un viejo como su marido, “usted es vieja y fea por eso está con él, pero mi muchachita es distinta”, concluyó la frase con un portazo. Carmela no consiguió paz, sentía que 16 años de matrimonio se esfumaban como quien sopla una semilla voladora.

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