Imaginen a Nabila sobre el pasto, la cara aplastada contra el suelo. Imaginen que de su boca salen bocanadas de vapor por los nueve grados que en ese momento le golpean el cuerpo semivestido. Allí queda, abandonada, en medio de un charco  de sangre. Tiene las cuencas de sus ojos vacías. Lucha por su vida, se aferra a la vida, porque lo que más quiere en este mundo son sus cuatro hijos.

Nabila

A casi un año del brutal ataque de la madrugada del 14 de mayo, hemos sido espectadores de cómo los focos están sobre la víctima, nunca en el agresor, como siempre. Los trozos de su historia personal aparecieron en una revista y en los diarios con detalles sórdidos que no hicieron más que seguir desgarrándola.

Nabila se recuperaba de milagro y ya se hurgaba en su vida sexual. Que tenía dos parejas más al momento del ataque, que tuvo un esposo en la adolescencia y no que fue víctima de explotación sexual o de una relación asimétrica: el hombre era cuarenta años mayor que ella. Cuán difícil es entender la idea de que Nabila probablemente fue depredada desde niña, porque ser niña y pobre en Chile te condena al abuso sistemático, la mayoría de las veces, te signa una vida.

Hoy, en una audiencia de más de tres horas, se reiteraron los detalles de su vida de manera majadera. Antes ya se había mencionado que fue mesera y eso se mezcló con historias de mafiosos y la trata de blancas. Que quizá la atacaron por venganza. Que en ese lugar “de la noche” conocía a sus parejas. Claro, porque ser mesera es también un poco sinónimo de ser puta. Se habló con insistencia sobre su pasado, había que dejar claro que todo lo que le ocurrió no era más que su culpa.

En este espectáculo, Nabila fue presentada como una mujer que bebía en exceso y era promiscua. Listo. Se lo merecía. La gente y los comentarios debajo de las noticias bien lo mostraban. “¿Tan borracha estaba, que no se acuerda de quien la atacó?”, “Al final del día, pagas por tus pecados”. La mayoría de estos comentarios provenían de hombres.

Su caso no ha recibido el mismo trato mediático que otros, que son tocados con más empatía, porque Nabila además ser mujer es pobre. No se habla de los hombres, de su padre -quien también fue un maltratador-, de las relaciones abusivas, de Mauricio Ortega y de su pasado de violencia intrafamiliar que condenaba todos los días a Nabila. De la bomba de tiempo que habitaba su casa.

Hoy ella describió ese mundo, esa violencia que siempre empieza de a poco, con el control, y termina en muerte. Dijo que vivía a los sobresaltos, que si la comida estaba mala, que las patadas a la lavadora y los combos a las paredes no eran más que muestras de su permanente descontrol. Que Mauricio se enojaba por todo. En un ocasión fue arrastrada del pelo por la escalera de la casa. “Aquí el único que hace bien las cosas soy yo”, le decía.

La defensa una y otra vez puso el foco en su vida sexual. También se apuntó con el dedo su retractación, esa realidad que comparte con otras chilenas (la última encuesta de “Victimización por Violencia Intrafamiliar y Delitos Sexuales” del Ministerio del Interior muestra que quienes hacen denuncia por violencia sicológica, se retractan en un 47,7%; para la violencia física, lo hacen en un 41,1% y un 67% de las víctimas en las denuncias del tipo sexual). Desde el Ministerio dicen que las razones son varias, pero entre las cuatro paredes se sabe que siempre es porque el agresor es el proveedor, o porque el espiral de la violencia funciona así y alterna en esas pequeñas lunas de miel: silencio, llanto, perdón y los golpes de nuevo.

Ese lugar donde la víctima ya está completamente sola y aislada. Nabila se retractó dos veces.

Hoy en el estrado estaban todos esos hombres: el que explota sexualmente, el que golpea, el que castiga y el que lapida. Nabila hoy fue víctima de nuevo. Le dieron esa última estocada que separa las víctimas buenas de las malas. Buena es la que no bebe, la que no engaña y la que no se harta de los golpes. Y así, siguió también la cobertura mediática que subraya las declaraciones de la defensa. “Nabila se lo buscó”, piensan muchos, aun cuando las mujeres de su familia tenían un modus operandi coordinado: cada vez que Mauricio “se ponía pesado”, su mamá Noelia o su hermana Kathy sacaban a los hijos de la casa. Porque de la violencia se aprende a caminar de puntillas para no despertar al monstruo. Algunos dicen por ejemplo que Nabila siempre hablaba bajito.

En la audiencia de hoy se impuso el contexto innecesario aún cuando la violencia machista en Chile alcanza a muchas mujeres: 52 femicidios en 2016; 13 en lo que va de 2017.

Hay una película gringa, llena de lugares comunes, incluida una bandera de Estados Unidos flameando para coronar el final que habla de la teoría de “la buena víctima”. En este caso, una mala víctima: una niña de diez años, pobre y afroamericana de Mississippi, a la que violan dos jóvenes borrachos. La mayoría blanca de la ciudad se muestra consternada, pero todos saben que las penas para estos victimarios serán irrisorias. El padre de la niña hace justicia por cuenta propia y mata a los violadores. Un abogado en el juicio decide convencer a un jurado que sabe no logrará empatizar con esta familia y cuenta una historia: “Quiero que se imaginen a esta niña. De repente, un camión llega volando. Dos hombres la agarran, la arrastran a un campo cercano, la amarran, le arrancan la ropa (…) Su cuerpo violado, golpeado, roto, bañado en orina, bañado en semen, bañado en su propia sangre, abandonado, para morir. ¿La ven? Quiero que se imaginen a esa niñita. Ahora, imaginen que es “blanca”.

Fin de la defensa.

A Nabila hoy la destruyeron de nuevo, las preguntas fueron piedras con un mensaje subyacente: “Altísima alcoholemia” y “rastros de semen de varias hombres” para opacar la violencia de su agresor.

Hay que frenar este circo y la re victimización, cuestionar decisiones editoriales y cuestionarnos nosotros mismos o no habrá paso a la verdadera reparación de la víctima. Hoy simplemente vimos a una jauría despedazando a una mujer.

Ahora un ejercicio.

Imaginen de nuevo Nabila sobre el pasto, la cara aplastada contra el suelo. Imaginen que de su boca salen bocanadas de vapor por los nueve grados que en ese momento le golpean el cuerpo semivestido. Allí queda, abandonada, en medio de un charco de sangre y tiene las cuencas de sus ojos vacías. ¿La ven? ¿Ven su dolor? Ahora imaginen que esa mujer es rubia, que es una mujer de estrato alto, tal vez, la hija de un empresario.