Por Gustavo Villarrubia – CIPER Chile.-

Con una voz bien afinada y sin perder la rima, Alexis Labraña, más conocido como Di-One el Capo (21) rapea frente al ataúd de Israel Díaz Martínez (21), quien fuera su compañero de colegio y que tres días antes perdiera la vida en el incendio de la cárcel de San Miguel. Le siguen el ritmo meneando sus cuerpos y con los ojos llenos de lágrimas un grupo de jóvenes -todos con jockey y ropas anchas de marca- que llenan el pequeño living de la casa del pasaje Karl Brunner de La Legua Emergencia.
Apenas termina la canción, de a uno se acercan al cajón para tocarlo y despedirse de su amigo. “Hermano, siempre te recordaré, fuiste pulento”, dice uno. “Isra, lo conseguiste, ¡moriste choro!”, grita el Pitilla al salir de la habitación, al tiempo que saca de entre sus ropas una pistola 9 mm. Nadie se inmuta.
En la puerta de la casa el Pitilla martilla el arma, la levanta al cielo y deja escapar los primeros balazos al aire. En sólo segundos desde todos los rincones surgen brazos armados que al unísono comienzan a disparar al aire. El ruido es ensordecedor. También intimidante para los que hemos visto estas escenas sólo en películas.
Los presentes sólo se cubren los oídos. A no más de dos cuadras está un blindado de las Fuerzas Especiales (Gope) de Carabineros de la 50ª comisaría de San Joaquín que rápidamente sale marcha atrás desapareciendo del lugar.
-Levanten el cajón en brazos. Vamos a dar la vuelta por el pasaje, de ahí volvemos y nos vamos –ordena Joseph Azola Martinez, primo hermano de Israel y quien se ha hecho cargo del funeral.
Desde el jockey a las zapatillas que viste Joseph son de marca Lacoste. En su pecho luce una gran “I” de oro con circonios. La misma que solía llevar Israel y que mandó a hacer especialmente a una joyería del centro de Santiago pagando por ella 2 millones 400 mil pesos.
Siguiendo el rito narco de La Legua Emergencia, Joseph organizó cada detalle del sepelio para demostrar su poder. Para la noche del velorio compró 35 litros de whisky Johnny Walker. Luego, pasó marihuana para hacer un “pito” de más de 20 centímetros que se dejó en un cenicero encima del cajón y que fue siendo consumido por los que vinieron a pasar la noche junto al cuerpo de Isra.
Al día siguiente Joseph repartió más de 500 balas y exhibió lo mejor de su arsenal para el ritual de despedida: pistolas 9 mm, revólveres y una escopeta calibre 12 que algunos se disputaron por su alto poder de fuego. Las 10 camionetas van que contrató para el cortejo al cementerio ya esperaban en la calle.
-Soy el encargado de recibir el pago. Son $40 mil por cada Van. Eso suma 400 mil pesos –le dice el chofer de una de ellas a Joseph.
Azola le pide a su madre que le traiga dinero. Sonia Martínez entra a la casa y sale a los pocos minutos con una bolsa del tamaño de una pelota de fútbol llena de monedas de 50 y 100 pesos.
-Aquí tienes $200 mil, el resto te lo doy en billetes –le dice Joseph al cobrador, sacando un fajo de billetes de uno de los bolsillos de su pantalón.
Las armas se guardan debajo del sillón del living y el cortejo parte. José Benito Ormeño, antiguo habitante de la población y dirigente de la asociación “Raíces de la Legua”, tiene pena por la muerte de Israel, pero algo lo incomoda. El ritual de su despedida va en contra de lo que ha sido por años su lucha: despojarse del mito de que todos en La Legua son delincuentes.
-Esta manera de mostrar status disparando y gastando tanto dinero yo la repudio. Se lo digo a los chiquillos, pero no me hacen caso. Es su manera de protestar contra el sistema, de rebelarse ante esta sociedad -afirma Ormeño.
LAS “OFICINAS” DE LA LEGUA EMERGENCIA
La Legua fue una de las primeras poblaciones obreras de Santiago que albergó a los trabajadores del salitre que emigraron del norte cuando esta industria extractiva inició su declive en el siglo pasado. La llamaron así porque quedó ubicada a “una legua” del centro de Santiago.
Y se convertiría en “La Legua Vieja” cuando en 1947 un grupo de pobladores sin casa protagonizaron allí una de las primeras tomas de terreno en la capital dando paso a “La Legua Nueva”. En 1951, la Municipalidad de San Miguel aprobó un loteo de sitios para familias que debieron ser desplazadas de poblaciones callampas emplazadas en la insalubre ribera norte del río Mapocho y de conventillos de la Manzana Alta del canal La Punta. Entonces nació “La Legua Emergencia”.
El popular barrio se convertiría en feudo de la izquierda tradicional con fiestas callejeras y una ebullición política que la marcaron a fuego. Porque en septiembre de 1973 la violencia inundó sus calles y arrasó con todas las organizaciones sociales. Los muertos de aquellos días serían el preludio de lo que vendría más tarde.
Hoy, con sus 1.093 viviendas (de 3 metros de ancho por 22 de largo) y aproximadamente 3.293 habitantes, ni la ley ni el Estado han logrado instalar un pie en La Legua Emergencia. Son sólo 5 cuadras de largo y 11 pasajes que la cruzan de norte a sur. Una superficie explosiva de 15,36 hectáreas que con sus calles sin salida y sus casas interconectadas ha conseguido poner en jaque las políticas públicas de seguridad durante los últimos diez años.
Narcotraficantes y delincuentes imponen sus reglas. Y la violencia extrema. Al interior, sin rejas pero bajo el terror permanente, cientos de familias se ven obligadas a vivir al igual que prisioneros en sus viviendas.De las 1.093 casas, más del 10 % estarían deshabitadas, según fuentes policiales. No son casas en ruinas, sino inmuebles utilizados como “oficinas” –caletas de distribución y consumo- del narcotráfico. Una cifra que constatamos en terreno.
-En esta cuadra hay varias casas que han sido compradas por extraños. Son narcotraficantes que se las pasan a sus cómplices para usarlas como almacén. Y a veces pasan cosas muy raras. Cuando uno de los importantes cae, datea a la policía con droga que hay en otra casa. Pero son ellos mismos. Lo hacen para obtener rebajas con los ratis –nos cuenta uno de los vecinos antiguos.
Las llamadas “casas cargadas” están listas para ser usadas por un narcotraficante cuando cae detenido. Una vez que es llevado a la fiscalía, entrega el dato y obtiene atenuantes para pasar menos tiempo bajo rejas.

 

LOS “SOLDADOS”
A pesar de todos sus esfuerzos, los habitantes de La Legua Emergencia deben luchar a diario contra el estigma de vivir en una población cuya sola mención genera miedo y sospecha. Y también contra la tentación del dinero fácil que les ofrecen los narcotraficantes que han convertido a esa población en refugio de avezados delincuentes.
-Aquí nos conocemos todos. Sabemos perfectamente cuando entra gente de afuera y a qué viene. Por eso es que para entrar, si no vienes “recomendado” o con alguien de aquí es muy posible que te asalten. Porque aquí todos nos protegemos –me dice el primer día que ingreso al sector un hombre de no más de 30 años.
Como muchos otros, W.M. pasa varias horas al día parado en una esquina. Hoy está justo en la esquina de Sánchez Colchero con Jorge Canning, a la entrada de uno de los tres pasajes más peligrosos de La Legua Emergencia.
-¿Qué haces aquí? -pregunto
-Yo “presto guata”, compadre. He estado muy mal y me han ayudado, así que trabajo prestando guata. Ahora uno no se debe cuidar sólo de los pacos y de los ratis, hay mucho huevón brígido.
A sus 29 años, W. M. es un “soldado” de los narcotraficantes del pasaje Sánchez Colchero. Atrás quedó su propia lucha contra la droga en un tratamiento inútil. Su trabajo es la protección y la vigilancia. De la policía y de otros “soldados” de narcos que pueden intentar robar la droga que está a la venta.
Un mes después regreso nuevamente a La Legua Emergencia. Me cuentan que W.M. anda “piola”, que se enfrentó pistola en mano a unos hermanos, pero no disparó. Ahora los dos hermanos han jurado vengarse y lo buscan para matarlo.
COMPRA DE LEALTADES
Son las 7:35 del miércoles 6 de octubre. La hora recomendada por los vecinos para recorrer La Legua Emergencia sin problemas. Entre sus pasajes de casas continuas, bajas, estrechas y de distintos colores, destacan antenas de TV cable y uno que otro auto del año estacionado en el frontis de la vivienda de su propietario. Algunos vehículos valen hasta diez veces el valor de la casa. Un curioso contraste entre pobreza y opulencia en este sector de la comuna de San Joaquín donde vive parte de ese 13,5% de las familias que según la última encuesta Casen engrosan los índices de pobreza.
A esta hora sólo se ven por sus calles niños en uniforme escolar, vecinos que salen a sus trabajos y perros callejeros. Por la mañana, los “soldados” que se toman esquinas y entradas de pasajes, los mismos que disparan a los carros policiales y hacen respetar las leyes de los narcos, duermen.
-Es la hora que usamos para sacar fotos y chequear la información sobre las casas usadas como “oficinas”. Cuando los traficantes se percatan que la policía está detrás, se cambian de casa o las pintan de otro color ya que nosotros las reconocemos por los colores. Solo en las que viven familias honestas se mantienen los números en la entrada -comenta Juan León, detective de la PDI.
Otra señal que devela la existencia de una “oficina” son las puertas de fierro. Actúan como barrera en los operativos para retrasar la entrada de los policías mientras los narcos escapan por escaleras que comunican con los techos o túneles subterráneos.
-En algunas ocasiones, después del operativo, se ha procedido a requisar las puertas blindadas. Pero al día siguiente ya la han suplantado por una nueva -afirma el subinspector de la PDI, Germán Bravo.
A las 11:25 las calles de La Legua Emergencia adquieren otro ritmo. Otra vida. Cada entrada de pasaje está ocupada por hombres de entre 20 a 40 años en actitud de vigilancia. Alertas a todo movimiento de personas y vehículos. Unos silbidos de tono corto y rápido se sienten a lo lejos. A los segundos se divisa un furgón de Carabineros que avanza lento, muy lento. Algunos de los “soldados” que custodian las esquinas hacen discretos gestos hacia un grupo que conversa en la entrada de una casa-oficina. Al instante los hombres desaparecen en su interior tras cerrar el portón de fierro.
A esta hora solo transitan quienes habitan en esas calles o tienen salvoconducto de los “soldados” o de alguna banda para entrar a comprar droga. “Aquí no se entra a vitrinear. Por eso te dije que me esperaras en Santa Rosa”, nos dice J.M., madre de varios hijos y que tiene a casi toda su familia presa por tráfico de drogas:
-Nosotros vivíamos bien. Mis hermanos trabajaban en un puesto en la feria y no nos faltaba para comer. Pero cuando te ofrecen en una semana lo que tú ganas trabajando duro en dos meses, ese dinero fácil nos tentó. Nos metimos todos y acabamos perdiendo el puesto en la feria. Ahora, cuando voy a visitar a mis hermanos a la cárcel, ellos recién se dan cuenta que no valió la pena -confiesa.

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