María Victoria Ponce

1

Y mirá, cómo decirte, eran las cuatro de la tarde, o las tres o las dos, no recuerdo bien, yo estaba saliendo del Correo cuando llamo Laura para darme la noticia. Dijo que habían matado a uno de los nuestros o algo así. No entendí, o no quise entender, ahora que lo pienso.
Laura estaba quebrada, como con una congestión avanzada o como si hubiera gritado y dañado su garganta. Daba la sensación de que alguien la estuviera corriendo.
Me quedé con el teléfono en la mano, esperando que dijera los detalles de lo que había ocurrido. Ella cortó la llamada sin darme tiempo siquiera a preguntarle dónde estaba. Laura no es una mujer dramática y el peligro no la atemoriza. Yo, que más bien soy de los que esperan que los problemas se resuelvan solos, supe que algo jodido había pasado y que no podía quedarme inmóvil. Alguien cercano a nosotros había muerto. Esa idea quedó retumbando en mi cabeza.
Salí corriendo. Cuando llegué a la esquina de San Juan y Balcarce intenté comunicarme con Laura pero ya no tenía crédito en el celular. Ella volvió a llamar. Tenía la voz débil, perdida. Había llorado, o estaba llorando mientras juntaba las palabras para darme la noticia.
—Mataron a Mariano –dijo. Luego cortó.
Algo se rompió para siempre. Comenzó a dolerme la panza. Sufrí puntadas, como si alguien me metiera una tenaza gigante para sacarme un órgano. Seguí corriendo sin dirección alguna. A los pocos metros, por San Juan, encontré un bar. En la televisión estaban pasando el informativo. Vi la imagen de Mariano. Los medios ya tenían la noticia. Me metí en el baño como si de eso dependiera muchísimo mi vida. Me mojé la nuca, la cara. Me refregué los ojos, me apoyé en la puerta. No sé cuánto tiempo estuve así. Quise que todo terminara, que se resolviera igual que las pesadillas al despertar. Quería salir del baño y que la televisión estuviera apagada, que se oyera la música de Piazzola o de Yupanqui. Pero no. Pasé por delante del televisor y ni siquiera leí los títulos.
Salí empapado. Vi a Patricio caminando por la vereda de enfrente. No me costó reconocerlo a pesar de mi desastroso estado mental y físico. Patricio es altísimo y flaco, parece un corredor de olimpiada. Cuando intentó cruzar la calle un colectivo estuvo a punto atropellarlo. El conductor lo atacó a puteadas y bocinazos. Hacía calor y Patricio sudaba litros. Tenía los ojos desorbitados, le temblaban las piernas. Tuve que gritarle para que respondiera mis preguntas.
—Están yendo todos para el centro –dijo.
—Vamos para allá –le propuse.
Caminamos en silencio hasta la parada del bondi. Cuando pasamos por el bar La Misión Patricio vio la noticia.
—Loco, ese no puede ser Mariano, ¡no puede ser! –gritó.
Las imágenes debían ser de los segundos o minutos posteriores al disparo. Mariano aún estaba vivo, se veía convulsionando, retorciéndose. Cuatro personas lo levantaban y lo metían en una ambulancia.
Yo esperaba que Patricio llorara, como Laura cuando me lo dijo, como yo en ese momento. Pero él estaba duro, de mármol, aunque caliente. Con sus manos apretaba una bronca desatada. Lo llamó alguien que supuestamente estaba en la estación. No sé de qué hablaron. Patricio lo mandó a la mierda.
Cruzamos varios móviles de policía en el camino. Por las calles del centro andaba más gente de lo normal, todos parecían saber la noticia. Bajamos en la esquina donde esperaban los demás, Patricio se metió en el tumulto y no lo volví a ver.
Busqué a Ruth, traté de conversar con ella, de que me explicara qué carajo había pasado porque no entendía. La vi hablando con un grupo. Me acerqué y le pregunté por qué no me había llamado.
—A Elsa también le dieron, Juan, está herida, muy grave –dijo.
Intenté abrazarla pero ella me palmeó la espalda con cierta lejanía y dijo que necesitaba resolver varias cosas. Yo no quise saber nada. Volví a sentir puntadas en la panza, y un mareo me dejó ciego. Me senté y apoyé la espalda en la pared. Ruth me trajo agua o algo para beber, no recuerdo qué, y luego se juntó con el resto. Al rato volvió y me preguntó si me sentía mejor, me pidió un cigarro pero ya no me quedaban.
Quise saber quiénes, cómo, pero no pude hablar. Los mareos eran cada vez más fuertes, y en mi cabeza la imagen de la televisión pasaba y pasaba, como una repetición maldita. En algún momento Ruth me abrazó, creo que eso no lo deliré. Y si bien yo no podía decir nada, quizá porque sencillamente no había nada para decir en ese momento, quería que Ruth dijera algo que me aliviara. Algo que le diera al menos un sentido vago a semejante desastre. O mejor, que me mintiera, que me dijera que Mariano estaba esperándonos en su habitación, tocando la guitarra, preparando el mate. Pero Ruth volvió a irse. Empecé a gritarle. No sé qué le pedí ni qué le dije, pero sé que repetí lo mismo muchas veces, a los gritos. Ruth volvió a mi lado con la cara demacrada. Sus ojos estaban grandes y blancos: dos espejos de clemencia y miedo. Es lo último que recuerdo, porque después me desmayé. Al otro día amanecí acá, en la casa de una compañera que se llama Rosario. No sé cuánto tiempo hace que estoy aquí, pero me voy a quedar hasta que me sienta mejor y pueda volver a casa. Mientras tanto miro fotos, escucho la radio. Siguen pasando la noticia como el primer día, ahora van a entrevistar a uno de nosotros.
El periodista pregunta, una voz de mujer responde. Esa forma de hablar, acelerada y fuerte, no puede ser otra que la de Ruth. Está contando lo que pasó el miércoles. Seguro lo hizo infinidad de veces, seguro está cansada de hacerlo, o quizá no se canse nunca. Me sorprendió siempre la capacidad que tiene para estar firme, aun frente a esta mierda. Pero esto es demasiado. La escucho y quiero ir a buscarla. Por más que nunca me lo diga, sé que necesita mi abrazo.

2

Juan, sé que estás en lo de Rosario y que estás esperando que vaya, o al menos que te llame para conversar un rato. En algún momento tendré que parar la pelota y hacerlo. Pero estos días han sido fatales. Me vine a lo de mi vieja para aliviar un poco el miedo, no quiero quedarme sola en casa. No puedo sacarme las imágenes de la cabeza. ¿Ya te conté cómo fue todo?
Yo llegué a Avellaneda cerca del mediodía, venía de almorzar con mi viejo en Lanús. Le mandé un mensaje a Diego para ver por dónde andaban y los alcancé. El objetivo era cortar las vías. Me comentaron que cerca de la estación, sobre el terraplén, había un grupo de sesenta, setenta tipos del sindicato que nos vigilaban, y que íbamos a tomar otro camino para desorientarlos. Cuando fuimos por la calle Bosch los vimos venir detrás de nosotros, a quince, veinte metros. Caminamos. La intención de cortar las vías seguía firme. Me tuve que morder los labios para no responder las puteadas. Un grupo de policías nos acompañó en el camino. Cuando pasamos el Puente Viejo notamos que los tipos habían quedado atrás. Vimos la posibilidad de cortar. Mientras algunos tratábamos se subir a la vías, ellos corrieron hacia nosotros y nos lanzaron una lluvia de piedras.
—¡Hijos de puta, las vías son de los ferroviarios! ¡Rajen de acá, mugrosos! –gritaban. Nosotros devolvimos puteadas y piedras. Pero desde abajo era muy difícil. Junté cascotes de a montones y los fui metiendo en la mochila, en los bolsillos. La policía nos tiraba balas de goma. Era increíble. Decidimos irnos de ahí. Cortar las vías no iba a ser posible en esas condiciones. Nos fuimos por Luján hacia Vélez Sarsfield.
Yo no podía creer el grado de exaltación de los tipos. No podía creer que no lográramos cortar las vías, que nos tuviéramos que ir así, derrotados, con gente lastimada.
Caminamos por la vereda hasta llegar a una esquina donde había un puesto de chori. Estuvimos ahí un rato. Me senté en el piso. Traté de calmarme y pensar. Sé que hubo una reunión para decidir cómo continuar pero no escuché nada. Elsa tenía una herida en el brazo, una periodista la estaba entrevistando. Me alivió imaginar que alguien, en algún lugar, estaría viendo la tele y enterándose de lo que pasaba. Intenté llamarte, no creas que no. Pero mi celular se quedó sin batería mientras hablaba con Laura, que quería saber dónde estábamos. Ella llegó enseguida. Me acuerdo de cuando llegó porque segundos después vi a los tipos venir corriendo hacia nosotros. Eran muchos más que antes. Juan, ni siquiera en pesadillas sentí un miedo igual.
—¡Ahí vienen! Corran para Vélez Sarsfield, ¡vamos rápido! –gritaban Diego y los demás.
Pero ellos ya estaban sobre nosotros. Sentí que éramos como criaturas en manos de fieras salvajes. Teníamos que defendernos. Intenté sumarme al cordón que se armó pero no me dejaron.
—De acá no nos movemos –les dijo Diego a los que formaban la línea.
Para los demás la orden era retirarse. Solo un grupo reducido se quedaría al frente. Aunque preferí quedarme, corrí. Ahí escuché los disparos. Vi a Elsa caer al piso. Me acerqué, traté de levantarla y vi que le salía sangre de la nariz. Estaban tirando balas de plomo los hijos de puta. Después se fueron corriendo hacia la estación. Busqué ayuda. Encontré a Mariano tirado en el piso, tocándose la panza. Creí que tenía una convulsión y traté de sujetarle la lengua. No sangraba y tenía la cara retorcida. Debajo de su remera vi el orificio diminuto de la bala, a la altura del tórax. No podía creer lo que estaba pasando, no sabía qué hacer. La ambulancia llegó en un par de minutos. Minutos que fueron siglos.
Después, mientras íbamos para el centro, nos avisaron que Elsa estaba en coma y que Mariano había muerto.
Del resto del día no tengo recuerdos, al menos no son claros. No he podido dormir. Desde entonces no hice más que contar lo que pasó en Barracas. Una y otra vez. De alguna manera tengo que sacármelo de adentro. Contarlo para que todos estén enterados, por si acaso.
Sabés, creo que no duermo porque tengo miedo de que me maten en el sueño y no poder defenderme. Si esto sigue, puede que enloquezca. Quisiera volver a cierta normalidad, aún siento el olor a sangre y una ansiedad cada vez más profunda. No puedo dejar de pensar que van a matarme, que me están buscando para matarme. A mí, a todos.
Decidí tomar los calmantes que me pasó Laura. Según ella el insomnio es como el éxtasis, y el éxtasis no se soporta. Yo lo único que sé es que esto no puede durar mucho, Juan. Rosario me dijo que te vio ayer y que le preguntaste por mí. El miércoles cuando te desmayaste en mis brazos, quise quedarme con vos, pero no pude. Estábamos y estamos difundiendo la noticia, armando comunicados, hablando con la prensa. Pero hoy me siento terrible. Somos muchos los que andamos tocados por lo que pasó. Como si el asesinato de Mariano hubiera despertado una bronca dormida desde hace siglos. Se llevaron a uno de los nuestros, Juan, una pérdida gigante que no va a ser gratuita. Aunque ahora no puedo pensar. Estoy intentando llamarte, marco tu número y corto enseguida. Mejor voy a buscarte porque en definitiva lo único realmente válido sería un abrazo, y llorar. De una vez sentir el dolor que el espanto no me deja sentir. Llorar y seguir. A Mariano no le gustaría que paremos. Recién me avisaron que vamos a volver a cortar las vías en unas semanas. Pero ahora necesito estar con vos. Voy a tomar el 24.

Foto: Disco “Cuerpo”, en homenaje a Mariano Ferreyra.