Lejos de casa, en manos del VIH

En el Perú, unos 700 venezolanos fueron diagnosticados con este virus y ahora siguen un tratamiento. Pero otros lo supieron demasiado tarde. Hasta la fecha, se cuentan 30 pacientes fallecidos. Sus familiares aseguran que la negligencia y la discriminación en los hospitales de Lima los condujo a la muerte.

Lejos de casa, en manos del VIH

02/10/2019

Por Mirelis Morales Tovar en Salud con Lupa

Sus cenizas reposan a casi cuatro mil kilómetros de su pueblo natal, en Venezuela. La caja de piedra blanca, con su foto adosada, se ve solitaria en aquel departamento ubicado en el distrito del Rímac, en Lima, donde viven 12 venezolanos. Alrededor de la urna, un rosario, una virgen y una flor roja: una suerte de altar para honrar la memoria de Gustavo en el Perú. Un país que no era el suyo, a donde emigró huyendo de la crisis, sin sospechar que a sus 33 años estaba infectado con VIH.

Su madre lo había despedido cinco meses atrás cuando tomó un autobús rumbo a Lima, para reencontrarse con su hermana Ana, su cuñado y sus sobrinos. Todos se vieron obligados a salir de Barinas, una ciudad de la región llanera que en sus buenos tiempos proveía de ganado al país y donde ya no se encuentra ni qué comer. Resignada, aquella mujer de 63 años le dio la bendición y le deseó suerte al tercero de sus cinco hijos. Gustavo se fue con la idea de buscar trabajo, reunir dinero y enviárselo a sus niños de 5 y 12 años, que se quedaron esperando por su regreso en Venezuela.

Nadie sospechaba que algo estuviera mal en Gustavo. Siempre gozó de buena salud. Pesaba poco más de 70 kilos y su estatura por encima del metro setenta lo hacía lucir delgado. Le gustaba jugar fútbol. No tomaba en exceso. Trabajaba como carpintero. Así que al saber que estaba enfermo, su madre se preocupó. Tomó un bus y viajó 11 días desde Barinas hasta Lima para verlo. Ella no sabía qué tenía, sólo que la necesitaba. Pero el virus ya se había adueñado de él y no hubo nada que hacer. A las 72 horas de haber llegado a Perú, Gustavo falleció.

Ahora, esa madre deambula con el rostro apagado por aquel apartamento del Rímac, en un país ajeno. Se le ve en la sala, abrigada con un pijama rosa, en su primer invierno limeño. Allí, entre la estufa y un comedor, instaló su cama y se acomodó junto al altar, al lado de aquella caja de piedra blanca que guarda las cenizas de su hijo.

—Mi mamá no ve la hora de irse de Lima —dice Ana, su hija mayor, quien emigró a Perú en mayo de 2017—. Ella siente que mi hermano vino a este país en busca de un futuro y lo que consiguió fue la muerte.

Gustavo llegó a Lima el 31 de octubre de 2018. Estaba cansado de aquel largo viaje en bus que le tomó una semana, pero entusiasmado de lo que estaba por venir. Consiguió trabajo rápido como carpintero y eso lo alentó. Una vez más, su espíritu alegre y colaborador jugaba a su favor. Pero a los cuatro días de haberse instalado en casa de su hermana Ana, comenzó con diarrea. Pensó que era una simple indigestión. El problema siguió. Acudió al médico en varias ocasiones y el malestar no cesó.

Lo llevaron al hospital Cayetano Heredia, en el distrito de San Martín de Porres, donde se concentra la mayor cantidad de venezolanos en Lima. Pero allí le negaron atención por no tener carnet de extranjería ni estar inscrito en el Sistema Integral de Salud (SIS), que cubre los gastos médicos a las personas en situación de pobreza extrema. Gustavo terminó en un servicio privado, donde le recetaron un tratamiento intravenoso, creyendo que tenía una bacteria en el estómago. Mejoró. Pero a los tres días recayó. Se sentía cansado. No quería comer y la fiebre era persistente.

Al verlo en ese estado, una amiga enfermera les recomendó que le hicieran la prueba de VIH. Aquellos síntomas coincidían con los que había manifestado su hermano que vive en Venezuela y cuyo diagnóstico resultó positivo. Era una sospecha, pero la sola mención les causó miedo. Ana, su hermana mayor, nunca consideró esa enfermedad entre las posibilidades. Sabía que Gustavo no era un chico mujeriego. Más bien, solía ser bastante selectivo con sus parejas. A ambos les costó asimilarlo, pero siguieron su recomendación.

Viniendo de Venezuela, un país donde la epidemia de VIH está fuera de control, las probabilidades eran altas. Allá no hay manera de saber quién está infectado con el virus y quién no, porque el sistema de salud que también está en crisis no cuenta con capacidad para confirmar los diagnósticos. Un informe avalado por ONUSida y la Organización Panamericana de la Salud (OPS) reafirma que no hay disponibilidad de pruebas de Elisa ni Western Blot, que determinan la presencia o la ausencia del virus en la sangre.

Cuando el Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH) entra al cuerpo su principal objetivo son las células que defienden el organismo, los glóbulos blancos. Los invade, los usa de huésped para multiplicarse y, finalmente, los destruye. Una vez disminuidas las defensas del cuerpo, el VIH entra en su fase final: el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (Sida). En esta etapa una enfermedad curable como la neumonía podría matar al enfermo.

Hay gente en Venezuela que puede estar infectada de VIH sin saberlo. El asunto es que tampoco existen alternativas para protegerse de una transmisión, porque la escasez sacó a los condones de los anaqueles. Las fallas en los inventarios comenzaron en 2014, hasta el punto de que el producto desapareció del mercado. A mediados de 2016, reaparecieron algunas marcas en las farmacias. Pero una caja de 36 preservativos llega a costar casi un salario mínimo.

Tres meses después de su llegada a Lima, Gustavo se hizo el examen de sangre. La primera prueba, según el personal de laboratorio, dio “un error” y le sugirieron repetirla. Ello implicaba esperar por el resultado otro día más. Ana lo asumió como un mal presagio. La segunda evaluación les confirmó el diagnóstico: Gustavo tenía VIH, en la etapa Sida.

—Él no hizo más que llorar —recuerda Ana, como si aquella imagen tan vulnerable de su hermano la tuviera grabada—. En su desesperación, decía que una persona con VIH no merecía vivir.

En cualquier país es posible vivir con VIH con la atención de salud adecuada. En la Venezuela de hoy, no. Sin medicamentos antirretrovirales que frenen la replicación del virus dentro del organismo, los pacientes pierden toda esperanza de mantenerse con vida. La OPS calcula que existen unos 120 mil venezolanos con diagnóstico positivo. Al menos unos 71 mil están en tratamiento y dependen del suministro gratuito del Estado para sobrevivir.

Los antirretrovirales estuvieron garantizados de forma regular hasta 2009. Luego, el desabastecimiento se hizo recurrente.

—Si no faltaba un medicamento, era otro —cuenta Alberto Nieves, director de Acción Ciudadana contra el Sida (Accsi)—. Desde entonces, comenzamos un monitoreo y advertimos que la crisis se iba a agudizar.

Lo que vino después llegó a ser crítico. Las fallas en el suministro de antirretrovirales sobrepasaron el 90% en algunos centros de salud, a partir del 2017. Al menos 58 mil venezolanos con VIH se quedaron sin tratamiento antirretroviral. Sin reactivos para monitorear la cantidad de virus de VIH en la sangre, ni para contar el número de linfocitos CD4 (esenciales para el sistema inmunitario), ni para hacer pruebas de resistencia, que determinen la efectividad de los fármacos.

Ante la desesperación, muchos pacientes hicieron uso intermitente de las pastillas: las tomaron de forma incompleta o, incluso, vencidas. Sin importar el riesgo que esas prácticas tienen de generar resistencia a alguno de los medicamentos y comprometer su efectividad.

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