Por Lucas Jiménez*  Diario El Tiempo de Piura.

-Déjenme salir.

El local no es la gran cosa. Tan sólo una casa de esquina, sin ventanas en la planta baja, sin jardines, sin gracia. La pintura negra de la puerta de fierro no disimula el latón usado con que fue hecha. Intentan disimular el descuido, alrededor del marco metálico que forma una esquina hexagonal, cuatro hileras de cerámica, pegoteadas con stiker de tarjeta Visa MasterCard. Excepto el búho guardián de la luna que te mira malicioso desde el cartel de bienvenida de “La Noche night club”, si uno camina por esta intersección de calles de tierra reseca, una mañana cualquiera, no encuentra ninguna pista del negocio sexual. Los tricicleros y mototaxistas que se asolean esperando carga alrededor de los camiones y madereras vecinas, a veces matan el tiempo jugando a las cartas, echados en la vereda de La Noche.

Este ambiente que huele a gasolina y aserrín es menos ruidoso a las 6 de la tarde, lo compruebo justo ahora cuando deambulo afuera de esta construcción de modelo casi pueblerino en la manzana 227 de la Zona Industrial. Quizá esa disminución de ruidos al final del día, animó a Jihna Pinchi Calampa, esa tarde de setiembre del 2009 a gritar con todas sus fuerzas, a ver si alguien la escuchaba desde la calle.

-Me tiro de la escalera… me mato, si no me dejan salir.

Dos años antes de subir a gritar desde lo alto de esa escalera, Jhinna vivía en Tarapoto, a 18 horas de aquí. La tarde del 2007 cuando entró a cortarse el cabello entre las paredes rojas de la peluquería Dyan Nicoll, era una guapa estudiante de Administración del instituto María Parado de Bellido. Después de mirarla,  mientras le arreglaba el cabello, el estilista Roycer del Castillo García le propuso ir a trabajar de anfitriona en el restaurante de un amigo español en Máncora, un exclusivo balneario del norte peruano, a 23 horas de Tarapoto. Hija de un agricultor de maíz del caserío Mishquiaco, necesitaba dinero para no dejar de estudiar, ya había trabajado como anfitriona en la Ciudad de Las Palmeras. Aceptó –como diría muchos meses después la Organización CHS- “sin hacer mayores preguntas”. Fue la peor decisión de su vida. Lo supo a los pocos días al enterarse que no estaba en Máncora, sino en La Noche, un night club confundido entre las madereras de la Zona Industrial de Piura. Allí la recibió un gordo mandón de barba afeitada que después de exigirle levantarse la falda y mostrar las piernas, bajó y subió la papada satisfecho, como catador experto.

El trabajo era acompañar a hombres mayormente maduros en las mesas, hacerlos pedir cerveza a veinte soles la jarra y satisfacer sus calenturas a 50 y 200 dólares el polvo. A un año de su ingreso ya era madre de una bebita, concebida al acostarse con un cliente colombiano. Si quería que le sigan cuidando a su hija “qué está muy bien, tú no te preocupes”, sólo tenía que seguir trabajando.  Otra manera de retenerla había sido quitarle el DNI desde el primer día. Igual, una mañana, con ayuda de su hermana Esalia y el aval de un juez de paz del barrio Tacalá, recuperó a su nena y se marchó. Si volvió de Tarapoto en el 2009 fue porque Carlos Chávez,  propietario del negocio, la seguía llamando (“necesitas dinero para alimentar a tu hija”). Su tono era casi de ruego, según Jhinna. Le dijo que esta vez sólo trabajaría en su restaurante. Un coreógrafo llamado Pocha, se apareció en su casa y le ofreció trabajo de bailarina. Tonta de mí que acepté, diría después. Al día siguiente no viajó en la empresa El Sol, como esperaba. La recogió una camioneta de vidrios oscuros, con más chicas. En lugar de ir a Bagua, como le dijo el Pocha, el chofer Alex, llevó a sus compañeras de viaje a Sullana. Antes a ella la dejó en la Noche.

Apenas volvió a ver a Papi, la mañana del 10 de setiembre de 2009, notó que ese hombre carirredondo, que por teléfono parecía compasivo, no había cambiado nada: “Tu a mi restaurante sólo puedes venir como cliente… tu trabajo es en el nihgt club”.

Por si decía que no, un trabajador, ya le había retenido bajo llave el televisor,  la ropa, el maletín con que había llegado el día anterior. Lo que el empresario de gorro deportivo y automóvil Volvo no imaginaba era que Jhinna no pararía hasta irse para siempre y denunciarlo. Aunque un trabajador volvió a entregarle la ropa escotada, esa tarde al subir a la escalera ella se había prometido no volver a vender su cuerpo aunque tenga que arrojarse del segundo piso.

–  De verdad me voy a matar, déjenme salir. Auxilioooo.

Sus gritos interrumpieron la normalidad de esa tarde casi noche, en el patio posterior del night club. Más de dos horas antes del inicio del show, sus compañeras Nelly, Iris, Soraida, Karen, Fabiola, María y Vanessa, entraban y salían del baño, otras se probaban las licras, los top, las tangas. Por la ventana del cuarto ya vacío de Jhinna, en la segunda planta, a veces se colaba -proveniente del otro lado del patio- el timbre del teléfono de la oficina del  señor  Prado, el administrador. Por momentos, desde el primer piso, Panchita la cocinera y ama de llaves hacía llegar el olor de la cena. Jhinna no quería probar ni una cucharada. Estaba hambrienta, pesaba 45 kilos, era un palo, pero seguía negándose a comer. Siempre pensó que Panchita les daba algo en la comida, sobre todo a las chicas recién llegadas. Aunque, de ser así, debían obligarla porque del todo mala no era, pensó Jhinna y se convenció esa tarde cuando, pese a la orden de no dejar salir a ninguna joven, la vio aparecer en la puerta de su cocina, argumentando que ya antes otra chica había intentado salir, y que por saltar se partió el cuello. A Jhinna le pareció un sueño ver a la misma Francisca Macharé Ramírez que otras veces le había prohibido cruzar el portón hacia la calle, saliendo con su infaltable blusa blanca a pedirles a los hombres de seguridad, que la dejen irse para evitar otro accidente.

Al cruzar la puerta de servicio, con las primeras lluvias de arena y viento entrando desde la calle, la ex universitaria regaló a Panchita una mueca como de hija agradecida. Al mirarla por última vez la vio empequeñecida con sus piernas “llenas de várices como a punto de reventar” y hasta le entristeció saber que no volvería a verla.  Como si presintiera que un año después la mujer de rizos grises y venas hinchadas iba a aparecer muerta, atropellada por el carro de Chávez.

–    Taxi… a la comisaría por favor.

***

Pase mayor, sírvase gaseosa.

La noche de domingo en que vio por primera vez a Jhinna en televisión, contándole al programa Cuarto Poder cómo fue obligada a acostarse con los clientes de La Noche; muy lejos el Canal 4, en Sullana (Piura), el mayor Rosales, estaba tendido en su cuarto de paredes color crema, echado frente a su pequeño televisor Sony antiguo. Carajo, la señal estaba borrosa, pero no impedía distinguir a la tarapotina, a la que dos años antes había hospedado 24 días en su comisaría frente al Mercado de Piura, para que no duerma en la calle. También para animarla a denunciar a los responsables del caso de trata de blancas que se convertiría en uno de los más emblemáticos de los últimos años en el Perú. Chompa marrón de cuello, infaltables pausas y el clásico mechón escondiendo medio ojo izquierdo, ahí estaba su “ahijada”; había  engordado, sonreía. Ya no era la criaturita flacucha que dos años antes llegó a la comisaría, a las 7 de una noche de setiembre, pidiendo ayuda para comprarse un pasaje de regreso a Tarapoto.

Volver a verla desde su casa, a más de mil kilómetros de distancia, le hizo recordar su carrera policial. En sus primeros años había capturado importantes mandos terroristas en la carretera central y hasta había perdido a dos compañeros de armas en combate; siendo capitán mandó al calabozo a un militar de Sullana por tráfico de droga procedente de Tarapoto, la tierra de Jhinna; ya ni recordaba cuántas acciones distinguidas había acumulado. Pero este caso era diferente. El Ministerio Público se había demorado dos años en remitir al juzgado, el caso de la ex dama de La Noche. A mediados de 2010 un Juzgado ordenó la captura de Chávez, pero tan luego lo intervinieron, rápidamente se le cambió la orden de detención por comparecencia.

Lo que más le preocupaba a Rosales era la ausencia de fiscal en la primera intervención al nihgt club. Y es que cuando hizo las investigaciones, ya estaba en vigencia en Piura el nuevo Código Procesal Penal, que prohíbe detener a una persona con la simple acusación de la víctima, de modo que, o había la seguridad de que el imputado podía ser detenido en pleno delito, o los fiscales no se movían. El delito contra Jhinna había empezado desde dos años antes de su denuncia. La noche de la primera intervención, Rosales había pedido a la fiscal de turno que los acompañe. No lo hizo. Insistió ante  la presidenta de la Junta de Fiscales Superiores y la respuesta fue “mayor, eso es un caso policial, intervengan ustedes”. Así que tuvo que arriesgarse a ir solo con Jhinna y dos suboficiales. Ahora el caso era conocido a nivel nacional, lo estaba viendo en uno de los espacios periodísticos más vistos de la televisión peruana, claro, pero no había desaparecido el riesgo de que el abogado de Chávez se traiga abajo la acusación, por falta de fiscal.

-Yo te ayudo, pero cuéntame por qué te escapaste.

Comisaría de Piura, 7 p.m. Frente a un escritorio manchado con sellos policiales, la chica  recién salida del “infierno” -como el diario la República llamó después a La Noche-, enfrentó la lluvia de miradas y la falta de abrigo. Con delgada chompita negra a media espalda, aún con la minifalda, el aroma a tabaco y colonia barata, Jhinna, no separaba los dedos temblorosos del celular negro. A veces un hedor proveniente del zaguán cercano a la imagen de Santa Rosa, se colaba por las ventanas pequeñas de la Sección Investigaciones. Era una noche fría la del 10 de setiembre 2009, cuando a su móvil Tocs, empezaron a llegar los primeros saludos, “cuidado con lo que dices”. Ella no dio marcha atrás. Habló de traslado de chicas desde Tarapoto a Piura y Talara, tenía el nombre del homosexual que en el expediente judicial 01815 sería llamado “captador”, identificó al encargado de trasladarlas, y de quien retenía los DNI de las chicas, y de las tarifas en soles para peruanos y en dólares para extranjeros, de prohibiciones de salida. ¿De qué no hablaba? El mayor Hilario Rosales Sánchez, por entonces jefe de la Sección Investigaciones de la Comisaría, no necesitó mucho tiempo para darse cuenta que estaba ante “un caso fuerte”. No solo por estar ante un delito de trata de personas, el tercer negocio ilegal más rentable del mundo, y en el que cada año cae un millón 390, mil personas, según la Organización Internacional para las Migraciones. Había algo más. Se notó en su expresión cuando llevó a la Pinchi a otra oficina. Algo grave le contó la flaquita en privado, porque el oficial ancashino cruzó los brazos, le bailaron los ojos achinados y soltó un suspiro tan largo, como de sacerdote en confesionario. Al rato ordenó suspender toda investigación menor, y en pocos minutos ya estaba tocando la puerta de La Noche, acompañado de Jhinna, muriéndose de frío y de dos suboficiales de apoyo, bajando del patrullero PE 1234.

 

***

En la estrecha oficina de Papi, en La Noche, hay una computadora, un teléfono, el bidón de agua, algunos licores, las tarjetas sanitarias de las chicas. Allí está otra vez Jhinna, que ya no grita. La acompañan tres policías que llevan media hora esperando a Chávez. “Es difícil que me encuentren aquí. Normalmente no estoy”, dirá días después Papi a EL TIEMPO. Conociéndolo, ella esperaba que su ex jefe llegue furioso. Pero se apareció preguntando algo así como qué se les ofrece. Les invitó gaseosa y llamó a un trabajador: “por favor entrégales las cosas de Akira”, como la llamaban los clientes. “Ella no debe estar acá, hombre, si se va, se va”, le oyeron decir. Pero empezó a impacientarse al notar que el mayor Rosales no dejaba de mirar las tarjetas sanitarias amarillas, ni paraba de anotar los números de DNI de las chicas. Papi, tal vez temía que descubran que tenía entre sus chicas a una menor sin DNI, como reveló después Panchita a un policía, antes de sufrir un misterioso accidente. El señor de La Noche se puso aún más incómodo, cuando le pidieron hacer un acta de entrega del televisor y ropa de Jhinna.

– ¿Podemos ver la pista de baile, subir a los cuartos?

-¿Vienen con fiscal?

-No.

-Aaaaa.

***

Un amigo del color rojo

La casa de Chávez en Miraflores, está en una calle con forma de nalga. El sábado en que llego a buscarlo, muy pocos se han levantado en esta calle curva, que mira el muro ovalado del estadio Miguel Grau de Piura. Antes de comprar el pan, su vecina, una amable carirredonda con pañoleta de flores, me dice sin dejar de regar su jardín, que el vecino Carlos ya no vive aquí. Que hace mucho alquiló su propiedad de Pardo y Aliaga, tercera cuadra, y detrás de esta moderna fachada de rejas negras, segundo piso con ventanas impecables y maceteros verdísimos,  ahora vive “una señora X”. Dudo que la señora X, me diga dónde encontrar al empresario. Al menos, hay un indicio suyo en esta casa de paredes inmaculadas: el color rojo vino de algunos bordes. Eligió el mismo color para muchos de sus objetos, su automóvil Volvo, los muebles modulares y paredes de la Noche y hasta el polo que usó un día de junio de 2010 para asistir a escuchar las acusaciones de Jhinna, en un juicio por supuestas amenazas. Tal vez el rojo le da suerte, porque, vuelvo a verlo alrededor de las astas de un toro que adorna el letrero de su restaurante, a pocas cuadras de su casa.

La primera vez que hablamos, no me recibió en su casa, sino en su Volvo rojo vino, estacionado en la avenida Guardia Civil. “No me vas a hacer detener con la Policía. ¿no?”, bromeó irónico, porque doce días antes Jhinna lo había denunciado por proxenetismo y trata de personas. No hablaba molesto.

Ya en una operación del 7 de diciembre de 2006, la Divincri había intervenido su local, encontrando 21 damas de compañía, incluida una iquiteña de dieciséis años. La muchacha estaba ebria y dijo que estuvo “fichando” (libando) desde las 8:00 p.m. y que en sus ratos libres cuidaba de su bebé de 1 año, con quien vivía en uno de los cuartos del local. Ese bebé tal vez era uno de los hijos de trabajadoras sexuales o víctimas de trata, que – me dijo después una fuente policial-  son encargados a familias de barrios como Tacalá y Los Algarrobos, en las afueras de Piura.

Pero yo fui absuelto de ese proceso, del 2006, dijo Chávez, con el viento de la avenida Panamericana peinándole los bellos de los brazos, mientras me llevaba en el Volvo. Y que fue su administrador quien había llevado a trabajar a una adolescente, sin avisarle, pues de ser así no lo habría permitido.

Sobre el caso de Jhinna dijo que no tenía nada que temer, porque la última vez fue ella quien quiso volver a La Noche. No él. Chávez, guayabera crema, pantalón marrón, calvicie discreta, resumió el caso así: Ella le envió un mensaje de texto el 9 de setiembre: “Me dice Pa`, mira estoy yendo al local (La Noche), voy a trabajar. Pero luego me escribe diciendo que ese día está con la regla y ya no va, pero que al día siguiente va a venir al restaurante. Le dije que no, que ése es otro negocio, ahí tu puedes venir como clienta, pero no a trabajar”. Y que por eso, y por cobrarle por el taxi y “la dormida”, al día siguiente fue y trajo a la Policía.

¡Cómo crees. eso es falso!, dijo con risita de fastidio, cuando llegamos a La Noche y le recordé que Jhinna aseguraba en su denuncia que estuvo allí muchas veces encerrada bajo llave. “¿Usted cree amigo que en estos tiempos en que vivimos se puede tener secuestrada a una persona? Si todos los días vienen clientes a las 7:30 p.m. Es que no hay manera. están las ventanas abiertas. Usted me entiende o no”, dijo limpiándose el sudor de la frente. Después, Pa’  enrojeció un poco cuando mi compañero fotógrafo intentó retratarlo junto a las chicas. También protegió de nuestro lente el salón sin clientes con paredes de espejos; y mientras Panchita nos enviaba desde la cocina  el aroma del estofado de pollo que acababa de servirle a un homosexual y a las chicas, me soltó una extraña pregunta:

– ¿Si fueras una chica y yo te tuviera secuestrada acá, qué harías?

Allegados a la Policía calculan que sólo en la región unas 600 menores son explotadas sexualmente, cada una cobra entre 180 a 250 soles por cliente, generando a sus proxenetas al menos un millón 140 mil soles mensuales, es decir una pequeña parte de los 152.000 millones de dólares que generó el tráfico de seres humanos el 2008, según leí en el diario de El Vaticano.

Pero Chávez dijo, que en su local no trabajan menores, que todas las chicas son mayores, sólo bailaban, no ejercían la prostitución y que su negocio no es rentable.

Azul y Blanca, dos de sus chicas, tal vez ya no iban a tener trabajo, dijo. Hizo un puchero, como de niño al que le niegan la propina, al decir que estaba cansado de decirles a todas que estudien una profesión, un oficio. A veces hasta les ha ofrecido ayuda para que pongan una peluquería, dijo. Y que en uno de esos días, iba a cerrar La Noche.

– Pase lo que pase yo lo vendo (el negocio).

– ¿Por qué? ¿Le da muchos problemas?

– Problemas que no tengo ni por qué comerme oye.

Su tono fue de convencimiento. Aunque, dos años después, en agosto de 2011, llamé a La Noche, después de las 10:00 p.m., disculpe ¿hay chicas? La respuesta fue animosa: “Sí claro”. Y ¿sólo voy y ya? “Tiene que pagar 10 soles de entrada.la jarra de cerveza está a 30″.

 

Desde mi entrevista a Chávez en setiembre de 2009, excepto las muchas veces que me llamó en los días sucesivos para repetirme lo que ya dijo en el night club,  no he logrado ubicarlo en los 24 meses siguientes. En su teléfono contesta otra persona. Ayer en la oficina de su abogado en un cuarto piso de la Calle Junín, encontré la puerta con llave. En las oficinas vecinas, nadie daba razón de él. Un abogado me ha dicho que si el fiscal ha pedido 35 años para el hombre que busco inútilmente, por proxenetismo, trata de personas y rufianismo, en agravio de Jhinna y otras chicas, lo más probable es que el juez ordene su captura. Aunque tal vez no. Al menos hasta el cierre de este texto, el Juzgado aún no se comunicaba con los abogados de las partes.

Igual esta mañana de setiembre, salí a buscarlo para que me dé su versión de esta historia. No tuve suerte. No me puse polo rojo. A lo mejor él está en alguno de los lugares donde no he podido ubicarlo. Tal vez se levanta temprano, se pone su polo rojo para leer los diarios, o revisa Internet, tratando de imaginar qué salió sobre su ex dama de compañía en los portales de CHS, La Mula, diarios, emisoras, canales y hasta en la página de Riky Martin contra la trata de personas, donde acaban de colgar información del caso. Tal vez ya vio el extenso documental la Noche de Jhinna, que la ONG Capital Humano y Social acaba de presentar en Lima ante importantes personalidades de la diplomacia, para reforzar su campaña contra la trata. O quizá simplemente, frente a su ventana, escucha música de Roxette. A lo mejor tararea esa canción que -según me dijo una de sus exdamas-, le encanta:

 

“No sé si es amor, pero lo parece.

No sé si es amor

Pero crece y crece

Tan por dentro de mí

Que se ve a flor de piel”.

 

***

La batalla recién comienza.

Si alguien te retiene, aprende a gritar. También cuando pasan los meses, más de un año, y tu caso sigue sin sentencia. Como el de Jhinna a quien  ningún expositor mencionaba en la Audiencia Pública sobre trata de personas, a la que asistí en la Municipalidad de Piura, una mañana de junio. Un año y seis meses después de gritar desde una escalera para escapar de La Noche, Jhinna seguía haciendo escuchar su voz frente a escritorios y papel sellado, la Defensoría del Pueblo se había sumado a su reclamo de justicia, pero no encontraba un fallo judicial definitivo.

En la misma ciudad donde vivió 24 días escondida en una comisaría, para poder convertirse en la primer peruana en escapar de su tratante y denunciarlo, había una audiencia pública sobre trata de personas, donde apenas si se referían a ella con un vago “ah el caso La Noche”.

Era una de esas reuniones a donde los periodistas sólo vamos por arrancar una declaración de oro. Lo organizaba la congresista Fabiola Morales, para informar de la comisión multisectorial de alto nivel conformada en Lima contra la trata, ese flagelo que lleva mil 556 víctimas en el Perú -según el sistema policial Reta-, y a la vez para formar otra comisión regional, que “comprometa a todos los sectores” piuranos, en la lucha contra ese delito. Seguramente eso era bueno, que la entonces presidenta de la Comisión de la Mujer y Desarrollo Social del Congreso venga a decirnos, acompañada de expositores y más expositores, que la trata aumenta en Piura. Pero que ahora nuestras autoridades, como comisión de alto nivel regional, iban a estar obligadas a ser más eficientes.

Aunque en esa mañana soleada, la única comisión que uno tenía era salirle al paso a uno de los invitados, el doctor Guillermo Castañeda Otsu, presidente de la Junta de Fiscales Superiores. Era importante obtener sus declaraciones, porque para entonces ese secreto que en la noche del 10 de setiembre 2009, Jhinna le susurró al mayor Rosales, que algunos fiscales y hasta altos jefes policiales eran clientes de la Noche y amigos de Chávez, había dado paso a un escándalo de trata de blancas, que según el diario Correo, había “estremecido los pasillos de la Fiscalía y de la Policía Nacional”.

– ¿Cuántos fiscales están siendo procesados en este momento por el caso La Noche, doctor?

– Procesados a nivel disciplinario, me parece que solamente uno. No podría precisar si el caso ya terminó.

En el Perú la ley 28950 contra todas las modalidades de trata de personas es severa, impone penas de entre 8 a 25 años de prisión. Pero pocas veces se aplica. Según el Reporte sobre Trata de Personas Perú 2011, de la Embajada de Estados Unidos, en el país algunos policías investigadores, fiscales y jueces prefieren clasificar los casos como delitos menos graves, para los que se imponen penas más blandas. La fórmula funciona: sin comprarse demasiados problemas, a fin de año tienen buenas cifras que mostrar. El My. Rosales se había negado a ser de esos investigadores que agotan sus esfuerzos en operaciones contra bares y cantinas, aunque haya diez mafias de tratantes operando en el norte peruano, según había dicho uno de los expositores en la Audiencia. Y en el Ministerio Público, había intervenido Defensoría del Pueblo para pedir que aceleren el trabajo y lo pasen al Poder Judicial.

Para entonces bastaba con teclear en el buscador Google la palabra fiscales + Jhinna, para que aparezca una avalancha de noticias en la que la tarapotina de los gritos desde la escalera, hablaba de fiscales y policías de varios galones, como clientes,  amigos de Chávez, o como asistentes a una fiesta del hijo de una fiscal, donde la sorpresa habría sido el baile sensual de las chicas de La Noche.

Jhinna había ido ampliando sus revelaciones hechas en la comisaría. Sus acusaciones contra los fiscales habían motivado una investigación en la Fiscalía Suprema de Control Interno del Ministerio Público. Debió ser difícil, esa mañana, para el fiscal Castañeda responder preguntas incómodas sobre La Noche, aunque el  escándalo había nacido estando en su cargo otra fiscal, la magistrada Sofía Milla Meza.

– ¿La corrupción ha ingresado al Ministerio Público, en el caso de trata de personas, doctor Castañea?-, le preguntó un periodista.

– No. Los fiscales estamos impedidos de dar opiniones o información de carácter subjetivo. No puedo decir si creo o no creo.

 

***

Si la “esclavitud del siglo XXI” aumenta, debes denunciarlo. Meses después de la audiencia sobre trata, la congresista ya no lo es. Tal vez intenta captar fondos para hacer una casa refugio, como prometió esa vez. “El Gobierno  del Perú (el anterior) no cumple a totalidad con los estándares mínimos necesarios para eliminar la trata de personas; sin embargo, realizan esfuerzos significativos para hacerlo”, diría luego la Embajada de EE.UU. en su reporte. La comisión multisectorial de Piura sigue formada y el Gobierno Regional -que continúa sin saber cuántas víctimas de trata hay en el departamento-, ha conformado una comisión regional y alista una ordenanza; pero sólo en Las Lomas, convertido -al igual que Suyo y Paimas- en foco de explotación sexual tras la aparición de la minería informal, y la existencia de medio centenar de bares, casi todos con nenas. Lo dice una mañana el profesor Jaime Rosillo, entrevistado en Radio Cutivalú, la única emisora piurana que capacita a sus corresponsales sobre el tema. El profesor, que ha escrito algunos cuentos, resume con precisión de narrador experto, la ineficiencia del Estado contra la explotación sexual: “En cada operativo el fiscal entra por una puerta y las niñas escapan por otra”. Rosillo me llama más tarde y cuenta que un funcionario de la misma Municipalidad Distrital, que alista una ordenanza contra los bares, es propietario de uno de ellos. Y dice más, que tan cerca están las cantinas de algunos colegios, que los niños viven obligados a mirar “tremendos espectáculos”, cuando van o salen de estudiar, porque los negocios con damas amazónicas ya están abiertos desde las 11:00 a.m.

Vocación

De niño, cada vez que iba a su colegio estatal en el barrio La Victoria de Chimbote, el mayor Rosales también veía un espectáculo parecido, con borrachos y delincuentes abrazando chicas malas, no tan grandes, no tan fuertes como Jhinna, al ritmo de una salsa. Fue por eso y por su rebeldía contra todo tipo de maltrato familiar, como los golpes que en los años 60 le daba su papá a su mamá, al volver borracho de la pesca, que se hizo policía. Seguramente también por eso y porque ahora es padre de dos niñas, que encontró suficiente motivación para defender a Jhinna, cuyo caso, pese al voluminoso documento que elaboró y envió a Fiscalía, se demoró 24 meses en pasar al Juzgado.

La Unidad de Investigaciones de la Policía Nacional del Perú abocada a investigar el delito de trata de personas en el Perú está conformada por 32 oficiales y opera desde la capital, según el reporte de la Embajada norteamericana. Rosales lidió con sólo dos suboficiales a su mando, sin capacitación en trata de personas, ni sistema electrónico de rastreo de casos, como los policías especializados de Lima. Pero la motivación de ayudar a alguien que, como él, migró de un pueblo escondido a la ciudad y tuvo una infancia parecida a la suya, de pies descalzos y pantalones remendados, ha llevado a que el caso de Jhinna ahora sea tomado como  emblemático de la lucha contra la trata de personas en el país.

En todo ese camino de vuelta a casa, Jhina había pasado de la timidez de víctima a potencial luchadora social. Rosales y sus subalternos, haciendo “pocito” para comprarle un plato de comida y algo de ropa, durante sus días en la comisaría, la habían ayudado a dar el primer paso hacia la libertad.

Lo demás, convencer a las ONG e instituciones públicas que ahora la apoyan, había sido fruto de su terca perseverancia de tarapotina de Mishquiaco.

– Jhinna ha peleado su pelea-, concluyó el mayor en una de nuestras  últimas conversaciones en la cafetería de la Divincri.

***

Una mañana en casa, me preparo un lomo saltado mientras pienso en Jhinna. El aroma a carne y cebollas sudando me transporta a uno de sus días hospedada en la comisaría de Piura, en el país donde -según la audiencia de junio- sólo 200 de las 15 mil denuncias por trata, llegan a comprobarse como delito. Ese día del 2009 el mayor le había invitado un guiso de res en la cafetería que mira al calabozo. “Desayuna hija”, trató de darle confianza. Jhinna no había cenado, ni almorzado el día anterior y al verla “flaca como un pájaro”, al mayor le pareció que estaba anoréxica. Pero la observó despacio y entendió que en realidad se moría por comer, pero tenía miedo, terror al creer que tal vez le estaban dando algo malo en la comida. Sólo cuando el policía comió del plato de ella, la muchacha dejó de reprimirse. No dejó nada.

-De mí no desconfíes, hija. Yo te voy a proteger, le dijo el mayor.

Días después, por la mañana entró un oficial de alta graduación a la oficina de Investigaciones. Mientras Rosales saludaba al superior y le daba cuenta de su trabajo, advirtió que Jhinna se cubría el rostro con disimulo. Sólo cuando el visitante se marchó, ella se acercó a susurrarle, mi mayor ese señor también era cliente de La Noche.

***

Aló señora Jhinna…

Había llegado el momento de cerrar esta historia. Esperar el final de esta búsqueda de  dos años, sin interrumpir a Jhinna en su camino de vuelta a la normalidad, había implicado el riesgo de que me desconozca. O que no quiera acordarse de mí, para no revivir esas primeras horas en que, de esclava del negocio que mueve más de 8 mil millones de dólares anuales en el mundo, había pasado a ser migrante libre, sin un sol y sin rumbo. La había visto en los canales y programas televisivos más influyentes de Lima, Cuarto Poder, Punto Final, se había escrito y difundido tanto sobre ella en periódicos, portales de noticias y páginas web de ONG; que no sabía si iba a acordarse de su primera entrevista, menos de mi antigua grabadora Panasonic captando su timidez en esos atardeceres de la comisaría, cuando me habló de un ingeniero colombiano que, entre piropos y ballenatos, la ilusionó, embarazó y desapareció.

Otro riesgo era que se haya cambiado de identidad, una posibilidad no descartada por la doctora María Eugenia Fernán Zegarra de Defensoría del Pueblo. O que por seguridad en ese lugar secreto donde ahora vive en Lima, no reciba llamadas. En especial de Piura. Siembre hay gente cuidándola, supe después.

Tal vez ya no se acuerde, tal vez este texto se quede inconcluso, pienso justo ahora mientras deambulo afuera de La Noche. Y desde el cartel del night club donde cuida a la luna,  el búho de los ojos maliciosos otra vez me mira, otra vez  parece burlarse. Los ojos espías, no del búho, sino de algunos de los empleados de Chávez, solían seguir a las chicas cuando tenían salidas a hoteles cercanos, para que no demoren más de la cuenta con los clientes, contó la exdama de compañía, en una de las entrevistas de las que tal vez ya no quiera acordarse.

Una de las calles polvorientas que forman la esquina donde se levanta La Noche, desemboca, a sólo tres cuadras de aquí, en la puerta del cementerio San Miguel Arcángel. A lo mejor por eso, por estar tan cerca del panteón, alguien de La Noche, siempre lleva rosas rojas y rosadas a la tumba de la cocinera Francisca Macharé,  atropellada por el auto de Chávez, después de declarar en contra de él. El pasado 1 abril, a cinco meses de ese accidente, ocurrido -según dijo el empresario a Cuarto Poder- cuando su auto sin tacos avanzó solo y atropelló a la víctima mientras le ayudaba a abrir la puerta de la cochera-, alguien vino al nicho del pabellón Nuestra Señora del Rosario y pegó unas letras verdes con brillos dorados: “Feliz día Panchita”.

“Siento mucha pena. Siempre rezo por esa señora. Imagínate, si no fuera por ella. tal vez nunca habría salido de ese lugar”, me dirá Jhinna esta noche. ¿Jhinna? Sí, porque el mismo día en que visito la tumba de Panchita, encuentro ese número de teléfono que tanto he buscado.

– Buenas noches Jhinna.. ¿Qué ha sido de tu vida en todo este tiempo?

Es una noche fría en Lima. Pero hay calor de hogar y olor a colonia infantil en el cuartito desde donde contesta mi llamada. A mil 35 kilómetros de Piura donde el fiscal Jhon Meléndez ha pedido 35 años de cárcel contra el dueño de la Noche, un bebé de cinco meses succiona la leche materna de la principal agraviada, mientras dice que este niño mamón de pijama negra con figuras de carritos, le cambió la vida desde hace medio año. Ahora la hija de un colombiano, nacida en los tiempos de esclavitud de su madre, tiene un hermanito que patea en la libertad de una cuna con muñecos, elefantes trompita, monos que enseñan a contar y almohadas naranja. “Le encanta ese color a mi nené”. Por fortuna no es el rojo.

– Estoy feliz, empiezo un nuevo camino. Mi nuevo bebé me cambió la vida.

A dos años de la noche en que el mayor Rosales la recibió en la comisaría, Jhinna es cada vez más una figura emblemática de la lucha contra la trata de personas. Siempre hay periodistas buscándola. Televisa, Telemundo, son sólo algunos de la lista, sus días pasan entre audiencias judiciales y entrevistas con periodistas.

En este tramo del camino de vuelta de Jhinna, cuando hay un nuevo gobierno; cuando el hijo del mayor Rosales pasó de escolar a universitario y su padre sigue intentando ascender a comandante; cuando la Municipalidad de Sechura ha cerrado el bar La Casa Verde por posible trata; cuando esa provincia, también Paita, Tambogrande, Ayabaca y Piura, siguen siendo las más vulnerables ante el cáncer de la trata, según el Gobierno Regional; cuando aún somos “un centro de captación de chicas”, según CHS; cuando los piuranos siguen creyendo que la explotación sexual de unas 600 mujeres y niñas (según estimados policiales) es el oficio  más normal del mundo; en fin, cuando el expediente 01815-210 sigue esperando sentencia en la Corte Superior, Jhinna me pregunta, cómo está Piura.

En una de las últimas veces que vino a la “tierra del eterno calor”, tenía menos miedo, pero las cosas no le habían ido tan bien con sus padres y hermanas. Un día de marzo de año pasado, cuando Rosales era jefe de Fronteras en Sullana, una mañana ella se apareció en su oficina: “Mi mayor, quise venir a agradecerle personalmente por creer en mí”, le dijo entregándole una botella y cuatro panes duros típicos de Mishquiaco. La botella tenía un cuarto de aguardiente con sabor a piña macerada. “Es tradicional de mi tierra, lo ha hecho mi papá, pero como sigue molesto conmigo, le robé un poco para usted”, le explicó.

Ahora –según cuenta- su padre está feliz por el nuevo nieto varón que pone un fondo gluc, gluc, a nuestra charla telefónica. Y mientras, a 17 horas de distancia, en la región que integra el llamado corredor norte de la trata de personas en el Perú, acaban de encenderse las luces psicodélicas de La Noche, Jhinna dice que sueña con crear una fundación contra el flagelo que interrumpió sus estudios superiores. La víctima del negocio sexual de un país sin casas refugio para víctimas en fuga de la trata de blancas, imagina  al night club del búho con ojos maliciosos, convertido en uno de esos albergues de protección, para otras víctimas que se animen a escapar de las cadenas.

– ¿Crees que después del daño que sufriste los responsables llegue a ser sancionados?.

– Quisieron archivar todo. Pero ya no pueden, porque el caso ahora se investiga también desde Lima.

– Pero el mayor Rosales dice que las normas no son apropias y tal vez no ayudan lo suficiente a combatir a las mafias como la que te causó daño.

– Estoy segura que mi caso tendrá un buen final.

Quisiera decirle que Piura sigue sin hacer mucho por eliminar el comercio y explotación de niñas y mujeres. Que esta tarde en el estudio frente a la iglesia San Sebastián, su abogado Lucio Seminario no tenía novedades. Que, casi un mes después, seguía esperando ser notificado por el juez Segundo Fernández Reforme, para ir a defenderla ad honorem; Que el nuevo Código Procesal Penal sigue siendo visto por muchos policías, entre ellos el mayor Rosales, como un obstáculo para combatir a los tratantes, pero sigue sin ser modificado. O que cientos, tal vez miles de piuranos siguen vaciando sus billeteras en locales con damas de compañía, aunque la palabra trata se haya puesto de moda. Quise decirle que la batalla recién comienza. Pero no quise arruinarle su momento feliz: “Yo también creo que todo saldrá bien”, mentí.

*Texto de Lucas Jiménez, tallerista de la FNPI y cronista de CR que acaba de ganar en la categoría prensa escrita el primer premio periodístico “Denuncia la Trata de personas en el Perú. Tu voz es su libertad”. El concurso fue organizado por Capital Humano y Social  y el Reino de los Países Bajos.