Masacre de Wilde: diez mil días de injusticia

El 10 de enero de 1994 once policías de la Bonaerense de Lanús acribillaron a Edgardo Cicutín, Norberto Corbo, Claudio Mendoza y Enrique Bielsa. A casi 30 años, nadie fue juzgado. Raquel Gazzanego, viuda de Cicutín, rememora los hechos.

Masacre de Wilde: diez mil días de injusticia

28/05/2021

Por Edgardo Nuñez

Es lunes. Antes de que termine el día muchos periodistas van a tener un recordatorio sobre la Masacre de Wilde. Raquel Gazzanego se encarga de enviarlo todos los lunes, de todos los meses, de todos los años. Pide una sola cosa: justicia.

La masacre ocurrió hace 10 mil días. El 10 de enero de 1994 once agentes de la Policía bonaerense de Lanús acribillaron con más de 200 balazos a cuatro personas: Edgardo Cicutín (esposo de Raquel), el remisero Norberto Corbo, Claudio Mendoza y Enrique Bielsa.

Según se supo tiempo después, la brigada esperaba otro Dodge 1500, no en el que viajaba Edgardo Citutín y Claudio Díaz, ambos vendedores de libros. Los policías que resultaron acusados y que aún no tienen una condena firme son: los ex agentes Osvaldo Lorenzón, Eduardo Gómez, Marciano González, Roberto Mantel, Hugo Reyes, Pablo Dudek, Julio Gatto, Marcelo Valenga y Marcos Rodríguez.

Los hechos

“Lo más importante es que se logre llegar a un juicio justo”, dice de entrada Raquel Gazzanego. Se la escucha tranquila, como si ya hubiera repasado la historia una y otra vez en la cabeza. Ese día, recuerda, fue como cualquier otro. Edgardo salió a trabajar alrededor de las ocho y supuestamente se iba a quedar en la editorial porque tenía que hacer reclutamiento de vendedores. A media mañana, ya con eso terminado, decidieron junto con Claudio salir para Burzaco.

“Yo en ese momento era ama de casa”, recuerda. Apenas ocho meses antes había parido a su segundo hijo, Gonzalo. Su hija Natalia ya tenía ocho años. “Me dedicaba a la casa, a los chicos. Por lo general Edgardo llevaba a Natalia al colegio y yo después la iba a buscar al mediodía. Esa era la rutina. Ese día no sé por qué no la había llevado”.

Durante todo ese día Raquel preparó comida y adornos, en poco tiempo celebrarían el bautismo de Gonzalo. “A las ocho de la noche vino mi hermana a avisarme que Edgardo había tenido un accidente en Wilde”, cuenta. El horario no le pareció raro, era normal que su marido se retrasara y ellos no tenían teléfono en la casa.

“Él era vendedor viajante, ese día estaba en Burzaco, pero dos semanas antes estuvo en La Pampa. Se quedaban una semana, la vida del vendedor viajante es así, no es que viene a dormir a tu casa todos los días”, detalla.
En ese tiempo, alquilaban un PH desde hacía dos años sobre la calle Moreno y Paraná, en San Martín. Cuando su hermana llegó en un remis para avisarle, llevaron a los chicos a la casa de sus padres y ella siguió hasta el hospital de Wilde. Supuestamente Edgardo estaba ahí, accidentado.

“Creo que no es una experiencia que me pasó a mi sola, pero uno cierra los ojos y trata de conectarse con esa persona que tiene conexión para ver cómo se siente. A mí me dolía la espalda. Él había sido operado de la espalda, una hernia de disco, y dije: ‘deben haber chocado y le debe doler la espalda’. Esa era mi sensación en ese momento”.

Cuando llegó al hospital de Wilde a través de una mirilla la atendió un policía. Preguntó por Edgardo y le dijeron que espere. El policía le comunicó que tenía que ir a la brigada de Lanús. Ella le mencionó el accidente, ahí reaccionaron tres personas de esa sala de espera y le dijeron “hola Raquel”, eran tres compañeros de Edgardo que la conocían, ella no los reconoció en ese momento ni nunca.

Le dijeron que la alcanzaban y viajaron todos para la brigada. “Bueno, joya porque no tenía cómo ir, estaba a pata”, aclara. En el viaje Raquel decía “ahora vamos allá y es todo una joda”, sin conocer la masacre. En el auto silencio, nadie decía nada.

Llegó a la brigada, y cuando quiso entrar salió su padre y la abrazó.

-Edgardo está muerto.

Raquel no entendía nada. En el viaje de vuelta no reaccionó, tampoco lo pudo hacer mucho tiempo después.
Su padre le contó el primer relato oficial: que los habían confundido, que les habían disparado, que fueron casi 270 plomos desorientados y que ya había reconocido el cuerpo.

Ella volvió a ver la cara de Edgardo recién al otro día, el 11, a través de la ventanita del cajón. “Ese no sos vos, porque tus ojos son distintos. Tus ojos brillaban distinto, ese no sos vos, será tu carcaza, pero no sos vos”, le dijo.

Siempre buscó explicaciones porque no le cabía en la cabeza la excusa de un fusilamiento a una persona inocente. De hecho, en el velatorio de Edgardo, cuando vio a Claudio -único sobreviviente- le dijo que la policía se acercó al coche agujereado como un queso, y le preguntaron por las armas. “La única arma que tengo es una lapicera”, respondió Claudio.

La bala le entró por la espalda, a la altura de la clavícula, al chocar con ella hizo un trompo y perforó los dos pulmones. Edgardo quedó tirado en la calle hasta que llegó la ambulancia. “Llegó vivo al hospital, latiendo, primero lo llevaron a un hospital, no lo quisieron atender, terminó en el de Wilde metido de prepo”, explica Raquel. Pero el corazón de Edgardo ya no tenía que bombear, por la pérdida de sangre, y se apagó.

A los días, sus primos la llevaron hasta Lomas de Zamora, estaba en shock y no podía manejar. En los tribunales tuvo su primera audiencia con la doctora Gonzales. “Una mujer de mucha calidez”, remarca, le explicó todo lo que había pasado y ahí fue cuando se enteró del error que había cometido la Policía. Pero el entramado de ocultamiento lo supo mucho después, después de mucho caminar.

Cuando fue la reconstrucción en Wilde, para octubre de ese año, pudo ver lo que llama con indignación: “el patoterismo”. La impunidad en carne propia. “Mirar a los abogados defensores moviéndose entre todos, diciéndole al oído a sus defendidos que era lo que tenían que decir”, lamenta y se asquea. Con los años y la piel hecha un callo por la lucha, se encontró, como los llama ella, con “gusanos, más grandes, más chicos”. “No terminás de encontrar la verdad, no es fácil”, dispara.

Lo que llegó con los años fue igual de duro y solitario.

La defensa de los acusados

En la reconstrucción se acercó el comisario que estaba a cargo de los imputados a darle la mano para pedirle disculpas en nombre de la institución y de los oficiales que fusilaron a su marido. “No solamente se la negué, sino que le dije que no puedo tomar sus disculpas”, recuerda.

Ciro Annicchiarico, abogado de Raquel, dijo que sospechaba que las trabas en la causa fueron por presiones del sistema policial en su conjunto. Los acusados, según el legrado, formaban parte de la brigada de investigaciones de Lanús, en el centro clandestino “El Infierno”.

Los agentes fueron detenidos luego de la masacre, pero rápidamente quedaron en libertad y absueltos. Los sobreseimientos se confirmaron en el 2003 y en 2007. Las familias de los fusilados apelaron y en noviembre del 2013 la Suprema Corte de Justicia bonaerense ordenó abrir nuevamente la causa, reanudar las investigaciones y realizar el juicio.

El único detenido a la fecha es el ex cabo Marcos Rodríguez, conocido por haber estado prófugo veinte años. En el 2014 lo encontraron en Córdoba y al presentar un peligro de fuga antes del juicio quedó adentro.

Qué hubiéramos sido…

Las secuelas emocionales del terror la dejaron atenta a sus hijos, a saber dónde están, a qué hora llegan y con horarios a rajatabla. Participó en varias organizaciones que luchan por los derechos humanos, casos de gatillo fácil, pero prefirió seguir su pedido de justicia sola.

El juicio está parado.

“El día que salga el juicio, ahí empezaré el duelo. Ahora mi bálsamo son mis nietos y mis hijos, lamento que no le hayan permitido a Edgardo disfrutarlo, se la hicieron perder”, dice.

Una canción le retumba mucho en la cabeza y en la piel cuando piensa en Edgardo. Es uno de los temas de Víctor Heredia, de Taki Ongoy, que dice: “¿Qué hubiéramos sido, si hubiéramos podido ser en toda nuestra plenitud?”. Se resigna al saber que jamás lo sabrá.