soldadito narcoMaría Laura Cicerchia. La Capital-. Cada vez que el viento golpea la puerta, en la casa de Luis Fernando Cuevas piensan que volvió él, que siempre la cerraba con un estruendo. Creen, dura segundos pero creen, que no lo mataron. Que no sufrió un suplicio antes de morir mutilado, quemado y baleado en la noche del barrio Santa Lucía. Se convencen de que todo fue una pesadilla: no los dejaron ver el cuerpo, no lo pudieron velar, quizás enterraron a otro en ese cajón municipal que no se animaron a tocar. Lo esperan en vela hasta la madrugada. Pero despiertan con el sabor amargo de la realidad, la certeza de que Luis no está y la desesperación de no saber que pasó.

El chico de 14 años apareció muerto y con marcas de un ensañamiento indecible el mediodía del domingo pasado. Lo encontraron en Estudiante Aguilar y las vías del ferrocarril Mitre, en un descampado bordeado por casillas, unos 50 metros al oeste de la Circunvalación. La investigación del crimen sigue la hipótesis de que el chico era soldadito de un grupo narco y que su muerte estaría ligada a la destrucción de un búnker ocurrida dos semanas antes en 27 de Febrero al 7600.

Luis vivía con su padrastro a sólo cien metros de ese lugar, en un pasillo de Estados Unidos 2770. En su casa de bloques pintados a la cal, sin gas ni cloacas, asoma descarnada la otra cara de la ciudad de altas torres al río. Su permanencia allí era intermitente: era común que el chico se ausentara con rumbo desconocido o pasara la noche en otro lado. Aunque todos los días, en algún momento, iba a visitar a su padrastro. Un impetuoso portazo en la puerta que da al pasillo era la señal de que Luis estaba de regreso.

Desarraigos. Por esa forma de vida itinerante, en un primer momento los investigadores creyeron que Luis vivía en la calle, sin domicilio fijo ni vínculos familiares. Pero el chico era parte de una familia numerosa de nueve hermanos que nacieron y vivieron en Chaco hasta la muerte de la madre, en 2005, por un cáncer de útero. Entonces viajaron a Rosario donde los recibió Ramón Ayala, un albañil de 48 años que fue pareja de la mujer. Es el padre de tres de ellos, pero los crió a todos como si fueran propios.

Un año antes, el hombre había emigrado buscando un pasar menos penoso, consiguió trabajo y compró una casita en Empalme Graneros. Una vez instalados en Rosario, los hermanos más grandes formaron familia, los más chiquitos se repartieron en las casas de otros parientes y Luis se quedó con su “papá del corazón”, como le dicen. El año pasado se mudó con su padrastro a la casa que el albañil compró en zona oeste tras vender la anterior.

“El nunca decía adónde se iba tantas horas. Era muy callado, no contaba nada. No te decía en la casa de quién había estado. Pero era muy familiero, siempre pasaba a saludar. Acá se bañaba, tenía su ropa y su pieza, pero dormía en la pieza del papá para hacerle compañía. Lo quería mucho y estaba preocupado porque tuvo tres ataques de presión”, cuentan sus hermanas Mónica Romero, de 34 años, y Marina Ayala, de 22, en el patio delantero de la casa.

Marina tenía la tutela de Luis desde hace dos años. “Es que a mi papá no le hacía caso. El trabaja todo el día y no lo podía contener”, explicó la joven, que llevó a Luis a vivir un tiempo con ella, en una ciudad vecina, hasta que el chico decidió volver con el padrastro.

Le decían Chaqueñito, era delgado y de estatura media. Hincha de Newell’s por adopción, le gustaba el fútbol y dejó como recuerdo las camisetas que usó cuando jugaba en el club Los Aguilas, en Empalme Graneros. El 25 de septiembre iba a cumplir 15 años. “Lo habían expulsado de la escuela de Génova y Barra porque peleaba mucho. El me pedía que lo anotara en un colegio, pero después siempre dejaba y era mucho gasto comprarle la mochila y las carpetas”, recordó Marina, que desde el día del homicidio no se mueve de la casa de su padre.

Registro del espanto. El domingo 1º de septiembre la familia se había reunido a almorzar en la casa de Ayala. Hacía poco que el albañil había comprado una garrafa y una de sus hijas le regaló una cocina para que dejara de cocinar en un brasero en el patio. Era el mediodía cuando un muchacho al que no conocen llegó en moto y preguntó por Luis. “Me parece que le prendieron fuego”, dijo y se fue. El cuerpo había aparecido a unas siete cuadras al otro lado de la Circunvalación. Estaba calcinado e irreconocible. Su padrastro lo identificó en el Instituto Médico Legal por una seña particular: el índice de la mano izquierda torcido.

En el acta de defunción, Marina leyó con espanto que antes de balearlo a su hermano le cortaron el pene, le seccionaron los pies con cortes en diagonal desde el empeine (“para que no camine más”, conjetura ella), le prendieron fuego y le hicieron inhalar humo tóxico. Creen que para calcinarlo lo taparon con un colchón: el padrastro fue hasta el lugar donde apareció el cuerpo y encontró restos de goma espuma. Para rematarlo, al menos un balazo le perforó el tórax. Murió a las 23 del sábado. Al mediodía había estado con su padrastro y a las 19 pasó por la casa de un amigo. Después ya no se supo nada más de él. Según un reporte policial, en el lugar se secuestraron dos vainas calibre 11.25.

“Pensamos que él ha sufrido mucho porque lo cortaron en vida y después le prendieron fuego. Con mi hermanito se ensañaron: tenía la cabeza prendida fuego. Estaba vivo cuando lo tiraron en el campito. Nos llegan comentarios de vecinos que lo escucharon gritar pidiendo auxilio, pero nadie se quiso meter”, reveló Marina con bronca y angustia.

La despedida. Como llevaba más de doce horas sin vida, a los familiares no les permitieron ver el cuerpo. Nadie podía afrontar el gasto de un cajón —”no tenemos plata, vivimos el día a día”, explican, como si no bastara mirar alrededor—, y por eso tuvieron que gestionar la donación de un féretro municipal. El entierro fue el lunes a la tarde en el cementerio La Piedad. Esta semana las hermanas de Luis van a imprimir la única foto que les queda, una que él mismo se sacó con un celular y que ilustra esta página, para identificar la lápida.

“Nos duele en el alma porque no tuvo una sepultura digna. Ni siquiera nos dejaron tocar el cajón”, lamentan Marina y Mónica. Se preguntan qué pasó, buscan datos en los diarios, recopilan rumores de un barrio que no habla, tienen pavor a represalias, y así y todo les cuesta creer que mataron a su hermano. Y de a poco, empiezan a despedirse: “Cuando se escucha el ruido de la puerta salimos a ver si es él. Nos quedamos hasta las cinco de la mañana esperándolo. Pero ya pasaron muchos días y nos vamos haciendo la idea de que no va a volver”.