El desfiladero de los heridos y los muertos

En la madrugada, decenas de personas llegaron al Pablo Tobón Uribe a preguntar por sus familiares. Con el paso de los minutos, las noticias irían cayendo como latigazos: Cruz Elena, muerta; Sandry Blanco, muerta; Manuel Valencia, muerto; Manuel Arias, muerto; Jhony Espitia, muerto.

Antonio Basilio se bajó del taxi, el que había tomado siete minutos antes en el centro de Medellín, corrió hacia urgencias, entró y vio a su esposa tendida en una camilla, sin aliento.

Le dio un beso en la mejilla, la miró con extraña tranquilidad, pero luego sintió que se derrumbaba por dentro. Estaba muerta.

Hacía pocos minutos, la había llamado desde su trabajo –en un casino-, y se había enterado que ella estaba en el Punto Cervecero. Lo último que le dijo fue:

– Espérame que ya voy a salir.

Justo cuando se disponía a tomar el taxi recibió una llamada:

– Hubo una balacera en el Punto Cervecero y Cruz Elena fue trasladada al Hospital Pablo Tobón Uribe.

Lorena Valbuena había recibido la misma noticia. Una mujer tocó a su puerta, le informó sobre la balacera y le sugirió ir a buscar a Manuel.

Lorena, Arturo Arias y su otro hijo de 12 años fueron al apartamento de la abuela materna, donde se suponía que estaba su hijo con la novia, tocaron la puerta, escucharon al fondo la música del equipo de sonido. Pero no les abrieron.

Enfilaron al Punto Cervecero y en medio del caos preguntaron por Manuel. Un hombre, al creer que se trataba de Manuel Valencia, a quien había visto caer, se llevó las manos a la cabeza. La familia partió hacia el hospital.

Al llegar, los médicos les dijeron que Manuel estaba muy delicado. Les entregaron la ropa de su hijo -la chaqueta roja que se había estrenado ese día, el pantalón verde, los tenis- y les dijeron que esperaran. A las 4:00 de la mañana, una médica le entregó a Lorena el anillo de oro que llevaba puesto Manuel y le soltó la noticia:

– Su hijo no resistió la operación.

Recordaría por siempre el último favor que le hizo.

Le prestó a Manuel las llaves del apartamento de su madre, aprovechando que ella no estaba. Pensaba que no era lo más correcto. No entendía del todo por qué Sandry se quedaba todos los fines de semana con su hijo. Pero comprendió que tal vez la muchacha, consciente de lo ‘caliente’ que estaba Aures, el barrio donde vivía, prefería que su novio fuera por allá.

Lorena tomó el anillo y lo introdujo en su pulgar izquierdo. Así llevaría pegado por siempre un pedacito de su hijo.

Manuel, que desde joven mostraba un espíritu emprendedor, había justificado la compra de la joya diciendo que más adelante lo vendería y compraría dos marranos. Soñaba, así se lo decía a su madre, con engordar cerdos y comprar un lote y construir una casa.

Había perdido el grado sexto de bachillerato y se sentía viejo para repetir. Decidió, entonces, validar el bachillerato y trabajar el resto del tiempo.

Años después solicitó entrar al Programa Fuerza Joven de Medellín y consiguió algunos recursos para aportar en su casa. Su padre, trabajador de la construcción de toda la vida, estaba enfermo, y lo que ganaba su madre en la fábrica Everfit no era suficiente para alimentar cuatro bocas.

La angustia de Gennivera era similar. Llegó a la 1:00 de la mañana al hospital.

– ¿Madre, cómo está vestido su hijo?- preguntó un vigilante en medio de decenas de personas inquietas y angustiadas.

– Es delgado y tiene una camiseta a rayas.

– Madre, tranquila. Yo se lo busco. No vuelvo hasta que no lo encuentre.

Acompañada de su compadre Freddy, Gennivera quedó en la sala de espera. Masculló los recuerdos más amargos de su vida: los asesinatos de su padre en Ciudad Bolívar cuando ella tenía 7 años, el de su esposo Onésimo cuando tenía un mes y diez días de embarazo de Stiven, y los de sus hijos mayores, cuando tenían 16 y 18 años.

La imagen de su padre era borrosa. Pero las demás todavía estaban frescas: espinas que llevaba para siempre en la piel.

Gennivera regresó por un instante a las 6:00 de aquella mañana de 1991, cuando dos sobrinas de Onésimo, con quien había planeado tener cinco hijos, llegaron a su casa con la noticia.

– Ayer a las 6:00 de la tarde le metieron cinco o seis tiros a Onésimo, cerca de la Plaza Minorista- le dijeron después de sugerirle preparar aromática y de mirarse mutuamente,  para ver quién tenía el valor de soltar el taco primero.

Se volvió a ver en aquella tarde de 1994, corriendo como una loca por todos los hospitales, después de que le avisaran que le habían disparado a Giovanni, el de 16 años, hasta encontrarlo muerto a las 3:00 de la mañana del día siguiente en el Pablo Tobón Uribe.

Mientras esperaba noticias de Stiven, le pareció escuchar otra vez el sonido rasgado que escuchó el 17 de enero de 1999 al mediodía.

– ¡No, mi hijo!-, gritó ese día. Soltó el cuchillo con el que pelaba papas para echarle a unas lentejas que le había pedido James, de 19 años, y corrió hacia la calle. Segundos antes, a través de la ventana, lo había visto caminar al frente de su casa.

Al verlo con un hoyo en su cabeza, tuvo la seguridad de que estaba muerto. Recordó entonces lo que él le había dicho:

– Mamá, si me matan en la calle no me vas a dejar ahí.

Con un carácter fiero, templado por la muerte de los suyos, cargó el cuerpo, lo montó en un taxi y lo llevó al Hospital La María.

– Señora, su hijo ya está muerto- le dijo un médico al recibirlo.

– Sí, yo sé que ya está muerto- respondió Gennivera, con el alma seca.

Pero ahora no era igual. Tenía la seguridad de que Stiven estaba vivo. El vigilante apareció a las 5:00 de la mañana:

– Ya encontré a su hijo. Está en Cuidados Intensivos.

En el camino cruzó a algunos de los heridos y fallecidos de esa noche. Al ver a Stiven con la cara completamente vendada, rodeado de tubos, dijo:

– ¡Ese no es mi hijo!

– Sí señora, sí es su hijo- respondió el médico.

Recién pudo comprobarlo cuando le entregaron su camiseta negra a rayas.

La pesquisa

La llovizna cesó y el sol asomó desde muy temprano. Los primeros rayos se filtraron por los hoyos en el techo, dejando en evidencia el terror de la noche anterior: un camino formado con gotas de sangre que se iniciaba en la discoteca, continuaba en los escalones y terminaba en la avenida principal.

A las 9:00 de la mañana, el Punto Cervecero se llenó de vecinos, investigadores judiciales y periodistas. Corrió la rumorada sobre posibles culpables del ataque y aparecieron hipótesis por aquí y allá: que eso fue una venganza contra uno de los dueños de los locales, que fue para meter miedo, que fue para apoderarse del territorio.

Al final del día, la conclusión fue la misma que determinaron los investigadores un año después: no hubo razón de peso para el ataque, se trató de un grupo de miembros de un combo que querían demostrar su poder y su odio visceral contra los rivales del sector vecino.

Fue como un mazazo de un grupo al corazón del otro. Los unos sabían que el Punto Cervecero era (el) sitio de diversión más popular de Miramar y que seguramente allí, un Día del Amor y la Amistad, debían estar algunos de los otros: sus más enconados enemigos.

– Ellos siempre han querido coger las ‘vacunas’ de este sector de la 80 y no han podido porque hemos establecido puntos de vigilancia de la Policía”, dijo refiriéndose a presuntos miembros de la organización delincuencial ‘los machacos’, Juan de Dios Graciano, subsecretario de orden civil de Medellín en ese entonces.

La Policía lo explicaría así días después:

– “Los machacos”, asociados a los mondongueros”, están en pie de guerra contra otras bandas como “Picacho”, “La Oficina del 12” o “La Conejera”. Buscan financiamiento por medio de homicidios selectivos, venta y distribución de estupefacientes, amenazas hacia la comunidad, desplazamiento forzado, extorsiones al sector comercial, residencial y al transporte.

La última conclusión saldría del informe de un grupo de investigación de la Sijín, el brazo de investigación de la Policía en Medellín y su área metropolitana.

Al frente del grupo, estaba Mario, un investigador de 30 años experto en homicidios.

El domingo 19 de septiembre de 201o llegó muy temprano al Punto Cervecero en un automóvil gris. Saludó a los muchachos y les hizo preguntas directas. Sin rodeos.

La camiseta negra y el pantalón gris le acentuaban la figura espigada. Cabello organizado, mirada fija y rostro inexpresivo. Lucía fresco, sereno, reservado con las preguntas que le hacían los periodistas. La noche anterior, de turno con el grupo de inspección a cadáveres, había escuchado los primeros reportes enviados por los policías que llegaban al lugar. No tardó en ir al hospital Pablo Tobón Uribe y entrevistar a las víctimas.

Al final del día tenía cabos bien atados y el rompecabezas tomaba forma. Con el paso de las horas supo que el taxi Chevrolet Sprint de placas TPP-529, desde el que se había cometido el ataque en Miramar, había sido robado en Belén.

Desde muy temprano, un señor denunció el atraco y describió a los ladrones: tres muchachos con pasamontañas en la cabeza. Uno con cara de niño, otro con una cicatriz entre la boca y la nariz y otro con pinta de costeño.

El taxista no tenía ni idea de lo que habían hecho en su carro, pero la descripción física encajaba completamente con la información que Mario había recogido en las entrevistas con heridos en el hospital y testigos en el Punto Cervecero.

Ese mismo día el taxi fue hallado abandonado en el centro de Medellín con vainillas de balas adentro. El cotejo determinó que coincidían plenamente con las encontradas en el sitio de la masacre.

– ¡Ningún crimen es perfecto!- diría Mario meses después, mientras su gesto recio se iluminaba con una sonrisa.

Durante esa semana, con la presión de una comunidad indignada, con una ciudad que pedía respuestas, rastrearon como perros sabuesos la ruta que siguió el taxi: de Belén a Miramar y de ahí al Centro.

Los pocos datos que consiguieron, en una tarea que parece imposible sobre todo porque el recorrido había sido en la noche, coincidían plenamente con los aportados por el taxista, las víctimas y los otros testigos.

Las pistas se encaminaban hacia miembros de un combo conocido como ‘los machacos’, asentados especialmente en el barrio San Martín de Porres, vecino de Miramar.

El rumor llegó a ese barrio y alertó a los habitantes. La semana siguiente se comunicaron con organizaciones de derechos humanos y con medios de comunicación: querían evitar que los ‘combos’ de los alrededores se metieran al barrio y atacaran a la comunidad, solo por vivir ahí.

– Toda el agua sucia le está cayendo a esta cuadra -se quejó una señora.- Dicen que somos todos  ‘machacos’ sólo porque somos de San Martín de Porres.

Los tres Machacos

Mario y sus investigadores les siguieron la pista a los tres muchachos señalados, conocidos como ‘Lucky’, ‘Cafés’ y ‘Checho’.

Buscaron archivos. Supieron que ‘Lucky’ y ‘Cafés’ tenían 25 años y ‘Checho’, 17. Encontraron antecedentes judiciales. Interceptaron líneas telefónicas y dedujeron, a pesar de las conversaciones cifradas, que habían planeado algo macabro.

Fueron a las casas de ellos y hablaron con familiares.

– Si su muchacho no tuvo nada que ver en la situación, dígale que se presente y aclare el hecho- le dijeron al papá de ‘Lucky’.

– Él no está en la ciudad- contestó el hombre, luego de lamentar lo ocurrido en Miramar.

Lo mismo les informaron de ‘Cafés’ y ‘Checho’. La búsqueda ahora no sólo era en Medellín sino en toda Colombia.

Con esa información, cinco días después, la Policía emprendió una feroz búsqueda de los presuntos culpables. Ofreció públicamente hasta 50 millones de pesos a quien ofreciera información valiosa que ayudara a capturarlos.

Habían pasado veinte días de la matanza cuando la Policía exhibió públicamente los rostros de los tres.

Lucky era muy conocido en Miramar porque iba frecuentemente al Punto Cervecero. A veces lo veían llegar en un carro Volkswagen blanco y sentarse a conversar con los demás muchachos. Pero se alejó de allí desde en 2008, cuando en Medellín se empezó a hablar de una pelea entre ‘Valenciano’ y ‘Sebastián’, dos cabecillas de la banda conocida como “La Oficina”.

Los combos dirigidos por cada uno se distanciaron y empezó una lucha sangrienta que en los tres años siguientes dejaría al menos el 70 por ciento (3677) del total de asesinatos en Medellín. Y él, supieron los investigadores, hacía parte de los ‘Machacos’ desde los 15 años.

La Policía lo encontró el martes 12 de agosto de 2011 en una finca de Palmar de Varela, un municipio caluroso y polvoriento a 23 kilómetros de Barranquilla.

Tres días después, cerca de un peaje de ese mismo pueblo, fue capturado ‘Cafés’. Los investigadores supieron que hacía parte de los ‘machacos’ desde que tenía 11 años.

Ambos fueron llevados a la cárcel modelo de Barranquilla.

Aún faltaba ‘Checho’. Mario y sus investigadores sabían que cumplía 18 años el 21 de agosto. Creían que por esos días iba a regresar a Medellín para pasarlo con su novia, amigos o familiares.

Se camuflaron en esos lugares durante tres jornadas, día y noche. Supieron que se movilizaba en vehículos de alta gama, que ofrecía motocicletas, armas sofisticadas y generosos obsequios a conocidos del barrio.

Justo el día de su cumpleaños lo vieron entrar a la casa de otro presunto cabecilla de los ‘machacos’.

La cuadra se llenó de Policías. La gente se asomó en las terrazas y puertas. Los investigadores actuaron rápido. No podían dejar que les arrebataran al detenido, como sabían, había ocurrido en otros barrios de Medellín. Lo encontraron en una de las habitaciones. Estaba acostado en una cama, tapado con una sábana y agitado.

Mario lo miró fijamente. Por un momento se preguntó si ese muchacho, con pinta de adolescente, incluso con gesto sonriente –así quedó en la fotografía de la reseña policial- había disparado la metralleta, planeado y ejecutado semejante barbarie.

Durante la investigación había conocido la familia: papá, mamá, abuelos, tíos. Una casa normal. Gente trabajadora, aparentemente sin mayores necesidades.

Pero el tío estaba preso por ser el presunto cabecilla del ‘combo’. ¿No habría ejercido una marcada influencia sobre él hasta dejarlo al mando y llevarlo a clavar un puñal en el barrio vecino, quitarle la vida a cinco personas, dos de ellos tan jóvenes como él, y dejar cicatrices para siempre?

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