Cicatrices

A los tres días de la masacre, Stiven continuaba sin despertar. Gennivera continuaba a su lado día y noche. Rezaba. Prendía velas. El pronóstico médico era reservado.

– Dios, mi único hijo. Él tiene una hija para vivir. Me tiene a mí.

Abrió los ojos al cuarto día. Manoteó, intentó quitarse los tubos. Preguntó con gestos, escribió en papelitos qué le había pasado.

– Mijo, te pegaron un tiro- le dijo Gennivera.

– Vos sos un héroe- le decían los médicos, que ya sabían lo que había hecho.

Salió a los 21 días del hospital. Sabía que tenía un lado de la cara desfigurado y evitaba mirarse al espejo. Se conformaba al pensar que sería sometido a una cirugía reconstructiva.

Así fue. Hoy, la piel en esa mitad de la cara se ve más lozana que en la otra. Sin embargo, conserva una parálisis de un lado de su cara y su cuerpo.

– Me da tanto dolor cuando lo veo mirarse al espejo e intentar abrir la boca- cuenta Gennivera mientras se ahoga en un llanto seco.- Tenía su cara buena. Sus extremidades buenas. Ahora, no puede montar bicicleta, no puede nadar, no puede jugar fútbol. Mi único hijo, mi único apoyo, me quedó inválido. Pero vivo.

Con vida, pero también con una lesión permanente, quedó Wilfred Arcadio Atehortua, 27 años. Un proyectil le astilló el brazo derecho, se alojó en el hueso y sigue allí.

– El brazo me duele mucho. No me estira. Y mire cómo me quedó de flaquito, dice mientras lo levanta hacia el aire.

Wilfred se siente agradecido con la empresa Prebel, donde trabajaba, porque lo reincorporó después de siete meses de incapacidad.

– Por eso, yo todos los días llego a trabajar con mucha moral y disponibilidad-dice.

Reconoce, sin embargo, las restricciones que padece a cada minuto. Siente un  dolor inmenso cuando intenta levantar cargas que superan los 20 kilos.

– Antes hacía mucho deporte. Permanecía dos o tres horas diarias en el gimnasio- dice mientras levanta la manga derecha y enseña un tríceps duro y bien formado.

Aquella noche del 19 de septiembre conversaba con Jhony Spitia cuando sintió el quemonazo en su brazo. Cayó al piso. Allí recobró el instinto de soldado, el que aprendió en el año 98 en un batallón de Quibdó, en Chocó. Se arrastró con un solo brazo, como si estuviera en la selva, y entró al negocio para protegerse.

Cerró los ojos mientras sentía una turba de personas pisarlo y escuchaba las ráfagas de subametralladora y los disparos de pistola.

– Abuelos, no me vayan a dejar morir- se dijo a sí mismo.

Al sentir que el fuego había cesado, se paró, vio el tendal de heridos, vio a Sandry Blanco al lado de las escalas, los charcos de sangre y corrió a tomar un taxi.

Al llegar al hospital Pablo Tobón Uribe vio a Jhony Spitia tendido en una camilla. Estaba muerto.

– Mi vida ahora es más triste. Uno se mira al espejo y piensa: ahora estoy joven, pero cuando pasen los años este brazo va a estar peor. A veces tengo pesadillas. Siento que mi corazón es más duro. Lo que me tocó ver nunca se me va a olvidar. Me marcó para toda la vida.

Blancos del conflicto armado

La abogada Jenny Lopera supo de la masacre ese mismo domingo. Acostumbrada a trabajar con víctimas desde hacía tres años, conocedora de las tragedias que se desencadenan después, las que no muestra la prensa, las que duran para siempre, sintió una punzada en su corazón.

Supo de la reunión que el lunes siguiente tuvo el Alcalde Alonso Salazar con los deudos, los familiares de los heridos y los dueños de los puestos de venta. Supo que la Alcaldía de Medellín emprendería por primera vez la misión de acompañar a un grupo de víctimas. Supo que ella estaría en ese equipo. Era un plan de acción sin precedentes en la ciudad.

Lo primero fue ayudarles a suavizar el dolor espiritual y material. Grupos de psicólogos hicieron con ellos terapias grupales cada semana en la parroquia de Miramar y visitaron a las víctimas en sus casas. Trabajadores sociales hicieron una radiografía de cada familia para detectar sus necesidades.

Les dieron mercados y cada necesidad reportada por ellos era atendida de inmediato.

Jenny Lopera, se sentó con cada uno y les explicó la demanda que intentarían presentar ante el Estado: que los reconociera como víctimas del conflicto armado. Aunque debió advertirles que era probable que la respuesta fuera negativa por la ingeniería legal, que les era adversa.

Les detalló las dos alternativas: analizar si ellos eran víctimas de la violencia política, que rige la Ley 418 del año 1997, o si en cambio entraban bajo el Decreto 1290, que atiende a víctimas de grupos armados ilegales organizados.

Si se pegaban de la Ley 418 habría que demostrar que el perjuicio que ahora padecían era el resultado de “atentados terroristas, combates, secuestros, ataques y masacres en el marco del conflicto armado interno”. Jenny les advirtió que esa era una traba compleja de resolver. En 2005 se habían desmovilizado cientos de paramilitares, lo que supuso que los cerca de 200 combos de Medellín pasaran a formar parte de la delincuencia común.

La otra opción ya ni siquiera lo era. El Decreto 1290 había regido hasta el 22 de abril de 2008.

No todo estaba perdido; la Ley 418 aún era una remota posibilidad. Con esa esperanza, Jenny documentó cada caso: recortó las notas de prensa que habían registrado el hecho, anexó certificados de la Fiscalía, de Medicina Legal, las historias clínicas… y llevó 13 carpetas ante la delegada penal de la Personería para que estudiara si era viable que estas víctimas fueran reconocidas por el Estado.

La Personería estudió el cerro de documentos y el 27 de diciembre de 2010 dio respuestas: “Sí es susceptible de ser víctimas del conflicto armado”.

– Ese día casi que hacen fiesta- recuerda Jenny.

Sin embargo, aún faltaba otro obstáculo por superar: Acción Social.

Jenny se reunió otra vez con cada familia, revisó cada carpeta y les anexó el concepto de la Personería.

En marzo de 2011, Acción Social les respondió a las víctimas: “A esta reparación administrativa acceden únicamente las víctimas de la violencia política (por motivos ideológicos o políticos)… En el presente caso, hasta el momento, no se tiene claridad sobre los móviles del hecho… el caso se encuentra rechazado”.

Acción Social aclaró que cambiaría el concepto si la autoridad judicial competente, en este caso la Fiscalía, confirmaba que la masacre del 19 de septiembre de 2010 había sido motivada por el conflicto armado.

Ni Jenny ni los familiares de las víctimas mortales -Cruz Elena Agudelo, Jhony Espitia, Manuel Emilio Arias, Manuel Valencia y Sandry Blanco Izquierdo- los heridos temporales y quienes sufrieron lesiones definitivas como Stiven, se dieron por vencidos.

Solicitaron reconsiderar el caso, con el concepto de la Fiscalía, y en mayo recibieron otra carta notificándolos de la inclusión. Recibieron un millón de pesos.

Jenny Lopera sintió una satisfacción como pocas veces. Había estado al frente de un caso emblemático y el final había sido exitoso, incluso aunque algunas víctimas consideraran que un millón de pesos era un minucia para todo lo que habían perdido en sus vidas.

Jenny se lamentó porque si los hubiera cobijado la Nueva Ley de Víctimas, sancionada en junio de 2011, el alivio hubiese sido otro: habrían sido indemnizados, habrían tenido una reparación simbólica, más atención psicológica y una reconstrucción de la memoria.

Se preguntó por qué los 135 asesinados que cada mes de 2011 había escupido Medellín no tenían una reparación al menos como los de Miramar.

Ya no quedan serpentinas

El estadero de la Curva de Miramar quedó casi abandonado. Desde lo lejos se muestra como una construcción blanca y plana, de un silencio sepulcral, triste, sellada. Solo queda el recuerdo de aquellos días cuando era un lugar de concurrencia, primero como carnicería y legumbrería y por último como el único sitio de diversión y esparcimiento. El lugar donde la gente podía ir a comer y a beber.

Había tomado tanta fuerza que Jorge Suárez ya estaba proponiendo hacer reformas para convertir el lugar en la zona rosa de Miramar.

Cada tarde, el sitio se llenaba de vecinos deseosos de tomarse una cerveza, comer algo rápido o solo de hablar y mirar desde allí el panorama de la zona nororiental de Medellín.

– El sitio era el pasatiempo del sector. La gente no se iba para otro lado- recuerda Blanca Dilia Ospina, presidente de la Junta de Acción Comunal de Miramar.

Después de la masacre, pese a las movilizaciones, a las eucaristías en memoria de las víctimas, Blanca Dilia percibió una “soledad terrible” en el barrio y el temor de algunos habitante en pasar por allí.

– Yo, por ejemplo, cada vez que miro para allá recuerdo esas imágenes- dice Giovanni García, un vecino.- Ese día cambió el barrio. Ese día perdió la alegría.

Las muertes violentas no han sido algo extraño para los habitantes más viejos. Recuerdan que hubo una época muy caliente, desde finales de los ‘80 y principios de los ‘90, cuando el Cartel de Medellín estaba en pleno auge. O cuando mandaba un grupo de muchachos que solían robar. Pero los vecinos los consideraban ‘rateritos de medio pelo’: buenos para meter miedo y robar motocicletas.

Hace dos meses abrieron la taberna, la de la esquina contraria a donde ocurrió la masacre, pero cuentan los vecinos que ya casi no se ven parroquianos.

Jorge Suárez alquiló un negocio de comidas rápidas y allí venden otra vez hamburguesas y perros calientes. La licorera y el Punto Cervecero permanecen cerrados. Tal vez más adelante, quién sabe, vuelvan a vender comida.

De lo que están seguros los vecinos es que no funcionaría otro negocio como El Punto Cervecero, que un Día del Amor y la Amistad decoraran con bombas rojas y serpentinas.

– Yo siempre lo voy a ver como un sitio aburridor, apagado, oscuro- repite a quien le pregunte Juan Fernando Suárez, después de aquella noche que infló corazones y escribió frases de amor.

 Fotos: Walter Arias Hidalgo y Juan Aristizábal

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