David Espino – Cosecha Roja.-

Dos cazos grandes de nixtamal y una res se dispusieron para los rezos de la novena de Jeventina Villa Mojica y su hijo Reynaldo Santana Villa, asesinados el 28 de noviembre en el pueblo La Laguna, en la Tierra Caliente de Guerrero. Pero el novenario se prepara lejos del lugar donde murieron, mucho más lejos. Se prepara en Puerto las Ollas, a unas ocho horas de distancia sobre caminos de herradura y terracería entre bosques de neblina y ocotales. Se prepara acá porque la gente acaba de llegar, desplazada por el miedo a ser ellos los próximos ejecutados por un grupo de paramilitares que comanda la familia Montúfar.
Sobre una pendiente de tierra roja los hombres destazan la res. Los perros se arremolinan mendigando retazos que de vez en vez les caen desde el tronco. A veces, cuando un hueso grande se atraviesa, llega otro hombre a auxiliarlos hacha en mano. Las mujeres se afanan alrededor de los fogones con los cazos para el sancocho que se ofrecerá más tarde, durante los rezos que durarán toda la noche; habrá mezcal, café y pan. Las cervezas no llegan por estos rumbos. Al otro día, muy de mañana, llevarán las cruces hasta La Laguna, a las tumbas de Juventina y su hijo Reycito –como le dicen sus hermanas– donde la tierra aún está fresca.
En medio de la cocina y el matadero otros hombres tienden una lona azul amarrada de sus cuatro esquinas a árboles y troncones. La preparan para los varones que acompañarán a sus mujeres en los rezos. Ellas estarán a lado, en un galerón que, desde ahora, a las 10:00 de la mañana, resguarda el altar con veladores, flores y las fotos de Juventina, su esposo Rubén Santana Alonso, asesinado hace un año en las mismas condiciones y una de sus hijas aún viva, Leticia. La foto es de cuando ella se casó. Su mirada es de felicidad. Ahora ninguno de los dos está y su mirada es diferente. Tiene un índole de tristeza profunda. De ver sin ver.

Puerto las Ollas es un caserío disgregado a lo largo de un terreno irregular en la parte más alta de la Sierra Madre del Sur donde se acaba la Costa Grande e inicia la Tierra Caliente. La neblina lo cubre casi por completo en las mañanas gélidas y en los atardeceres fríos. El bosque no se distingue porque Puerto las Ollas es parte de él. Está en medio. Pinos, ocotes y encinos lo protegen más que los soldados que están aquí desde hace siete días, como parte de las medidas que dispuso el gobierno para resguardar la seguridad de las 18 familias en éxodo y de las otras 12 que de por sí vivían en este sitio. Hasta acá llegaron el 29 de noviembre, tan pronto sepultaron a sus difuntos.

Esta es la segunda ocasión que todos los habitantes de La Laguna y algunas familias de otro pueblo llamado Hacienda de Dolores se refugian en Puerto las Ollas. En abril de hace un año lo hicieron por primera vez, movidos por un miedo similar al de ahora. En ese entonces Juventina, ya viuda y sin tres de sus hijos encabezó la caravana. Siete meses duraron acá. En noviembre, cuando consideraron que el peligro ya había pasado, se reunieron en asamblea y los varones y las mujeres mayores, entre la gente de la sierra es más común el matriarcado, decidieron regresar a su pueblo.

De Chilpancingo, la capital del estado de Guerrero, Puerto las Ollas está a unas nueve horas en vehículo. Se tiene que llegar a Petatlán, mero en la Costa Grande y luego subir en camioneta o cuatrimoto por cuatro horas más, primero por caminos de polvo y arena con palmeras a contra luz, señal de que se sigue en la costa y luego por carreteras de tierra roja, muchos arroyos, un río y guarumbos, señal de que se ha entrado a la sierra. Los bosques de niebla asoman o lo lejos y los pinos y encineras se yerguen en la punta. Hasta allá acaba el camino, en medio de toda esa selva exuberante y árboles tan gruesos como altos está Puerto las Ollas.

El rastro de la violencia acompaña el camino. Cruces en lugares donde no hay casas –señal de que allí se emboscó y se acribilló a alguien– y casas en zonas donde ya no queda nadie para habitarlas. Se pasan pueblos asolados, otros temerosos: Los Humedales, El Camalote o Coacoyulillo. La violencia de por acá es compleja. Se han unido los crímenes de los grupos de narcotraficantes que cuidan la zona para el trasiego de goma de opio cuyas flores de amapola se siembra sobre todo en Tierra Caliente, y los crímenes de los paramilitares al servicio de caciques que explotan los bosques para comercializar las maderas preciosas. Luego, cuando los cerros no tienen más vegetación los sembradíos de mariguana reverdecen. Las alfombras púrpuras de la amapola también pueden divisarse a lo lejos.

En ese contexto enrarecido asesinaron a Juventina Villa Mojica y a su hijo Reycito. Fue temprano, a las 10:00 de la mañana. Juventina temía desde antes que algo malo le pasara. Lo temía porque grupos paramilitares rondaban la zona diciendo que la iban a matar igual que mataron a su marido. Por eso fue a ver al secretario de Gobierno, Humberto Salgado Gómez, para pedirle medidas cautelares para poder moverse de La Laguna a Puerto las Ollas como refugiados. Los policías fueron enviados para vigilar los alrededores.

Además, en aquella reunión celebrada en septiembre se acordó la fecha del éxodo, sería el 28 de noviembre. Para eso se dispuso que más convoyes de policías y militares llegarían a las 5:00 de la mañana. Pero ese miércoles a las 10:00 todavía no llegaban. Inquieta, Juventina subió a la zona del camposanto, el punto más alto del pueblo, para buscar señal de celular. Subieron en cuatrimoto junto con Reycito, de 14 años y otra de sus hijas, Maira, de siete, aún guachita, como le dicen por acá a los chicos. Él conducía.

Cuando alcanzaron la cima, en las afueras del poblado le salieron tres hombres disparando Cuernos de Chivo (AK-47). Juventina fue abatida primero de cinco tiros. Reycito estaba vivo, se le acercaron, lo hincaron, le dijeron que rezara y luego lo ejecutaron de tres tiros. A Maira la dejaron ir. Le dijeron que corriera y ella corrió todo lo que pudo hasta que llegó donde estaba la policía cuyo resguardo falló. Aún en estado de shock, les dijo que acaban de matar a la mamá y al hermano. Los convoyes de refuerzo llegaron dos horas más tarde, a las 12:00 del día, cuando todo había pasado.

Esto lo cuenta la misma Maira, la guachita, este día que se prepara el novenario de rezos sentada en las piernas de Bertoldo Martínez Cruz, un líder de izquierda con trayectoria de ayuda humanitaria para víctimas de la violencia, adentro del galerón dispuesto para la velación. Cuando lo cuenta, a veces con la voz entrecortada, a veces inaudible, tiene la cara agachada y se adivina que llora por las gotas gruesas que se consumen tan pronto caen al piso de tierra roja, a unos pasos del retrato de sus padres.

Juventina y Reycito no han sido los únicos. Han sido, más bien, los últimos de esta estela de muerte que ha dejado el pleito por la tala de los bosques, el tráfico de madera y el uso del suelo para sembrar drogas. El esposo de Juventina, Rubén Santana Alonso, fue asesinado en febrero de 2011 en condiciones similares. Juventina y Rubén tuvieron 12 hijos: José, Sergio, Joel, Reycito, Roberto y Rubén, de varones; Juanita, Martha, Leticia, Rubicela, Juventina y Maira de mujeres. A José, Sergio y Joel los mataron igual que a Reycito. A José lo mataron en 2005. Sergio fue asesinado dos meses después que mataron a su padre, en abril de 2011. Con él, asesinaron a dos de sus amigos, Martín Cesarín Arroyo y Gilberto Islas. Esto originó el primer éxodo.

Joel estaba preso cuando murió. Estaba en la cárcel de Iguala. Fue en diciembre, también de 2011, cuando le llegó la noticia a Juventina de que su hijo había muerto en la cárcel de un paro cardiaco. Joel apenas tenía 26 años. Nadie creyó la historia y aun ahora piden que se investigue el caso. Y a Reycito lo mataron junto a Juventina, su madre, apenas el mes pasado. De la familia Villa Santana sólo quedan dos varones y las mujeres. Pero al menos una de ellas, Leticia, la misma que está en el retrato de boda con sus padres, a sus 19 años ya conoce el dolor de perder a un marido. Hace un año su esposo también fue asesinado.

Todas las actividades de este día 5 de diciembre, ocho días después del doble asesinato, giran en torno al acontecimiento. Cuando llegamos a Puerto las Ollas nos sorprendió ver en la parte baja del pueblo, donde los guaches juegan a la pelota en los atardeceres grises, dos helicópteros estacionados. Conocedores que una caravana de organismos de derechos humanos acompañados de periodistas subiría, los funcionarios del gobierno madrugaron. De las nueve horas que nos hicimos por tierra, ellos hicieron 45 minutos por aire.

Rossana Mora Patiño, subsecretaria de Asuntos Políticos y Gobernación, dos diputados del PRD, uno local y uno federal y hasta el alcalde de Coyuca de Catalán, Rey Hilario Serrano, ya almorzaban en casa de unos de los desplazados. Allí Rossana prefirió el eufemismo y dijo que los pobladores de La Laguna y Hacienda de Dolores “tomaron la decisión de abandonar sus pueblos” y cuando se le hizo notar que más bien la violencia los orilló ella persistió en su dicho. Rey Hilario también prefirió ver las cosas a su modo. Dijo que son rencillas familiares lo que ha ocasionado tanto muerto en esos pueblos.

Los desplazados piensan y sienten diferente. Arriba del galerón donde esta noche serán los últimos rezos se desarrolla una asamblea. No hay gente del gobierno, no se les permitió estar. La encabeza Bertoldo Martínez Cruz y Manuel Olivares Hernández, de la Red Guerrerense de Organismos Civiles de Derechos Humanos. En ella está toda la familia Santana Villa, las hijas y los hijos que quedan, pues. También hay primos y tíos, casi todos con historias de pérdidas violentas de algún familiar.

El miedo se siente hasta en el cuero cabelludo, aun con todo y decenas de policías rondando por el área y un pelotón de soldados del 19 Batallón acampados en el acceso principal del pueblo. Por eso a los fotógrafos les pidieron no tomar fotos de los parientes; y aunque para los reporteros no hubo instrucciones precisas, las miradas recelosas se deslizan de vez en cuando por los cuadernos de notas. Yo estoy muy cerca de las hijas de Juventina que están sentadas en una cama que sacan cada día durante los rezos y la vuelven a meter cuando terminan. Acá a los difuntos se les reza nueve días, por eso se llama novenario, y este que es el último se le llama novena. Será toda la noche, y las camas estarán en el sereno.

Con Bertoldo y Manuel está uno de los hijos de Juventina y Rubén, Roberto que de vez en vez habla en nombre de la familia como el único varón mayor que queda. La reunión es para ponerse de acuerdo con la posición que fijarán ante la gente del gobierno. Bertoldo dice que los quieren dividir para que cada familia vea por sus intereses. Algo que no recomienda porque entonces la presión cederá y la solución a sus planteamientos se dilatará más. Entonces, una sobrina de Juventina, Leonor, plantea la posibilidad de quedarse por tiempo indefinido en lo que hallan un lugar para irse a vivir en definitiva. Dice que no pueden regresar a La Laguna mientras los hombres que mataron a su tía y antes, el 11 de noviembre, a dos de sus hermanos, Sergio y Fortino, sigan sueltos asolando a la población.

Bertoldo y Manuel tratan de ponerlos al tanto. Les platican lo que se ha publicado en los periódicos de la capital. Dicen que un funcionario declaró que a Juventina la mataron porque la señalaban de secuestradora, que los Santana Villa también han matado a bastantes y que, en fin, el pleito se reducía a un asunto entre familias que no involucraba a toda la población. Roberto alza la voz y pide que los “otros” –les dicen los otros a los paramilitares que encabezan los Montúfar– muestren los camposantos donde están sus muertos.

–Nosotros se los mostramos, le decimos donde están las tumbas de nuestros muertos, ya son docenas –dice con la voz más de enojo que de dolor.

Las participaciones siguen como una catarsis. Cada uno que habla reclama que el gobierno nunca está presente cuando hay asesinatos. Reclaman que no hay presos por ningunos de los crímenes, y concluyen que lo primero que quieren es justicia.

–Primero justicia y luego hablamos de hacia dónde nos vamos –vuelve Leonor y Roberto la secunda.

–Tenemos miedo de quedarnos, tenemos miedo de irnos, tenemos miedo de todo –dice una de las hijas de Juventina.

–Cuando mataron a mi’apá –recuerda Roberto-, ni un gobierno se arrimó. Según detuvieron a siete y cuando mi’amá fue a ratificar la denuncia tres días después ya los habían soltado.

En el fondo el llanto de los niños interrumpe por momentos las intervenciones. El humo de los fogones donde se cuece el nixtamal inunda el lugar y una de las mujeres corre a atizar el fuego.

–Cuántos muertos más necesitan para que echen ha de ver que de plano tenemos la razón –reclama otra vez Roberto.

Bertoldo recuerda que en la Procuraduría General de Justicia ni siquiera hay averiguaciones previas por los delitos de homicidio, que nunca ha subido un Ministerio Público. Los nombres de los muertos se han conocido por que salen publicados en los periódicos. Él y la gente de la Red con la que viene Manuel Olivares toman nota de los planteamientos que después le pasarán a la gente del gobierno que está en espera reuniéndose con otras familias. Los Santana Villa tienen temor auténtico. Dicen que si el gobierno los quiere ayudar mejor que les dé el dinero y ellos verán dónde compran un predio para asentarse. Otros consideran que es lo mismo, que el gobierno siempre estará enterado.

Las voces salen de diferentes direcciones. Están seguros que para donde se vayan allá los alcanzarán. Ya sienten, dicen, que les andan encaramando los rifles. Platican que cinco días antes de que mataran a Juventina, la sentenciaron, dijeron ‘la vamos a ir a matar’, y cumplieron. Ellos llegan, tienen las manos largas. Si sólo truena un cohete los niños tiemblan y lloran, dice otro hombre.

–¿Cuánto tiempo debemos esperar? –pregunta Roberto casi gritando.

–Mi mamá estuvo espere y espere y se quedó esperando –repone Leticia, una de las hijas de Juventina.

Martha, su hermana, reprocha que el gobierno ha de estar esperando que los maten a todos de una vez.
–Así, al fin, vamos a quedar todos juntos –le responde Leticia.

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De los 105 pobladores desplazados la mayoría son niñas y niños. 68 en total. Son curiosos y no están ajenos a lo que pasa. Saben que Maira, la guachita de su edad, vio cuando los paramilitares mataron a la mamá y al hermano. Con todo y eso tratan de pasar el rato lo mejor que pueden. Cerca de los helicópteros hay unos 10 guachitos. ¿Esto para qué es?, pregunta uno. Yo si quepo en esa ranura, asegura otro. ¿Y qué le echan para que arranque?, cuestiona otro más. Los empleados responden divertidos.

Un niño se acerca un piloto para decirle que no tire tanta agua para regar la zona donde están varados los helicópteros, porque cuesta mucho trabajo bajarla del cerro. La tarea del piloto es hacer que no haya tanto polvo porque eso puede impedir la visualización a la hora del despegue: lo explican entre risas luego del regaño de los niños. A las cuatro de la tarde, los pilotos ven el cielo. Hay nubes entre los encinos y los pinos. Aseguran que si la neblina baja más no podrán irse.

Alejandrino, Gildardo y Jeisi tres de los niños más curiosos que corren alrededor preguntan qué se siente ir montados en esos aparatos. Los pilotos responden que bien, que primero es una sensación rara, como de que se van a caer, pero después se acostumbran. Los niños ríen y se van corriendo hacia donde ha empezado la reunión de la gente del gobierno con los desplazados.

Acá también hay chicos, chicos de 14 años como Reycito cuando lo mataron, que ya no alcanzan el estatus de guaches pero que también están atentos. Ellos son los que manejan las cuatrimotos de sus padres o de sus madres viudas. Ahora están arriba de ellas en un lugar donde parece que las estacionan. Platican de lo que ven. Se sorprenden de mirar a los fotógrafos juntos y a los reporteros, a la gente del gobierno, a los soldados y a los de Protección Civil, pero jóvenes como son, al cabo de un rato cambian de conversación. Terminan hablando de las cuatrimotos, de las velocidades que tienen, de cómo las manejan, de sus proezas en este terreno tan accidentado.

–¡Hey, dame un cigarro, bato! –terminan, también, degustando la tarde.

Ante el gobierno que es la subsecretaria de Asuntos Políticos, Rossana Mora Patiño, el alcalde de Coyuca de Catalán, Rey Hilario Serrano y los diputados, Bertoldo les expresó el sentir de los desplazados. Ellos mismos repitieron lo que ya habían acordado e hicieron reclamos más airados, cómo que investiguen, como que desquiten el salario que les pagan. Los funcionarios se rascaban la cabeza. Rossana se puso a tomar fotos con su iPad cuando estaban hablando. Luego cada uno de los enviados del gobierno habló, prometieron y entregaron despensas, cobertores y colchonetas que los efectivos de Protección Civil llevaron por tierra en una camioneta. En vez de soluciones dejaron ofrecimientos de hablar con el gobernador y otras autoridades federales.

Después de eso, por la fuerza de las hélices de los helicópteros, el polvo se elevó arriba de los techos de lámina de cartón. La ventolera hizo volar sillas y las recién entregadas colchonetas. Aun se temió que arrancaría las casas de madera improvisadas en la que viven desde hace ocho días los 105 pobladores de La Laguna.

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Sin tanto visitante oficial el pueblo intenta estar tranquilo. En el galerón las mujeres preparan un altar digno de la ceremonia. Cortan papel crepe de colores y hacen flores. Con pliegos grandes de papel blanco forraron la pared frontal donde también hay dos cruces recargadas. Son de mármol y tienen los nombres grabados de Juventina Villa Mojica; la fecha, 28/11/2012, y la edad, 42 años. La otra tiene el nombre de Reynaldo Santana Villa, la misma fecha, 28/11/2012 y la edad, 14 años

Los matarifes improvisados terminaron su labor y aunque la mayoría de la carne ya se cose con sus guisos para alimentar a los acompañantes, alcanzó para ser repartida entre las 18 familias. Las mujeres, casi todas muy jóvenes y blancas, de marcados rasgos caucásicos, ahora echan tortillas en comales de barro. Más arriba, dos niñas acostadas en una de las camas que están a la intemperie intentan contarse cuentos.

–Esta era una vez –dice una de ellas–, un guachito que iba caminando por el bosque –luego se arrepiente y dice: –no es cierto, no me lo sé. Mejor tú.

–Esta era una vez ¬–dice la segunda– un guachito que tenía dinero y no sabía que comprarse… ¡y colorín colorado este cuento se ha acabado y el que no se pare se queda pegado!

En el terreno plano donde momentos antes estaban los helicópteros, un grupo de niños juega al futbol. Los chiquillos se arremolinan en torno a la pelota, corren, gritan para darse pases. Las porterías son dos rectángulos hechos de palos enterrados en el suelo. No sabe quién va con quién, pero se oyen gritos de entusiasmo cuando por fin alguien mete un gol.