Mi abuelo robó un avión y ocupó las Malvinas

Él me enseñó a andar en bicicleta sin rueditas y a jugar al ajedrez. Me hizo hincha de River. Pero también fue uno de los protagonistas del Operativo Cóndor. A 53 años del hecho así reconstruyo su historia.

Mi abuelo robó un avión y ocupó las Malvinas

Por María Agustina Banchiero
31/03/2022

Casi todos los sábados mi abuelo desayunaba en la cafetería Piruchitas de Munro. Una vez le pregunté a qué iba.

––Me junto con los Cóndores–– dijo.

Agarró su campera de cuero negra, me dió un beso en la cabeza y se fue. Yo tenía 10 años y entendí la respuesta porque mi mamá ya me había contado. Mi abuelo había sido parte del Operativo Cóndor.

Su nombre era Pedro “Tito” Bernardini y fue uno los dieciocho jóvenes que en 1966 desviaron un avión que iba a Río Gallegos y desembarcaron en Malvinas para reclamar su soberanía. En su escritorio tenía cuadros con recortes de diarios que titulaban “Cóndores en libertad” y algunas fotos en blanco y negro: él con un compañero izando una bandera argentina, con sus compañeros posando como un equipo de fútbol o desayunando en la cárcel.

Para subir al avión, mi abuelo y sus compañeros simularon ser pasajeros. Todos tenían entre 18 y 30 años. Cuando estaban llegando al sur argentino entraron a la cabina y obligaron a los pilotos a tomar otra ruta hasta las Islas Malvinas. Uno de esos pilotos era parte del grupo y sabía lo que estaba por pasar. Meses antes había practicado aterrizajes de emergencia en la provincia de Chaco.

Entre los 43 pasajeros estaba el periodista y director del diario Crónica, Héctor Ricardo García. Dardo Cabo, el jefe del operativo, lo había invitado a tomar el vuelo que saldría de Ezeiza a las 00:34 del 28 de septiembre de 1966. García aceptó sin recibir muchas explicaciones más que la promesa de una primicia. Tenía dos teorías: que se reunirían con el Che Guevara en alguna ubicación secreta o que sabían donde estaba el cadáver de Eva Perón secuestrado en 1955.

En Malvinas el avión aterrizó en una pista rudimentaria cerca de Puerto Stanley. Los cóndores lo bautizaron como Puerto Rivero en honor al gaucho que resistió la invasión británica en 1833. Una vez allí desplegaron siete banderas argentinas y comunicaron: “El Operativo Cóndor pone sus pies en las Islas Malvinas para plantar el pabellón nacional en territorio argentino comprometiéndose a defender la enseña azul y blanca hasta sus últimas consecuencias”.  

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Ese día cantaron el himno en las islas por primera vez en 127 años. La ocupación simbólica duró 36 horas, hasta que el ejército inglés los detuvo. Los cóndores depusieron las armas -nadie disparó un solo tiro- y el ejército argentino los trasladó a Tierra del Fuego. Los acusaron de privación ilegítima de la libertad, piratería y tenencia de armas.

Mi abuelo declaró lo mismo que todos:

—Fui a Malvinas a reclamar la soberanía —dijo.

El único que dijo algo distinto fue Fernando Lisardo. Además del libreto acordado,  agregó:

—Y lo volvería a hacer.

Mi abuela se había enterado del operativo cuando ya estaba hecho.

—Me voy a Rosario —le había dicho mi abuelo antes de irse al aeropuerto.

El 29 de septiembre salió de la casa para ir a trabajar y un enjambre de periodistas la estaba esperando en la puerta. Ellos le contaron lo que había pasado. Un tiempo después aceptó dar entrevistas. Dijo lo mismo que me repitió toda la vida:

—Sufrí mucho pero estoy orgullosa, muy orgullosa.

Después de nueve meses preso, mi abuelo volvió a Buenos Aires. Mi mamá me contó que viajaron en un avión del ejército que usaban los paracaidistas. No tenía puerta ni asientos: Iban todos agarrados de un fierro en el techo para no caerse. La libertad les costaría caro. En su casa de Munro lo esperaba mi abuela, mi mamá de un año y medio y mi tía de tres años.

A partir del Operativo Cóndor las veces -que fueron muchas- que mi abuelo fue secuestrado durante la dictadura militar o llevado preso por su militancia en la FAP los años previos al 76, los militares le mostraban cierto respeto y con un guiño reconocían el Operativo. Incluso cuando estuvo secuestrado durante dos años en la ESMA, mientras lo torturaban, le preguntaban cómo había sido cagarles por unos días las Malvinas a los ingleses.

***

La última vez que vi a los compañeros del Operativo fue en el funeral de mi abuelo. Mi abuela se encargó de llamarlos uno por uno.  Fueron los que quedaban vivos, los que habían sobrevivido a la dictadura y los que no se habían alejado por diferencias políticas.

Cuando mi abuelo murió yo tenía doce años. Para contar esta historia necesitaba una voz que llene los huecos del relato. Fui a visitar a Norberto Karasiewicz, uno de sus compañeros. Cuando fue a Malvinas tenía 20, era uno de los más jóvenes. Hoy tiene 74 años y no se pierde ninguno de los actos que se hacen en honor a los cóndores. Estar con él fue como tener una parte de mi abuelo por unos minutos más.

Me contó anécdotas como la vez que estaban en la cárcel de Ushuaia y mi abuelo se fue a las manos con Alejandro Giovenco y terminó tirado en el piso. El salió en su rescate, le sacó los anteojos a Giovenco y los pisó. Hasta que volvieron a Buenos Aires, Giovenco -que luego se convirtió en un militante de la derecha peronista- estuvo sin ver.

El entrenamiento para el operativo duró varios meses. Unos días antes hicieron una última reunión en un campo de la UTA para concentrarse. Dardo Cabo dio la orden de que nadie podía salir del predio. Tuvo que hacer la excepción con Norberto. Su hija – a la que llamó Malvina- acababa de nacer. Mi abuelo lo acompañó a la clínica a conocerla. Estuvieron veinte minutos y volvieron al “retiro espiritual” como ellos lo llamaban. La noticia del nacimiento de Malvinita salió en los diarios:

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En noviembre de 2006 se cumplieron 40 años del operativo. El Senado de la Provincia de Buenos Aires homenajeó a los cóndores. Entregaron medallas y diplomas a los integrantes y las familias de los que ya no estaban. Mi abuelo subió al escenario junto con mi abuela. Era la primera vez que un gobierno democrático los reconocía. Él se quedó mudo. Mi abuela tuvo que tomar el micrófono y terminar su discurso.

Tres años más tarde, en agosto de 2012, María Cristina Verrier se reunió en la quinta presidencial de Olivos con la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner para entregarle las siete banderas que flamearon durante 36 horas en las islas. Junto con las banderas le di una carta pidiendo que la “releve de su custodia”. Hoy María Cristina tiene 80 años. Siempre tuve la ilusión de conocerla, pero hace tiempo decidió despegarse de esa historia. El traspaso de las banderas fue su última aparición pública.

En 2013, la ex presidenta Cristina Fernández nos invitó a un homenaje en el Salón de los Pasos Perdidos en el Congreso: una de las siete banderas ocuparía un lugar ahí. Esa vez fuimos mi mamá, mi abuela y yo. Mi abuelo había fallecido hacía seis años. “No hay futuro si no conocés la historia”, dijo la ex presidenta durante el acto.

Mi abuelo me enseñó a andar en bicicleta sin rueditas, me hizo hincha de River, me enseñó a jugar al ajedrez y me llevaba a torneos que me aburrían bastante. Mi abuelo es el que cuando vendí cuadros en una feria artesanal en el colegio y nadie me compraba me los compró todos. Sabía hacer el mejor estofado del mundo y me dejaba comer con él en su escritorio, rodeados de esos recuerdos que ahora intento reconstruir.

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*Esta nota fue hecha en el marco de la Beca Cosecha Roja

María Agustina Banchiero
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