Rufina Verón esperó este día durante los últimos doce años. En la sala de audiencias de los tribunales de La Plata escuchó la sentencia en el juicio por la muerte de su hijo César y otros 32 internos durante la masacre de Magdalena, la más grande la historia de la penitenciaría bonaerense: tres penitenciarios fueron condenados y quince absueltos.

Los jueces del Tribunal Oral en lo Criminal 5 de La Plata postergaron el dictado de las penas hasta el 9 de marzo, cuando leerán los fundamentos del fallo. “Es destacable que hoy haya una sentencia que responsabiliza al Estado sobre lo que sucedió y deja de pensar los hechos en términos de tragedia y de accidente. Hubo conductas particulares que tuvieron directa repercusión en la muerte”, explicó a Cosecha Roja Sofía Caravelas, abogada del Colectivo de Investigación y Acción Jurídica (CIAJ) y querellante en la causa.

“Siento que esto es una ayuda para que algo así vuelva a suceder”, dijo a Cosecha Roja Rufina.

César Javier Magallanes era el tercero de cinco hijos. Único varón en una familia de mujeres. El padre se había ido cuando Rufina, su madre, cursaba el tercer mes de embarazo. Dos años después, ella se casó con un policía federal de la montada.

A los 23 años César cayó preso acusado de robo agravado. Rufina lo visitaba cada semana. Lo que ganaba trabajando como empleada doméstica en Capital Federal lo gastaba en productos de limpieza y comida que le llevaba a su hijo al penal y un abogado que nunca se interesó en la causa de César.

La madrugada del 16 de octubre de 2005 Rufina se preparó para visitar a su hijo que llevaba dos años detenido sin condena. Ese domingo era especial: era el día de la madre.

En su casa de Pontevedra, en el partido de Merlo, Rufina no tenía radio ni televisión. Por eso no se enteró de la noticia que estaban transmitiendo los canales de noticias: había habido un incendio en el penal. Ella preparó el bolsón con mercaderías y tomó el colectivo de línea hasta Morón. Ese día planeaba pedir el traslado de su hijo para no tener que viajar cinco horas cada fin de semana. Antes de subirse a la Costera Criolla que la llevaría de ahí hasta Magdalena recibió el llamado de una de sus hijas, que le avisó del incendio y le pidió que la esperara. Sus cuatro hijas y sus dos yernos se sumaron al viaje.

Antes de llegar a Magdalena recibió otro llamado. Tenía que ir a La Plata. No recuerda en qué oficina le dieron la noticia. Su hijo era uno de los 33 internos que habían muerto esa madrugada en el incendio.

“Yo me arrodillé y le entregué mi hijo a Dios. Ya no podía hacer nada”, contó hoy Rufina. El día de la masacre, inició un camino para exigir justicia y reclamar mejores condiciones de detención en los penales de la provincia. Recibió el apoyo del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), querellante en el juicio junto al Colectivo de Investigación y Acción Jurídica (CIAJ) y la Comisión Provincial por la Memoria (CPM). Sin embargo, hoy la Justicia le dio la espalda.

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La noche del incendio

La noche del 15 de octubre de 2005 los internos empezaron a preparar el pabellón para homenajear a sus madres al día siguiente. Algunos prepararon regalos y comidas especiales.

Alrededor de las 23 dos reclusos del pabellón 16 de buena conducta discutieron sobre cómo acomodar las mesas. La discusión derivó en pelea. Unos minutos después quince penitenciarios con perros y escopetas antitumultos al mando del jefe de turno, Reinaldo Fernández, entraron en el pabellón.

“Entró la policía (penitenciarios) a reprimir por la puerta de adelante, empezaron a tirar, tirar y tirar”, contó durante el juicio J., uno de los sobrevivientes. Los peritos contaron 21 cartuchos de balas de goma que los agentes dispararon a quemarropa a unos pocos metros de distancia. Mientras un grupo avanzaba sacando a los presos, los otros seguían disparando.

Algunos internos se cubrieron con los colchones. En el fondo, un grupo inició un fuego para frenar la represión. Los guardiacárceles retrocedieron y cerraron las puertas. “Adentro sólo quedamos los pibes”, contó J.

Los peritos comprobaron que las puertas estaban ahumadas del lado interno, lo que significa que estaban cerradas cuando el fuego alcanzó su punto máximo. En la puerta que daba al patio encontraron una huella de una zapatilla, “como si le hubieran dado patadas del lado de adentro para sacarla”.

El pabellón alcanzó una temperatura de entre 500 y 600 grados. Treinta y tres de los 58 internos alojados ahí murieron asfixiados por la inhalación de gases. La perito forense Claudia Malabud, que intervino en las autopsias, explicó que los internos tenían “quemaduras vitales” en el cuerpo y humo negro en las vías respiratorias. Es decir que todavía vivían cuando los alcanzó el fuego y respiraron el humo tóxico: se quemaron vivos.

Los guardias se encerraron en la sala de control mientras el fuego crecía. Los internos de los otros pabellones tiraron baldes de agua y rompieron las puertas y ventanas con los matafuegos. Fue el único uso que pudieron darle: las cargas estaban vencidas. Tampoco servían las tres bombas de agua electromecánicas que deberían haber servido para apagar el fuego.

A J. lo sacaron los internos de otro pabellón envuelto en una manta mojada. A. salió arrastrándose por el piso por la puerta del fondo. Fueron los únicos internos del Pabellón que sobrevivieron.

Los condenados

Algunas semanas antes de la masacre, el jefe de talleres había notificado al director del penal, Daniel Tejeda, que había un desvío clandestino en la red antiincendio hacia otro sector de la Unidad y las bombas de agua no tenían tablero de mando ni conexión eléctrica. También lo sabía el jefe de la Guardia de Seguridad Exterior, Cristián Núñez, quien realizaba las planillas sobre el cuidado de las armas y los elementos contra incendio. Cada tres meses, los dos firmaban una planilla sobre el estado de la seguridad del penal.

Hoy el director del penal fue uno de los tres condenados junto al jefe de turno Reinaldo Fernández (primero en entrar y último en salir del pabellón) y Rubén Alejandro Montes de Oca, uno de los guardias que tuvo en su poder la llave con la que encerraron a los presos.

Después de la muete de su hijo, Rufina integró la Comisión Extrainstitucional dedicada al seguimiento de las condiciones de alojamiento y seguridad de la población penal en la provincia, creada después de la masacre. En ese entonces había 26.421 personas privadas de la libertad en cárceles, comisarías y alcaidías de la provincia de Buenos Aires. Rufina descubrió que la mayoría estaban alojados en condiciones de hacinamiento y sin acceso a los derechos más básicos.

La situación penitenciaria bonaerense se agravó. En 2017 se alcanzó el récord de detenidos en la provincia: más de 39 mil. Según datos de la Comisión Provincial por la Memoria, más de 120 personas mueren por año bajo custodia del Estado, la mayoría de ellas por razones de salud no atendidas.

Durante estos doce años Rufina siguió trabajando como empleada doméstica en las mismas casa de hace 30 años. En su tiempo libre recorría cárceles, comisarías y alcaidías y despachos judiciales para impulsar la causa por la muerte de su hijo y otros 32 presos. Hoy ya no cree en el Poder Judicial: “Dios creó la Justicia en la Tierra y los hombres la deformaron”.