Iván Gallo Sanabria. Bitácora

Anoche, sugestionado por la movida mediática, me senté en el sofá con curiosidad. Hace rato que el país necesitaba hacer catarsis y no hay nada mejor que el cine para eso. Digo cine porque lo que vimos estaba lleno de planos, de miradas, de diálogos bien estructurados. ¿Qué pasó? ¿Desde cuándo hacemos televisión así?

Lo que más rabia da es que si al público le gustan los productos muy bien hechos por qué se le sigue despreciando poniendo franjas interminables de telenovelas mexicanas, historias ridículas donde un cachaco se convierte en costeño o realities donde freaks imitan patéticamente a sus artistas favoritos. Quizá el tratarnos como niños de ocho años forma parte de una estrategia por parte de los medios de comunicación para mantenernos sumidos en la más profunda y negra de las ignorancias.

Anoche, una de cada cinco familias colombianas prendieron el televisor para ver la historia de un mito, una historia que jamás había sido contada en imágenes.

Desde que empezamos a ver los impactantes comerciales que la promocionaban temimos por que fuera una de esas series donde se ensalza al capo y el malo es la implacable justicia.

No, detrás de la producción están Camilo Cano, hijo del inmolado director de El Espectador, y Juana Uribe, quien no solo tuvo que soportar el secuestro de su madre, Maruja Pachón, sino que también padeció el asesinato de su tío, Luis Carlos Galán, a manos de un hombre que desafió sin titubeos a las instituciones colombianas.

Decía Luis Alberto Álvarez que la diferencia entre El Padrino y Goodfellas es que mientras la obra de Coppola muestra a los mafiosos como ellos creen que son, la de Scorsese muestra a los gangsters como realmente son. Ese es precisamente el gran mérito de Escobar, el patrón del mal: mostrar, sin llegar a lo caricaturesco, no al Pablo Escobar generoso, al Robin Hood colombiano, sino a un sicópata megalomaniaco que buscaba desesperadamente la aceptación, sumisión y notoriedad de todo el mundo.

Por eso mientras en un día destruía simultáneamente ocho sucursales del Banco Cafetero con sus implacables y precisos carrobombas, en la noche se iba a la comuna más pobre de su ciudad a inaugurar un complejo deportivo.

Escobar es ante todo un político, ni peor ni mejor que muchos que se han sentado en sus podridas curules. Desde el guión se la da al personaje de Escobar una humanidad que es precisamente lo que hace más perverso y temible; el capo podía ser cualquiera de nosotros, no es ningún monstruo sacado de una película gore, sino que es un hombre movido por la ambición y por la fascinación que le causaba un fajo de billetes.

Me emocioné tanto que no aguanté el primer capítulo para ya hablar de esta novela fascinante. Porque a sesenta años de haber sido creada hemos descubierto los recursos que puede brindar la televisión.

Mientras una película puede leerse como un cuento, las series son como las novelas, los personajes van creciendo lentamente, se van fortaleciendo y el escritor tiene la oportunidad sin límites de tiempo de desarrollar la historia a su antojo, llenarla de matices, de detalles: el niño Pablo robando un examen y cobrando de una manera despiadada a su propio hermano; el asesino en ciernes mirando fijamente, como si se tratara de un tesoro escondido, a un hombre colgado y desmembrado por los chulavitas; el Escobar ya veinteañero que hace la promesa que si en cinco años no tiene un millón de pesos en el bolsillo se va a dar un tiro en la cabeza…

Lleno de miradas, de detalles, de planos, a uno le provoca saltar del sofá y gritar que sí se puede crear una tensión dramática dentro de esta caja que es cada vez menos boba.

Trescientos millones de pesos se gastó Caracol por capítulo. Seguramente toda esa inversión será recuperada. Dentro de poco la serie será vendida a muy buen precio por todo el continente.

Cada imagen está muy bien cuidada, los personajes llenos de matices, se gastaron más de ocho meses estudiando el casting… por eso sentimos que cada personaje está muy bien encarnado (¿de dónde sacaron al Escobar joven?) y veremos regresos esperados como el de Anderson Ballesteros, el magnífico actor natural que descubrió Barbet Schroeder en La virgen de los sicarios.

No esperen una hagiografía, elevar al matón al pedestal del santo, no. El patrón del mal es un desahogo desesperado, un grito de súplica para que un país sin memoria no olvide.

A los que aún están escépticos y dicen que estas series lo único que hace es reivindicar la imagen del gangsters los invito a que dejen de hablar de lo que no saben y más bien se pongan a verla.

Ojalá que después de esta serie el colombiano promedio deje de llamar al monstruo por su nombre, Pablo, como los chilenos llaman a Neruda.