Cosecha Roja.-

Juan Carlos Largaespada es el director de una escuela secundaria en Mateare, un departamento de Nicaragua que acogió el proyecto de reinserción social de jóvenes pandilleros. En esta entrevista, cuenta cómo los ochocientos estudiantes de este centro educativo vencieron la desconfianza y se acercaron a la policía.

¿Cómo se desarrolló el vínculo entre policías y jóvenes?
La policía se integraba en las actividades recreacionales, fomentando las prácticas sanas. Ellos tenían un rol organizador, se encargaban de llamar por teléfono a todos los chicos, cargarlos en la camioneta y llevarlos al campo de deportes o a los centros de capacitación.

¿En qué momentos se notaba la unión entre ellos?
Uno de los puntos fundamentales fue el fútbol salón. Dos de los policías, Douglas Marino y Julio García, se unían a los equipos formados por los chicos. Douglas era el arquero y Julio jugaba de defensor. Cuando terminaba un partido, todos se hacían bromas, por los errores que había cometido cada uno. Luego, se armaron ligas entre todo el grupo de jóvenes en riesgo. Los campeonatos eran largos y competitivos, todos querían participar. Esa fue una de las actividades que más ligaron a policías y jóvenes porque se veían como pares, de igual a igual. Cuando viajaban en la patrulla hacia el campo de deportes, los chicos sacaban la cabeza por la ventana e iban gritando y festejando. Se los notaba muy alegres.

¿Cuáles fueron las primeras reacciones en ambos grupos?
Al principio fue difícil la relación entre policías y jóvenes, pero semana a semana, fueron entrando en confianza. Los oficiales se dieron cuenta que a los chicos les gusta que los traten bien, que no le hablen a los gritos ni a los empujones. Hay que pensar que meses atrás, estos mismos jóvenes habían tenido peleas y conflictos con la policía, tenían un recuerdo muy reciente de ser tratados como animales.

¿Cómo se logró terminar con esa desconfianza hacia la policía?
La FNN organizó una reunión inicial entre todos los actores involucrados: líderes comunitarios, jóvenes en riesgo, policías y familiares. Allí, se explicó que estaba por empezar un proceso de mediación en el que todas las partes iban a tener que colaborar. Los chicos estaban desconfiados, creían que era una trampa para que la policía los capturase y los metiera en la cárcel. Los primeros días fueron difíciles, pero al poco tiempo fueron desapareciendo los conflictos y los jóvenes se adaptaron. Fue muy importante que compartieran almuerzos, meriendas y cenas. Se generaban momentos de charla que fortalecían la relación y que hacían sentir a los chicos en una segunda familia.

¿Cómo era la relación entre ellos antes de iniciar el proyecto?
Difícil. Policías y jóvenes tenían múltiples enfrentamientos. Recuerdo uno en que una camioneta con cinco policías escoltaba a un grupo de cincuenta chicos que venían gritando y peleando. Una vez que entraron en el barrio y las calles se hicieron más angostas, los agentes tuvieron que seguir a pie y ahí fue cuando apareció otro grupo de pandilleros que apedrearon la patrulla hasta destruirla. Luego, durante el proyecto, los chicos recordaban esa escena y se reían, como una travesura pasada.

¿Cómo está la situación hoy?
El objetivo principal fue logrado, ya no existen más las dos pandillas enfrentadas, solamente hay pequeños grupos de jóvenes que se siguen juntando en zonas de conflicto, como plazas y parques, pero no con otros códigos.

¿Y la relación con la policía?
Hay respeto de ambos lados. Lo que se perdió fue aquel acompañamiento de los policías.

¿Qué acciones se podrían llevar a cabo a futuro para mejorar la situación?
Habría que buscar otra estrategia para terminar definitivamente con los enfrentamientos violentos, pero siempre con la misma premisa: que los jóvenes se sientan tomados en cuenta. Hay que trabajar mucho con la familia porque uno puede llevar a cabo un proyecto y que sea muy efectivo, pero luego la familia es la que queda de sostén y con la educación.