Sergio Filiberto, Federico Perrotta, Alan Córdoba, Franco Pizarro, Jhon Mario Claro, Juan Cabrera, Emanuel Fernando Latorre. Siete nombres, siete anónimos que difícilmente trascenderían si no fuera de la mano de una noticia trágica.

Sergio, Federico, Alan, Franco, Jhon, Juan y Emanuel son las siete personas que perecieron calcinadas en la Comisaría Primera de Pergamino, en circunstancias que deberán ser esclarecidas. La crónica indica que el fuego se habría originado al encender unos colchones en medio de una pelea. Los familiares de las víctimas hablan de represión por parte de la policía.

Dejaremos que estas circunstancias se diluciden. O no, como suele ocurrir en nuestro país. Pero el trágico episodio me dispara algunas reflexiones e interrogantes. La primera, es la certeza que todas esas personas eran jurídicamente inocentes, que por regla general no deberían que haber estado privadas de la libertad y, mucho menos, en las paupérrimas condiciones que ofrecen las comisarías bonaerenses.

Luego, aun desconociendo la estructura edilicia de la dependencia, llama poderosamente la atención que, ante la presencia del fuego, los encargados de la custodia no hayan atinado a abrir las rejas para evitar el mal mayor, convirtiendo al calabozo en una verdadera ratonera.

La República Argentina tiene una trágica historia en materia de fuego y cárceles, que no debería permitir la repetición de estos hechos. Viene a mi memoria el incendio en el Penal de Varones de Santiago del Estero, en 2007, que arrojó un saldo de 33 muertos, o el ocurrido en la Alcaidía de Menores de Catamarca, en 2011, con 4 niños incinerados, o el de la Unidad Penal 33 de Magdalena, en 2005, también con 33 víctimas fatales.

Demasiado fuego, demasiada tragedia como para permanecer impasibles.

Hay personas que se conmueven frente al dolor ajeno. Otras a las que le resulta indiferente e, inclusive, se regocijan si las víctimas son personas privadas de la libertad. Ante la disyuntiva de tener que optar, claramente, me quedo con los presos.