Breaking Bad

Martín Cortés.-

Breaking Bad casi no puede verse por la tele en América Latina, aunque nuestro pedazo de tierra sea protagonista en la trama. Hay que recurrir al maravilloso mundo de la piratería online para enterarse de qué va esta serie que ganó siete premios Emmy. Parece que ya por ahí empieza a despuntar la novedad: cómo consumir entretenimiento en tiempos de banda ancha. ¿De qué va esta serie que se dio el lujo de parar un año en mitad de la última temporada para reclutar seguidores?

 

El primer segundo de la serie no puede traer nada malo –o nada bueno-. Un protagonista en calzones apunta con un arma al patrullero que viene a buscarlo en medio del desierto. Y entonces, el famoso “horas antes”. Quien sostiene el arma es Walter White, un Premio Nobel venido a menos que enseña química en un secundario y lava autos en sus ratos libres. Varios factores contribuyen a que “Walt” se sumerja en la producción de metanfetaminas para financiarse: su inexorable muerte por un cáncer, una hija por nacer, la cercanía de su cuñado Hank al mundo de las metanfetaminas (es detective de la DEA) y un encuentro con un ex alumno que se dedica al negocio, don Jesse Pinkman. Hasta ahí, una serie más.

 

¿En qué incomoda Breaking Bad? Siendo ambiciosos, es un relato de la decadencia imperial estadounidense. Por empezar, la trama se sitúa lejos de Nueva York, Los Ángeles o Chicago. Ni siquiera en los márgenes yanquis tv-friendly como Nueva Orleans o la Baltimore de The Wire. Todo sucede en Albuquerque, la ciudad número 32 en tamaño del país del norte cuya única referencia cultural llega a nosotros a través de un capítulo de Los Simpson. Pero no es sólo la periferia (o aún la retaguardia) del imperio. Se trata del estado de Nuevo México, cercano a la frontera con América Latina, la más desigual del mundo entre dos países, con cárteles sanguinarios que no tardarán en aparecer en la historia. Se trata, también, de un lugar árido y desértico que pareciera constituir una metáfora del momento que se vive en el primer mundo. Y es que Walt comienza en el negocio de las drogas para pagar un tratamiento contra el cáncer que su seguro de salud no cubre. El nexo es Hank, su cuñado, un típico americano blanco, panzón y macizo que investiga en la DEA sin cuestionarse sobre políticas de drogas: él sólo decomisa y persigue traficantes (entre ellos su cuñado). El co-protagonista, Jesse Pinkman, encarnado por un siempre juvenil Aaron Paul, es otro americano blanco de clase media, un joven con maneras de ghetto nigger sin proyectos de vida. “¿Qué más importa aparte del dinero?”, pregunta confundido a Walt en un capítulo. Finalmente, no puede ser casual que uno de los personajes centrales de la historia, que oculta su millonario negocio de narcotráfico tras una cadena de pollo frito y colabora con la DEA, tenga un enorme parecido físico con el presidente Barack Obama.

 

Aún con todas las cuestiones que pone sobre la mesa, Breaking Bad sigue cayendo en clichés del cine norteamericano (¿alguien duda de que, con un Hollywood que languidece, las series son, hoy, la punta de lanza de la industria cinematográfica?). A quienes miramos la serie al sur del Río Bravo nos aburre Tuco, el estereotipo del latino energúmeno y violento, un narco lleno de tatuajes que, consumiendo su propia mercancía, no tiene problemas en matar a golpes a uno de sus lugartenientes. La serie tampoco esconde la preocupación por la “invasión silenciosa” de los latinos: cuando Hank se reúne en El Paso con Tortuga, un narco de sombrero y bigote de foca, éste le dice que en el suroeste ya no se habla inglés si no español. Por otro lado, la cuestión de las drogas. Aunque la serie muestre el consumo de diversas sustancias y la producción de metanfetaminas, el debate está ausente: los detectives de la DEA no se preguntan por la diferencia entre consumo y venta o entre menudeo y gran tráfico, simplemente hacen su trabajo. La ausencia llama la atención teniendo en cuenta los embates que viene sufriendo el paradigma prohibicionista en todo el continente y las cuestiones que se podrían abordar: desde la guerra al crimen organizado en México hasta la despenalización de la tenencia de marihuana en Colorado y Washington, ninguna de estas cuestiones es tocada.

 

A nivel técnico, la serie apuesta al crecimiento del personaje desde el comienzo: en el quinto capítulo, el protagonista altera drásticamente su atuendo afeitándose la cabeza, dando a luz a su alter ego narco, Heisenberg. Walt y Jesse se sumergen en el negocio de las metanfetaminas junto con el espectador, de forma precipitada e inevitable, en una espiral de violencia que nunca se sabe hasta dónde llegará. Jesse, que antes parecía tomarse el tráfico como un juego para hacerse millonario, ahora verá el costado sombrío del negocio, alterando desde su vestimenta hasta la forma de hablar a lo largo de las temporadas. Walt endurece su expresión cada vez más y, como dice bien entrada la serie “Jesse, me preguntaste si estoy en el negocio de la metanfetamina o en el del dinero. Ninguno. Estoy en el negocio del imperio”. Hay un pasaje del hombre atribulado que quiere usar sus conocimientos en química para dejarle dinero a su familia al de un empresario narco que sólo piensa en acumular por la acumulación misma.

 

La ficción abandonó la dicotomía entre el bien y el mal hace años (aunque no tantos). Eso no es una novedad en Breaking Bad. Lo que sí es una novedad es la empatía que genera Walt, que lleva al espectador a apoyarlo en casi todas las decisiones que toma (incluso las más extremas). Pero Hank provoca lo mismo por su valor y su agudeza. Así las cosas, no se sabe bien de qué lado habrá que ponerse cuando culmine el juego de gato y ratón entre concuñados. Lo mejor va a ser averiguarlo en julio con los ocho capítulos que quedan de esta serie que va camino a convertirse en un mito de la televisión policial.