12.03.1977. Noche cerrada, pero Monseñor Romero aún no ha salido hacia Aguilares. Está tratando de digerir la noticia del asesinato del padre Grande cuando le avisan de que el presidente de la República, el coronel Arturo Armando Molina, quiere platicar con él. Se conocen desde hace años, son amigos, y la llamada se enmarca dentro de la lógica. El coronel Molina le da el pésame y le promete una investigación seria y un informe oficial.

Es casi medianoche cuando Monseñor Romero llega a Aguilares. Lo acompaña monseñor Rivera Damas. Entra en el convento, mira los tres cadáveres, mira a la hermana Evita con la toalla ensangrentada en sus manos, y mira al nutrido grupo de jesuitas encabezados por su provincial, el padre César Jerez. Pronto sabrá que las armas utilizadas son pesadas (calibre .45 o .51) y que la ausencia de las autoridades para investigar ha sido tan notoria que los jesuitas han traído a su propio médico forense. La sospecha de que los asesinos son miembros de la Guardia Nacional ya se ha apoderado de Aguilares.

Dos años atrás, en junio de 1975, cuando una matanza similar ocurrió en el cantón Tres Calles, Monseñor Romero escribió una carta al presidente Molina: “Con esta misma limpia intención pastoral ruego al Señor Presidente su decisiva intervención a fin de que retorne al cantón Tres Calles la paz de los hogares, perdida ante la amenaza y el temor, y se haga justicia a las víctimas del atropello y se restituya, de alguna manera, a las familias, por la pérdida de quienes eran su sostén”.

Dentro de dos días escribirá una carta también al presidente Molina, pero el tono será este otro: “Me dirijo a usted para manifestarle que surgen en torno a este hechos unas serie de comentarios, muchos de ellos desfavorables a su Gobierno. Como aún no he recibido el informe oficial que usted me prometió telefónicamente el sábado por la noche, juzgo de suma urgencia que usted ordene una investigación exhaustiva de los hechos. […] La Iglesia está dispuesta a no participar en ningún acto oficial del Gobierno mientras este no ponga todo su empeño en hacer brillar la justicia sobre este inaudito sacrilegio que ha consternado a toda la Iglesia”.

Algo está ocurriendo esta noche. El padre Jon Sobrino, también presente en la vela del padre Grande, describirá años después muy gráficamente lo que a su juicio hoy le sucederá a Monseñor Romero. Se le cayó la venda de los ojos, dirá.

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Si hacemos a un lado los sectores de ultraderecha que promovieron o celebraron su asesinato y a sus ahijados políticos, cuesta en la actualidad encontrar a alguien que critique en público a Monseñor Romero. El paso de los años lo ha convertido en un referente mundial de lucha contra la desigualdad, de compromiso con los más desprotegidos, de respeto a los derechos humanos, de promotor de la verdad como premisa para la reconciliación, de… Pero no siempre fue así.

Hubo un tiempo en el que muchos de los que hoy le aplauden lo criticaron con dureza. En la calentura por convertir El Salvador a cualquier precio en una república socialista, Monseñor Romero también fue cuestionado por muchos compas. Tras el apoyo expreso al golpe de Estado del 15 de octubre de 1979, lo llamaron viejo burgués, lo acusaron de olvidarse del pueblo, lo presentaron como un promotor de los intereses gringos. “Hubo un tiempo en que buena parte de la dirigencia de las organizaciones populares estaba convencida de que se había cambiado de bando”, me dijo en una ocasión, bajo condición de anonimato, alguien muy cercano a él.

Cuando uno plantea hoy este tema, hay quien prefiere pasar de puntillas, quizá para evitar retratarse como lo que fueron: personas que durante semanas o meses creyeron que Monseñor Romero era un traidor. Por eso, como periodista se agradece tanto la naturalidad con la que Evita admite que la izquierda política cometió con él gruesos errores, errores que algunos ahora tratan de ocultar o redimir con estatuas y palabras de falsa admiración.

—Con eso de la Junta de Gobierno –admite Evita–, hubo organizaciones que le mandaron cartas fuertes. Le decían que cómo era posible que estuviera apoyando eso.

Monseñor Romero lo llamaba fanatismo. Y lo criticó, fiel a sus convicciones, en repetidas ocasiones. “Ilusionados por esa misma tentación del poder –dijo en su homilía del 30 de diciembre de 1979, cuando arreciaban las críticas–, están cometiendo muchos errores también los grupos de izquierda y las organizaciones populares que pierden de vista el objetivo legítimo de sus presiones, que debe ser el bien común del pueblo y no el fanatismo de su grupo o la obediencia de consignas extranjeras”.

Fanatismo hubo, hay y quizá nunca deje de haberlo en El Salvador.

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13.03.1977. La noche recién comienza.

Entre los presentes persisten dudas sobre cómo actuará Monseñor Romero ante los cadáveres del padre Grande y sus dos colaboradores; seguramente él también las tiene. Es la máxima autoridad eclesiástica presente en Aguilares, pero su actitud se limita a escuchar sin proponer. Una pregunta atormenta su cabeza: ¿qué debe hacer la Iglesia después de esto?

Pasada la medianoche se decide oficiar una misa. Trasladan los cuerpos del convento a la iglesia, y los colocan frente al altar. A pesar de la hora, son cientos los presentes. Tras la misa, Monseñor Romero propone que todos los sacerdotes y religiosas, Evita incluida, se reúnan en privado, reunión a la que invitan a un pequeño grupo de líderes comunales. ¿Qué debe hacer la Iglesia después de esto? Entre las respuestas que escucha están las que podrían considerarse lógicas, como publicar un comunicado de condena o exigir al Gobierno que esclarezca el caso. Pero también se plantean dos medidas que, de ser aceptadas, supondrán un puñetazo sobre el tablero. Por un lado, se pide a Monseñor Romero que no asista a ningún acto oficial del Gobierno hasta que se esclarezcan los asesinatos. Por otro, se propone que, para evidenciar qué significa perder a un párroco, se cierren todas las iglesias de la arquidiócesis un día y se convoque a una misa única en Catedral metropolitana.

La reunión termina sin decisiones firmes. El sol asoma cuando Monseñor Romero emprende el camino de regreso a San Salvador.

Las ideas propuestas se llevarán el martes a una reunión extraordinaria del clero en el Seminario San José de la Montaña. Monseñor Romero está consciente de que lo planteado redefiniría el rol de la Iglesia en una sociedad tan polarizada como lo es la salvadoreña, y quiere escuchar las opiniones de todas las tendencias que hay en el seno de la Iglesia, no solo las de los jesuitas.

Pero llegado el día, no habrá marcha atrás. El domingo 20 de marzo Catedral metropolitana acogerá, en contra de la voluntad de Emanuele Gerada, el nuncio apostólico, un hecho sin precedentes en la historia de El Salvador: una única misa.

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20.03.1977. Monseñor Romero toma la palabra durante la homilía en la misa única celebrada como consecuencia del asesinato del padre Grande.  

—La misa está recuperando en este momento todo su valor; porque quizá, por multiplicarla tanto, la estamos considerando simplemente, muchas veces, como un adorno y no con la grandeza que en este momento está recobrando. […] Estamos en la primera parte precisamente, la palabra de Dios, llamando a los hombres para que comprendan que en su palabra está únicamente la solución de todos los problemas: políticos, económicos, sociales, que no se van a arreglar con ideologías humanas, con utopías de la tierra, con marxismos sin horizontes, con ateísmos que prescinden de la única fuerza. La única fuerza que puede salvar es Jesús, que nos habla de la verdadera liberación. […] Mi corazón siente alegría profunda al tomar posesión de la arquidiócesis y sentir que mi propia debilidad, mis propias incapacidades, encuentran su complemento, su fuerza, su valentía, en un presbiterio unido. Queridos sacerdotes, permanezcamos unidos en la verdad auténtica del evangelio, que es la manera de decir, como Cristo, el humilde sucesor y representante suyo aquí en la arquidiócesis: el que toca a uno de mis sacerdotes a mí me toca…

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Este relato es una versión del perfil sobre Eva del Carmen Menjívar incluido en el libro “Hablan de Monseñor Romero”, publicado en marzo de 2011 por la Fundación Monseñor Romero.