Texto: María Aranzazú Ayala Martínez

femicidioSara no puede dormir. Tiene el sueño intranquilo y se despierta a mitad de la noche. Cuando finalmente lo logra, tiene pesadillas: alguien la mete en una maleta. Su tía Alejandra y su abuela materna creen saber de dónde vienen los malos sueños: hace dos años el papá Moisés Torres López mató a golpes a la mamá Olga Nayeli Sosa Romero, la descuartizó y quemó sus restos. Después los enterró en el campo, muy lejos de la ciudad de Puebla, en México.

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La segunda semana de junio de 2014 empezó mal para la familia de Olga. El lunes 9 fue la última vez que supieron de la mujer de 35 años, casada con Moisés y mamá de Sara. Vivían en Puebla, la cuarta ciudad más grande de México: ella estudiaba, Sara iba al colegio y Moisés era médico.

Ese lunes la familia comenzó la búsqueda de inmediato. Toda su familia, menos Moisés. Alejandra, la hermana de Olga, sospechó de la actitud de su cuñado: lo primero que dijo fue que su esposa le había pedido que si algo le pasaba, la niña -que tenía 4 años- se quedara con él.

El último lugar al que se supone que había ido era la facultad de lenguas de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, pero al revisar las cámaras de seguridad no había rastro de ella. Ese día Olga no fue a clases. La búsqueda se intensificó y mientras la familia estaba en shock, Moisés se mostraba impasible.

Alejandra todavía se sorprende cada vez que recuerda la actitud de su cuñado. En privado, Moisés le dijo a los agentes de la policía que lo interrogaron que seguramente su esposa estaba “haciendo un berrinche” y que iba a aparecer, sugiriendo que se había ido por una infidelidad. Con sus declaraciones hizo que las indagatorias de las autoridades se dirigiera desde un principio a un posible enojo o un amante secreto, sesgando las líneas de investigación.

Como parte de las diligencias, los agentes del Ministerio Público encargados del caso tuvieron que revisar la casa donde vivía el matrimonio y fue durante esa visita cuando encontraron manchas de sangre en el baño y también en el automóvil de Moisés, acompañadas de un penetrante olor a cloro en varias partes de la casa. Entonces lo llamaron para que declarara, y esa fue la última vez que estuvo en libertad.

Casi dos semanas después de comenzada la búsqueda, una constante en cientos de miles de familias mexicanas, Moisés confesó.

El esposo de Olga Nayeli dijo que el homicidio fue imprudencial. Supuestamente, discutieron sobre la situación académica de Olga, él se molestó y entonces la empujó y ella se desnucó. Aunque esa versión fuera cierta –no lo es, las pruebas forenses determinaron que fue asesinada a golpes con un marro–, todo el tratamiento del posterior del cuerpo fue con dolo y Moisés se tomó el tiempo para pensar qué y cómo hacer.

La tipificación de feminicidio en el estado de Puebla, hecha desde 2013, contempla ciertos causales para que sea considerado como tal. El asesinato de Olga Nayeli cumple con varios: lesiones o mutilaciones infamantes (después del asesinato), perfidia (abuso de confianza), lesiones (antes), y el cuerpo, o lo que quedaba de él, enterrado en el campo en un municipio cerca de Puebla, considerado como lugar público.

Moisés es especialista en medicina interna. Durante seis meses trabajó en una agencia policiaca del Ministerio Público como médico legista: sabía qué hacer para deshacerse de la evidencia y ocultar el crimen.

La familia Sosa Romero no tiene qué enterrar. Después de que Moisés confesara el feminicidio, la entonces Procuraduría General de Justicia del estado de Puebla (ahora Fiscalía General del Estado) resolvió no entregarle a la familia los restos hasta que no hubiera una sentencia contra el ex esposo. Aunque lo que quede de Olga sea un pedazo de no más de 30 centímetros, como explican las manos de su hermana Alejandra cuando pone los dedos índices uno frente al otro, mirando la corta distancia invisible entre ambos, es lo único que queda de ella.

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Alejandra es maestra de preescolar y tiene una hija de la edad de Sara, su sobrina. Está segura de que su sobrina estaría mejor con ella porque no estaría sola, porque la cuidaría mejor, porque estaría siempre acompañada. Cuando Olga desapareció y se descubrió que la habían matado, la custodia de Sara fue otorgada de manera casi inmediata a los abuelos paternos. Su tía y su abuela pasaron meses sin verla; cuando lo lograron, para Sara eran casi desconocidas.

A la niña, sus abuelos paternos le dicen que sus papás están en Estados Unidos. Alejandra se pregunta cómo va a reaccionar cuando se entere de la verdad, qué va a pasar con su sobrina cuando sepa lo que pasó. Su tía reconoce que va a tener que estar en terapia psicológica toda su vida, pero que ella hará todo lo posible para que viva lo mejor que pueda a pesar de la tragedia. Luego de muchas peleas apenas consiguieron tener la custodia compartida. Sara está dos semanas con sus abuelos paternos –donde es cuidada por personas de servicio y no personalmente por ellos todo el tiempo, pues trabajan como maestros– y otras dos con la familia de su mamá. A casi dos años del crimen de su mamá y el encarcelamiento de su papá, la custodia todavía no es estable.

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En Puebla, cuya capital tiene casi dos millones de habitantes, 2016 comenzó con una crisis de feminicidios. Entre 2013 y 2015, los crímenes de mujeres aumentaron un 208 por ciento: de doce casos oficialmente reconocidos a 37. Pese a las cifras, según datos de la propia Secretaría General de Gobierno de Puebla, ninguno ha sido castigado.

En la Fiscalía de Puebla (antes Procuraduría General de Justicia) está abierto un proceso para investigar la presunta participación de Moisés Torres Monroy, padre del asesino, en el crimen. El esposo de Olga declaró que su padre lo ayudó a limpiar, y puede ser que hasta a deshacerse del cuerpo. Aún no hay certezas. Sánchez sigue aportando pruebas, alargando lo más que puede el periodo para no ser sentenciado. Mientras, la muerte de Olga sigue impune.

Foto: Facundo Nívolo