Por Mario Favole – Para Cosecha Roja.

Un disparo en la madrugada.

Un disparo que sonó en General Roca, corazón económico de Río Negro (Argentina), y repercutió en toda la provincia.

Un disparo que despejó la resaca del fin de año y sacó del sopor a una sociedad que pone pausa en enero para escaparle al castigo del sol.

Se murió el “Gringo” Soria.

La noticia corrió con la velocidad de las malas noticias. Apenas un rato después de confirmado el fallecimiento del gobernador Carlos Soria, se había derramado por toda la geografía de una provincia que se baña en el Atlántico y escala la cordillera de Los Andes.

El caso tiene todos los condimentos para ser el espejo de una tragedia griega. En el apogeo de su carrera política, Carlos Ernesto Soria, 62 años, peronista de raza, recibe un balazo en el rostro en la madrugada del 1 de enero. La única sospechosa es su mujer, con quién discutía regularmente por su supuesta infidelidad.

Pero de eso ya volveremos a hablar.

Soria se recibió de abogado en Buenos Aires y volvió a ejercer la profesión al Valle. La sangre peronista hizo que privilegiara la política al derecho y pronto empezó a crecer dentro de las filas del  justicialismo.

Supo ganar espacios importantes. Ocupó un lugar en el congreso nacional (fue diputado primero por Río Negro y más tarde por Buenos Aires), encabezó el ministerio de Justicia y Seguridad bonaerense  (tras la Masacre de Ramallo) durante la gobernación de Eduardo Duhalde, quien lo designó al frente de Servicio de Inteligencia cuando ocupó la presidencia en forma interina. Soria fue eyectado del cargo tras el asesinato de dos manifestantes en el Puente Pueyrredón el 26 de junio de 2002: sus informes confidenciales al Presidente, que precedieron a la represión, calentaron el polvorín fabulando una supuesta infiltración de las Farc en las Asambleas de desocupados, y su intención de levantarse en armas contra las instituciones democráticas. Sectores de izquierda y organizaciones sociales nunca le perdonaron esos crímenes. La justicia tuvo menos reparos.

Cargos importantes los del Gringo, aunque no tanto como el que verdaderamente ambicionaba. La gobernación de su provincia.

En 2003 perdió su primera chance después de que el entonces presidente Néstor Kirchner le retaceara apoyo y dividiera votos con Eduardo Rosso, otro justicialista afín al kirchnerismo. Soria masculló bronca por la venganza K. Lo acusaban de haber enviado a espiar a los Kirchner mientras estaba al frente de la SIDE. Él siempre lo negó.

Abatido por la derrota, se recluyó en sus más íntimos colaboradores y decidió redoblar la apuesta. Iría por la intendencia de Roca. Unas semanas más tarde se impuso en la interna y luego ganó por escaso margen la general.

En el Ejecutivo local encontró su verdadero lugar. En poco tiempo sacó del letargo a la ciudad, multiplicó la obra pública y recuperó “el orgullo roquense”, algo de lo que solía jactarse.

En el 2007 la bendición kirchnerista fue para el senador Miguel Pichetto y Soria, renegando, debió conformarse con repetir en la ciudad.

Arrasó.

Sacó más del 70 por ciento de los votos.

Repitió equipo, afianzó su proyecto político y empezó a prepararse para gobernar la provincia.

No desaprovechó la segunda oportunidad. Con más del 50 por ciento de los votos, desbancó al radicalismo después de 28 años.

Nada podía ser mejor.

O sí.

No sólo ganó con amplitud, sino que además el justicialismo se quedó con el poder en la mayoría de las intendencias, incluidas las más grandes (sólo le falto imponerse en Viedma, la capital), obtuvo una amplia mayoría en la Legislatura, el apoyo mediático del principal diario de la provincia, la posibilidad de seleccionar al defensor del Pueblo, la legitimidad para designar a la mayoría de los integrantes del Superior Tribunal de Justicia y unos gremios estatales herbívoros con dificultades para enfrentarse al cambio que tanto habían buscado, tras la anomia de la UCR.

Soria lograba lo que tanto había deseado.

Tener el poder suficiente como para dejar su impronta en Río Negro. Transformar la provincia.

Tres semanas de mandato fueron suficientes para ello. Al menos para vislumbrar lo que se venía en materia política.

A un estado languideciente lo puso “en acción”, eslogan que lo acompañó desde que ganó la intendencia por primera vez.

Sacudió la modorra de diciembre con reducciones en la planta política, salariazo para funcionarios, derogación de la ley anti-cianuro, la incorporación del máximo referente del gremio docente al ministerio de Educación y el pase a disponibilidad de la mitad de los estatales. A un tercio de estos los calificó de “ñoquis” y les auguró un futuro lejos del Estado, su Estado.

Soria no sabía de diplomacias. En eso siempre fue muy peronista.

Confrontativo, vehemente, intolerante, ejecutivo, personalista, decidido, polémico, seductor, obstinado, apasionado por la política, amado, odiado, dueño de un discurso que debía domar para no caer en la violencia verbal, empresa en la que con frecuencia fallaba.

Carlos Torrengo, un periodista que lo conoció muy bien, suele usar una metáfora para describir a ciertas figuras públicas. Dice que no pasan por la historia en puntas de pie. Sin duda Soria fue una esas personalidades

Carlos Soria ha dejado huella en Río negro.

Ni siquiera hacía falta que ganara la gobernación el 25 de septiembre pasado, ya había dejado su sello. Apabullar al radicalismo sólo consolidó esa marca, que se aprestaba a ahondar con una gestión provincial que en menos de tres semanas había sacudido las estructuras del Estado.

Soria, el hacedor.

Soria, el autoritario.

Soria, la esperanza cifrada de la mayoría de los rionegrinos para cambiar el rumbo de la provincia.

Soria, el hombre que hacía falta para vencer al radicalismo.

Soria, el que a veces no lograba ganarle a su carácter y desbarrancaba.

Soria, el polémico Soria.

Todo eso se terminó en la madrugada del 1 de enero.

Un revólver calibre .38 de su propiedad fue el arma que guardaba la bala que le atravesaría el rostro. Una de las armas que tenía en la chacra en la que descansaba los fines de semana junto a su mujer de toda la vida, Susana Freydos.

Ahora la Justicia provincial deberá retroceder dos días en el tiempo para recrear el último acto de la tragedia, iluminar la penumbra de aquella alcoba. El presidente del Tribunal de Justicia de Río Negro, Víctor Sodero Nievas, dice haberlo hecho en “un 70 %”: adelantó que todo se encamina a un caso de “emoción violenta”. El juez de la causa, Juan Pablo Chirinos, imputó a la viuda antes de los exámenes de dermotest, los análisis de sangre, las pericias que indiquen la trayectoria de la bala, su propio descargo. Sí se sabe, por la prueba de dermotest sobre el gobernador, que no había rastros de pólvora en las manos del muerto. Freydoz, sedada y en estado de shock, espera su turno en Allen, a unos 20 kilómetros de General Roca –el bastión político de Soria-, en la casa de su hermana. Dos custodios de la casa la habrían oído decir: “Maté a mi marido, pero no lo quise matar”. ¿Podrá desentrañar la Justicia, qué resortes del poder y de las relaciones humanas son los que convierten un festejo familiar en una catástrofe?

Se sabe que esa madrugada los hijos se retiran –sólo queda su única hija y su novio-, que Carlos y Susana se van a la habitación. Están solos. Emilia y Mariano ocupan otra dependencia de la casona.

Discuten. Y presumiblemente algo más: la mujer tenía “moretones y lesiones recientes” cuando la revisaron los médicos forenses.

Se habla de una presunta infidelidad. Quién sabe. Qué importa.

Aparece el arma en escena.

Suena un disparo, se rompe el silencio de la noche y el gobernador cae herido de muerte.

La desesperación gana protagonismo.

Los trasladan al hospital local a una decena de kilómetros de la escena de sangre.

Agoniza.

Intentan revivirlo, pero es demasiado tarde.

Soria no alcanza a ver el sol del año nuevo y la historia cambia para siempre.

Foto: José Luis Pierroni – Patagonia Foto Press