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“Hebe tiene que ir a declarar porque es una ciudadana común y son las reglas de la democracia, conseguir esa democracia nos costó 30.000 desaparecidos”, leí anoche en Facebook, y sin mucho más que la primera impresión no paro de preguntarme: ¿Cómo alguien osa invocar como costo, frente a Hebe, lo que ella padeció como madre y luego ha enfrentado con valentía, construcción y propuesta de futuro, deviniendo en una líder social y política como pocas? Siempre pensé que no hay que construir privilegios sobre la condición de víctima para que la sociedad pueda reconocer nuestras tragedias colectivas y que es necesario seguir machacando en que el genocidio fue contra todos nosotros y los por venir, pero compelerla en nombre de sus propios hijos es además de una chicana, una crueldad.

El planteo es errado porque lo que está realmente en contra de la democracia es que la regla sea obligar a alguien a ir a declarar. Defenderse es un derecho: el Estado sólo debe ocuparse de que las personas conozcan que están siendo acusadas con precisión sobre el hecho y las pruebas para que, si quieren, se defiendan.  

Abusar del uso de la fuerza o la detención frente a ciertos imputados porque la justicia penal es la meca en aquello de algunos son más iguales que otros, es reflejo de que en verdad a la persona acusada se la asume culpable desde el minuto cero del proceso, y todo el rito procesal devenido en show según la ocasión se orienta en esa dirección, haciendo trizas la presunción de inocencia.

Para ser honestos, la ley también dice que las personas tenemos derecho a declarar ante un juez. Todos sabemos que no es así y que, con suerte, la persona declarará delante de un empleado que es el que “lleva” la causa. Desde el punto de vista de la legalidad que tan sesgadamente se invoca casi en cadena nacional, es lo mismo que lo hiciera delante de un verdulero o un astronauta. Eso ocurre desde hace siglos y si el Poder Ejecutivo Nacional insiste, en línea con los sectores judiciales más reaccionarios al cambio demorar la implementación del nuevo sistema procesal penal ya aprobado, no hay porqué pensar que vaya a ser distinto.  

Es ineludible preguntarnos: ¿Y por qué seguimos teniendo un sistema penal que, en lo sustancial, funciona con la impronta de la inquisición heredada de la colonia? Por muchas razones, entre ellas, ocurre que quienes gustan de valerse de la justicia federal como grupo de tareas o los operadores judiciales que ejercen con espíritu de verdugos o matones tienen en las reglas de juego actual, mejores condiciones para que todo lo que se denuncia sobre irregularidades, información sucia, operaciones de servicios de inteligencia, pueda ser bien camuflado bajo el manto de la ritualidad procesal escrita, secreta, incomprensible que todos conocemos con el nombre de expediente. Eso, bien en las antípodas de un sistema judicial transparente, con audiencias donde todos deban poner la cara y no firmar lo que otros escriben, donde lo que ocurre se produce en tiempo real y no con distribución privilegiada y anticipada con los operadores periodísticos del gusto de su Señoría, y en lo posible, donde las decisiones finales sobre quién debe ser castigado y quién no reposen en un jurado de pares. Son estas cuestiones las que acucian a la democracia, algunas incumplidas por siglos, y no la negativa a ejercer un derecho.

Ayer, reacción social mediante, quedó claro que más allá de la invocación de reglas, la necesidad de legitimidad también golpea las puertas de los tribunales. La función esperable de un sistema judicial es la contención de todas las formas de abuso de poder, lo cual exige siempre un posicionamiento claro, hacerse cargo del conflicto y los intereses caso a caso. Para ser un juez empoderado en serio, el control del abuso empieza en el propio despacho.

Fue la propia desmesura lo que dio cauce a tanto ruido. Pues debiendo escogerse la opción más respetuosa de derechos, y también la más conducente para el resultado esperado, teniendo la obligación constitucional y legal de utilizar las formas menos violentas de resolver cualquier situación incluso cuando la protagonista es Hebe de Bonafini, es desmesurado que se haya optado por una indisimulable desatención de sensibilidades. En estas horas, pretenden imponer que el desenlace de ayer obedeció a un capricho personalista: fue un acto de radicalidad política y profundo cuestionamiento que, más allá de la opinión que tengamos sobre la protagonista, nos permite ponernos en alerta social. Los poderes fácticos tienen eso clarísimo, por eso insisten en denostarla con el mote punitivo de prófuga.

Lo de Hebe es determinación, si quieren tozudez, ejercicio de un derecho, pero si los jueces hablan por sus decisiones: ¿qué nos dice la decisión de ordenar la detención de un ícono de la resistencia al terror de Estado conjuntamente con un allanamiento en el mismo momento en que iba a la Plaza de Mayo por vez número 1999, desde que el 30 de abril de 1977 un policía le dijera a Azucena Villaflor y sus imprescindibles secuaces “circulen”? Además, en el mismo momento en que se encontraba en el país el Secretario de Estado de los Estados Unidos en una circunstancia inédita: es la segunda visita en cinco meses precedida por el propio Obama. En ninguna de las dos ocasiones se nos ofreció — ya ni pensemos en que les sea exigido, se está poniendo difícil ser realista y soñar lo imposible—, que de una vez cooperen consistentemente con el esclarecimiento de los horrores a los que tanto contribuyeron.

Alguien puede preguntar ¿y todo eso que tiene que ver? Y otro responder ¿y por qué no tendría que ver, si desde el punto de vista judicial hay miles de casos tratados diferentes en la misma situación y sólo aquí ocurrió esto? Y así perdernos en la especulación, que se vería mermada si las cosas no parecieran tanto lo que parecen.

Es también una responsabilidad de los jueces que las intencionalidades que guían sus actos, en tanto ejercen poder, queden lejos de la confusión. De lo contrario, siempre pasa lo mismo: explicaciones ex post en las que una invocación noble de la función judicial es traída a su versión teórica y abstracta para respaldar desmadres fácticos como el de ayer.

¿Por qué no poner lo de ayer en línea con las demás cosas que el poder judicial deja ver de sus tareas en estos días? Debería aterrar a quienes exigen justicia la siniestra entronización de personas sospechadas de delitos gravísimos, devenidos en escribas del relato persecutorio de turno. Eso, que ahora se volvió obsceno no necesariamente nos habla de calidad judicial, por más que el show sea con dobles de riesgo, casco y chaleco, calcado de los países que nos llevan la delantera en eso de criminalizar la política a través de la supuesta guerra contra el delito.

La tramitación mediática de los procesos judiciales y la variable extorsiva tiene festejando las 24 horas versiones propuestas por: a) autoconfesos dadores de ficción tan eficaces que han logrado que alguien decida excavar la extensa Patagonia. Y mientras todo se viene abajo nos tienen mirando el pozo; b) testimonios “claves” que citan a un muerto como fuente de sus dichos para enlodar a otros; c) procesos judiciales basados en chicanas de Twitter tal como ocurre con la causa de dólar futuro, por nombrar solo parte de lo que nos cuentan, pues ya dije, las reglas de juego sustraen la administración de justicia a todo escrutinio popular serio. Estas dinámicas tienen su historia y sus resultados: el caso AMIA es un ejemplo claro de cuánto daño puede producir la maquinaria judicial en alianza con la política y los servicios de inteligencia. Las víctimas, como siempre, bien gracias, de justicia ni hablar.

Como sociedad, tenemos enormes razones con densidad histórica suficiente para responder sobrealertados a estos despliegues disciplinantes, más aún si vienen de polizontes, pésimamente camuflados en moldes institucionales.

¿Encuentra reaseguro la democracia, habitualmente, en el poder judicial? Algunas veces, quizás.  Pero no podemos afirmar categóricamente que sí o que no, sin caer en concepciones esencialistas de lo que la democracia o el poder judicial son.

Cada quien podría preguntarse, dime quién eres y te diré que justicia te toca. No podemos obviar, como lúcidamente Hebe indicó en su carta al juez, que cuando se trata de lo popular la cara más habitual que con que se presenta es la de la opresión en nombre de la democracia, la ley, la seguridad jurídica y, si hay tiempo para la sorna o la perversidad, los mismísimos Derechos Humanos.

En el caso del sistema penal, la experiencia ofrecida habitualmente es el banquillo de acusados. Si, excepcionalmente, se logra sentar al policía violento que administra la guerra social dirigida a jóvenes en las calles, al general genocida que nos robó una generación completa o al empresario que gana competitividad a fuerza de esclavitud, la mayoría de las veces la respuesta ofrecida será una amarga copa de impunidad, con todas las formalidades del trámite que sean posibles.

Nos quieren hacer discutir acerca de si Hebe o quien sea debe o no responder ante una acusación de este sistema judicial, y no hay nada que discutir ahí, porque ella tiene derecho a posicionarse en ese proceso penal como mejor le parezca. Pero acá hay mar de fondo, no caigamos en la trampa.

Estamos en una fase de judicialización obscena de la política. Mediante el recorte criminalizante de ciertas expresiones y referentes del campo popular, está tan obviamente en las antípodas de la neutralidad y la iconografía de la balanza equidistante que nos ofrecen de la justicia como una señora de ojos vendados, que cualquier reflexión amparada en el formalismo de la ley y sus interpretaciones dogmáticas me resulta rayana a la complicidad. Ese es el mismo tipo de reflexión que permitió en la década del 70´ que el poder judicial funcionara en automático, sobre todo para el rechazo de los habeas corpus, en nombre de la ley y el trámite correcto de las actuaciones.

Si la hipocresía de aquella “total normalidad” con que insistía la última dictadura militar ganó solidez en base a muchas indiferencias -algunas más excusables que otras, en forma de complicidad activa u omisiva-, si a su servicio cumplió un rol activo el posicionamiento estructural del poder judicial, ¿no deberíamos escrutar con más cautela y memoria histórica las performances que hoy se despliegan desde del sistema judicial­ – en el ámbito federal, pero también en Jujuy con Milagro Sala y en Tierra del fuego con la persecución sindical, entre otros casos- justo cuando macroeconómicamente, microeconómicamente, culturalmente, políticamente y policialmente las cosas empiezan a ponerse asfixiantes para los sectores populares?

Ciertas expresiones represivas que se inscriben en la genealogía del terror Estatal, cerco comunicacional mediante, están desplegándose entre nosotros. Como bien señala Zaffaroni, aún con limitaciones en la violencia porque hay una resistencia acumulada que no las dejaría pasar así como así. Pero las otras no menos graves están siendo vehiculizadas en expedientes penales, con el auxilio notable de ciertos sectores de la prensa que juegan al zombie balbuceando versiones guionadas.  Sería interesante rescatar la política de los barrotes judiciales porque hoy es Hebe, pero aprendamos, suelen venir por todos.