Tres días en un campamento guerrillero de Colombia

La guerrilla del Ejército de Liberación Nacional se define como la última activa de América Latina. Un periodista colombiano y un camarógrafo francés viajaron para comprender sus razones y contradicciones.

Tres días en un campamento guerrillero de Colombia

Por Cosecha Roja
14/01/2020

Por Santiago Valenzuela en El Pacifista*

Fotos: Yann Decaumont

Los palafitos de madera, ocultos desde el cielo por la espesura de la selva, delinean fronteras sutiles en el río San Juan. Las casas, las canchas de fútbol improvisadas, los niños embera: todo este paisaje se ve en fotogramas de cámara lenta. Mientras la lancha avanza despacio hacia Istmina, esquivando algunos árboles caídos en el lecho del río, los palos enterrados en los precipicios de tierra que sostienen casas en las orillas del San Juan dejan de verse. Nos estamos quedando solos con la selva. 

Somos dos foráneos: un periodista y un camarógrafo francés. “Aquí no se pueden tomar fotos”, dice una mujer mientras la lancha toma velocidad en el silencioso río San Juan. El ruido del motor, el horizonte verde e indescifrable. Eso es todo. No hay militares. Vamos a encontrarnos con el Ejército de Liberación Nacional (ELN). 

Nos bajamos en un punto desconocido. Algunas casas de cemento, otras de madera, dos tiendas. Nos quedamos quietos, sentados en la orilla. Son las 12 del mediodía. En cualquier momento, dijeron nuestros interlocutores, nos recogerían en una panga pequeña, con un motor fuera de borda. Nosotros no conocíamos la cuenca del medio San Juan en Chocó, esa que aparece en medios cuando se habla de conflicto armado, de secuestros, coca y guerrilla. Es un territorio con mayorías étnicas embera-chamí  y wounnan. Viven, en una extensión de más de 600 kilómetros cuadrados, cerca de 13.000 personas. 

La humedad y el silencio. Las botellas de agua, los cigarrillos. El tiempo sigue pasando. La última lancha, rumbo a Istmina, pasa a las tres de la tarde. Son las dos y media. Devolvernos es una opción. No hay señal, no hay internet, dependemos de nuestra intuición. Quedémonos, le digo a Yann mientras él revisa los equipos. Llevábamos meses esperando este viaje y estábamos cerca del campamento. Pasó otra hora. El tiempo de la comunidad que vive en ese lugar era difícil de comprender. La lentitud y el silencio no nos dicen nada. Nadie dice nada. Estamos pasando por un momento de desaceleración, como lo vi en el río, que se movía en ese momento con un caudal casi imperceptible. 

Faltan 20 minutos para las cinco de la tarde. Yann escucha algo, sale corriendo hacia la orilla y me llama. A lo lejos se ve una panga pequeña con un hombre sentado en la popa. Se acercó y en ese momento supe que todo este plan era real. Una gorra verde con un estampado del Che Guevara y un fusil M-16 colgado en el pecho negro y descubierto. Se baja, saluda a los hombres que pasan la tarde en la orilla. Nosotros, en una escalera, lo miramos esperando un saludo. Lo hace y de inmediato nos pide que dejemos todos los aparatos electrónicos en una maleta. Nos cambiamos, nos ponemos las botas pantaneras y nos subimos en la panga. 

***

Habían pasado menos de nueve semanas desde que el ELN había estallado un carro bomba contra la Escuela de Cadetes General Santander, en el sur de Bogotá. En ese atentado murieron 21 personas, 16 de ellas estudiantes de la Policía. Un integrante del ELN, de 57 años y con una enfermedad terminal,  entró en una camioneta y detonó 80 kilos de pentolita. Detonó los explosivos y asesinó a estudiantes de una institución que, si bien es de la Policía, está acreditada como entidad educativa por el Ministerio de Educación. 

¿Qué dijo el ELN? Que sí, que era de su autoría. Lo dijo el frente de guerra urbano en un comunicado muy difícil de digerir. Decía, entre otras cosas, que “el Gobierno Nacional se rehúsa a dar respuestas a las necesidades de la población, inventa excusas para no garantizar sus derechos (…) el Frente de Guerra Urbano Nacional en ejercicio legítimo del derecho a la rebelión, realizó la acción militar”. 

¿Quiénes son los pobres en la guerra? ¿En qué se asemejan los jóvenes que están en la guerrilla y son bombardeados y los jóvenes que llegan a la policía y son, de la misma manera, dinamitados? Era un momento sensible. Con la llegada de Iván Duque al poder, la mesa de diálogos con el ELN se cayó. El lenguaje de la guerra eclipsó lo que se estaba alcanzando con el Acuerdo de Paz: la humanización del otro, la posibilidad de dialogar por esos temas tan frecuentes, como la desigualdad y la pobreza. 

¿Qué diría Uriel, el comandante mediático del ELN y a quien conocería en unas horas, sobre el atentado en la Escuela de cadetes General Santander? 

Recuerdo que unos días después del atentado, él envió un audio por Whatsapp. 

“Lastimosamente la confrontación armada trae muerte. Nos acostumbraron a que los muertos siempre eran de una parte: que el bando popular ponía y sigue poniendo muertos (…) Los guerrilleros, los luchadores populares, todos somos seres humanos. Normalizaron las muertes del bando popular, y normalizaron que hay muertos de primera y de quinta categoría: muertos que duelen, muertos que se festejan, muertos que se lamentan y muertos que pasan desapercibidos. Estamos en la lógica que el gobierno planteó: hablar en medio del conflicto”. 

 ¿Quiénes están en el bando popular? ¿Es legítima la violencia frente a otros seres humanos distantes en clase a nosotros? Era difícil pensar en eso. Si condenas un falso positivo, eres un guerrillero. Si condenas un carro bomba contra estudiantes de la policía, un paramilitar. Cuando subimos a la panga pensaba en eso, en cómo podríamos hablar sobre estos temas tan delicados cuando nuestras vidas, como lo sabíamos, dependería por unos días de ellos. Solo suena un motor por lo ancho del río San Juan.

***

Eran las 5:30 p.m. Nos bajamos de la panga en algún punto del río San Juan. Nuestro acompañante, tranquilo, nos dice por dónde tenemos que caminar. Es una trocha  ligeramente definida por los pasos de otros seres humanos. Caminamos una media hora hasta que vimos el campamento: las bolsas de plástico, las hamacas, los palos que las sostienen, las armas apoyadas en algunos árboles. Nos ofrecen limonada, dejamos los equipos y las dos maletas y nos invitan a sentarnos. Un joven, nos dicen, está organizando los toldillos. Entregamos las hamacas, damos las gracias. 

– Soy Yesenia, mucho gusto. ¿Cómo les fue? 

– Bien, muchas gracias. Respondo. Yann le da la mano.

– Siéntense, por favor. 

– ¿Y el comandante Uriel? , pregunto. 

– No viene hoy, de pronto mañana. Está haciendo otras cosas. Les presento al comandante Santiago. 

Yesnia tiene el pelo corto, piel oscura y un perro labrador que la sigue siempre. Tendrá, a lo sumo, unos 40 años. Santiago, quien sería en la próxima hora nuestro interlocutor, es un tipo de unos 45 años, calvo y con gestos y ademanes militares, como acostumbrado a fruncir el ceño. Está tratando de sintonizar Caracol Radio. “Casi siempre escuchamos Hora 20”, me dice.

Yann, por ser francés, llama la atención. Le hacen preguntas sobre las protestas de los chalecos amarillos en Francia, le preguntan por qué está en Colombia, etc. En unos cuarenta minutos, cuando comience a oscurecer, tenemos que ir a dormir, nos dicen. “Por los bombardeos, ustedes entienden. Y bueno, pues nada de luces, no pueden prender nada porque eso llama la atención de los aviones”. 

Silencio. 

-¿Ese golpe en Bogotá nos salió bueno, no?”, nos pregunta Santiago. 

Nos quedamos callados. Preguntamos si se refiere al de la Escuela General de Cadetes. Dice que sí. Nos miramos con Yann. El Estado, dice para romper el silencio, está incumpliendo los acuerdos firmados con las Farc, está asesinando a los líderes sociales, a los excombatientes; reprimiendo a los campesinos, a los indígenas, a las comunidades más pobres. Volvió la seguridad democrática, dice. 

– Y Maduro es un tipo muy verraco. Todo lo que ha aguantado, todos esos ataques del imperialismo… Ese tipo sí tiene pantalones. 

Es una suerte de monólogo en elque nosotros ocasionalmente intervenimos. 

– ¿Cuántos son acá? , pregunta Yann. 

– Son ocho unidades, nos cuenta. 

No son más de 20 personas. En cada rancho, como les dicen, duermen dos o tres. 

– Hay negros, indígenas, gente de la región, de todo, dice el comandante y nos explica que esta, la vida en la guerrilla, al menos garantiza tres comidas al día. 

Digresión. Las cifras de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) demuestran que para la población más vulnerable en Colombia es difícil tener tres comidas al día. 

Algunas de esas cifras: 

El 41 % del total de hogares colombianos manifiesta algún grado de inseguridad alimentaria.

Un 87 % de los hogares desplazados (más de 6 millones de personas)  se encuentra en franca situación de inseguridad alimentaria. 

Ese día nos preparan un plato de lentejas con arroz. Las cocina un joven de unos 18 o 19 años. Esa semana era su turno en la cocina.

– Quedaron buenas, dice el comandante Santiago. 

Después, antes de ir a dormir, le dimos las gracias al cocinero y le preguntamos si le gustaba cocinar. 

– Pues no mucho, pero acá nos toca hacer de todo. Eso es igual si usted es mujer o es hombre.

Las 20 personas que están en el campamento organizan con disciplina sus toldillos, sus hamacas, sus colchones, acomodados sobre un lecho improvisado de palos de la selva. A las seis, era en serio, todo el mundo tenía que estar acostado. A las cuatro de la mañana tendríamos que estar de pie. 

-Listo, para el rancho, nos dicen. 

Hacemos caso y prendemos la linterna unos segundos para ver en dónde están nuestras hamacas. De repente llega alguien corriendo. No vemos nada. Nos quedamos quietos. 

-Apaguen eso, no no no, no prendan más esa linterna, eso está prohibido. Los aviones pueden ver eso, nos dice un hombre que tiene que hacer guardia esa noche. 

Antes de dormir recuerdo la conversación con una de las mujeres del campamento que sobrevivió a un bombardeo porque sintió el avión, no sé, unos minutos antes. Ella decía que corrió por la selva y que con un compañero se salvaron dos por una suerte de intuición inexplicable. “Es que son kilos de dinamita, hasta 100 kilos pueden ser, ¿si me entiende? Usted abre los ojos y ahí ya todo se acabó, todo queda en cenizas, ese estruendo es horrible. Yo pensaba en mi familia que estaba en la ciudad cuando me salvé”. 

-Bueno, buenas noches. No prendan esa linterna, dijo el guardia. 

-Buenas noches, respondimos. 

Algunos pensamientos en esa primera noche: ¿Quiénes mueren en los bombardeos? Esa pregunta la ha resuelto tan fácil la guerra: los otros, los enemigos, los encapuchados. ¿Qué se siente en un estallido así? ¿Aniquila todo el cuerpo y después es imposible identificarlo? ¿Serán ellos, algún día, parte de los “NN” en Colombia? ¿Quién tira la bomba y qué sentirá cuando lo hace? ¿Cree el piloto que asesina al enemigo luchando por la patria cuando suelta esa bomba?

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*Periodista de El pacifista, Colombia, y becario de la Beca Cosecha Roja.