Marc Caellas – Para Cosecharoja.-

Ya lo me habían advertido mis amigos bogotanos por activa y por pasiva: cuidado con los taxis, especialmente en la noche. Usted, con esa pinta de europeo, tiene todos los números para un paseo millonario. Como tenía todos los números pues, obvio, me tocó.

Había sido un miércoles ajetreado. Almorcé en La Hamburguesería y vi como el Madrid perdía por penaltys con los súbditos de Ángela Merkel. Sin tiempo para la siesta reparadora, salí rumbo al centro. Tenía que impartir clase en el Instituto Caro y Cuervo, en el flamante nuevo diplomado en estudios editoriales. Esa tarde, entre otras cosas, hablamos de como ser escritor en el siglo XXI y no morir de hambre en el intento. De la necesidad que tiene el escritor de ser invitado a ferias, festivales y demás guateques literarios. De la obligación de dar espectáculo ante esos extraños seres que creen que escuchar a un escritor viene a ser lo mismo que leerse su libro. Para la última parte de la clase me acompañó Andrea López, gran lectora, mejor librera y ahora directora del grupo Santillana en Colombia. Conversamos sobre Aira y sobre las editoriales independientes argentinas.

Al terminar nos fuimos a cenar a Minimal. Evocamos nuestro Buenos Aires querido mientras degustábamos unos camarones del pacífico muy bien sazonados. Estaba a punto de irme a mi casa cuando recibí un par de sms que me hicieron cambiar el rumbo. Unos amigos escritores me esperaban en un bar de la 93.

Entro en la Puerta Grande pasadas las 11. Es la tercera vez que estoy en este sucedáneo de restaurante español y siempre pienso que será la última. Mi amigo Marcel ya llegó y como siempre, bien acompañado. Hablamos un poco de libros, un algo de escritores y un mucho de mujeres. Bebemos ron, también cerveza. Llegan más escritores. Al fondo, en una tarima, toca una banda. Casi nadie le hace caso y eso que no suena particularmente mal.

A eso de la una, decido retirarme a mis aposentos. Veo un taxi detenido en la puerta y subo sin pensarlo. Buenas noches, a la Soledad por favor. El señor bosteza, se ve que aprovechó la parada para echarse una cabezadita. Intercambiamos un par de frases. Todo parece normal. Sigue la ruta correcta, por la autopista. Cuando pareciera que me va a dejar donde le indiqué, acelera y pasa de largo. Le reclamo por eso. Le grito incluso. Deténgase, le he dicho que es ahí. El taxista me ignora, se aferra al volante, gira a la derecha y se detiene. Con un gesto rapidísimo me apunta con una pistola y me dice: cállese, esto es un asalto. Al instante se abren las puertas y entran dos sujetos más. Alcanzo a ver que llegaron en moto.

Salimos nuevamente a la autopista, esta vez dirección norte. Al rato, el tipo que se sienta a mí lado me pide que baje la cabeza. Me habla despacio, trata de tranquilizarme aunque no siento que muestre mucho nerviosismo. Como suele decirse, la procesión va por dentro. Me dice que si colaboro no me pasará nada. Estoy en shock, inmóvil. Pienso que cuando menos lo espere me van a disparar y a botar del taxi en cualquier cuneta. Pienso en que debería haberme largado de Bogotá después del festival de teatro, tal como tenía previsto, a mi Buenos Aires. Pienso que di demasiada papaya. Me doy cuenta de que cargo la mac. Nunca la llevo por la noche. Ya es mala suerte. Todo lo que escribí este último año se perderá. No es tan grave, hoy todo el mundo escribe.

El otro delincuente revisa mi cartera. Me pregunta a qué me dedico. Le digo que escribo. Ahora podrá escribir sobre este asalto, me responde creyéndose muy gracioso. Me pide el número secreto de la visa. Se lo doy. El taxi se detiene y se baja uno de los asaltantes con mi tarjeta y mi mac. Con él se va mi música, mis fotos y algunos textos importantes. Siempre nos quedará gmail para rescatar algo. Pero el registro sigue. El delincuente que se quedó en el auto, pegado a mí, repara en mis dos anillos. Me pregunta si son de oro. No tienen valor, se los compré a una hippy en la Costa Brava, le digo. Me los quita y se los guarda en el bolsillo. No le cuento que su valor afectivo es incalculable, que hay mucho amor en esa plata, que me siento desnudo sin ellos. No vale la pena discutir. Además el taxista sigue nervioso, gesticula, grita. Le pregunta al señor de los anillos si cargo reloj, cadena o pulseras. Su compinche le dice que no, que ya me chequeó completito.

Me siento algo mejor. Pienso que si me quisieran matar ya lo hubieran hecho. Suena un teléfono. Confirman que las tarjetas funcionaron. Entonces el tipo que ha venido todo el paseo pegado a mí me dice que le escuche atentamente: me van a dejar ir. Eso sí, debo seguir las instrucciones. Cuando se detenga el taxi, anda 25 pasos sin mirar atrás. Sin gritar, aclara. Me entrega un billete de veinte mil pesos, para el taxi. La amabilidad bogotana se mantiene, incluso entre los malandros.

Hago lo que me dicen. Camino cincuenta pasos en vez de veinticinco, por las dudas. Me detengo debajo un puente, en una calle poco iluminada. Busco en una esquina las coordenadas. Es la carrera 70 con las 82. La mierda, vamos. No hay un alma en la calle. Camino dos cuadras a paso rápido. Ahora sólo faltaría que me volvieran a asaltar y me quitaran los veinte mil. Sigo andando cagándome en Bogotá y en su aparente seguridad. Dos cuadras más y sí, esto parece una avenida. No tarda en llegar un taxi. Me monto en él y lo primero que le digo es que me acaban de robar, señor, le advierto, ya no tengo nada de valor encima.

El hombre pone cara de preocupación. Me pide que le cuente los detalles. Parece realmente afectado. Le digo que me lleve a mi casa, a lo que era mi casa, de donde nunca debí salir esta noche en la que la literatura me dio y me quitó lo que le dio la gana.

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