La escena sucede un viernes en un salón del penal de Olmos, en las afueras de La Plata. Hay presos, agentes penitenciarios y una decena de personas que acaban de cruzar la enorme puerta de metal y los muros. Se hace silencio y una mujer de más de 50 años comienza a hablar. “Me llamo Sandra, a mí me mataron a cuchillazos a mi hijo. Fue un dolor inimaginable. Pero a pesar de eso no quiero que ustedes la pasen mal. Es un honor para mí que me hayan recibido. Quisiera que tengan otras alternativas, que estén en cárceles diferentes”. Dos presos aplauden y todos aplauden. Los internos están de un lado y los visitantes enfrente, se miran las caras. Vuelve el silencio. Pasan unos segundos y los susurros se vuelven incómodos. Otro preso mira para los dos lados y salta de la silla en la que está sentado. De repente parece enorme, debe medir cerca de dos metros. Tiene cabeza rapada y cresta. Lleva una remera negra con un rosario de madera que le cae en el pecho. Su voz no decepciona: es cascada y gruesa. “Mi nombre es Leandro. Quiero pedirles disculpas a ustedes. Estamos esperando que un día la puerta se abra para vernos allá, darles un abrazo…”. El gigante no termina la frase, comienza a llorar, no puede seguir. Sus compañeros lo ayudan con nuevos aplausos. El se refriega los ojos, baja la cabeza y se sienta.

El encuentro fue promovido por Víctimas por la Paz, una iniciativa de la Asociación Pensamiento Penal, que integran personas que sufrieron delitos. Ellos cuentan historias duras pero dicen que no quieren quedarse sólo con el sufrimiento y buscan metabolizarlo promoviendo la integración. “El odio o el rencor sólo profundizan la violencia”, sostienen a contracorriente de la oleada que aúlla el endurecimiento de las penas.

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A Sandra Ajargo le mataron a Matías, que tenía 27 años. Fue en mayo de 2011, después de un almuerzo de domingo en su casa de Necochea. Terminaron de comer, el hijo se fue y ya no lo volvió a ver vivo. Luego le contaron que tres hombres con facas se lo cruzaron y lo atacaron sin que hubiera muchos motivos. Los responsables fueron detenidos y condenados. “Durante el juicio, uno de los hermanos de los que mataron a Mati se acercó para pedirme disculpas. Sus padres estaban con él. Al verlos me di cuenta de que también estaban sufriendo. Yo tenía un tremendo dolor pero no me quería vengar de nadie. Eso no me iba devolver a Matías. Las escaladas de violencia no sirven. Alguien las tiene que frenar y esta vez fui yo”.

El grandote de la cresta es Leandro “Tano” Ierino (38). Duerme en el pabellón 5 y cumple una condena por asalto a mano armada. Había estado en Olmos por otro robo y salió en libertad. En esa época fue chofer de la 141, cubría el recorrido entre Plaza Italia y Villa Albertina. Veía a sus tres hijos y pensó que nunca más estaría preso. Pero no pasó así. “Me separé de mi mujer, se me fue la cabeza y empecé a tomar merca de nuevo. Le re pifié. Creía que necesitaba más y fui por más. Y así volví acá. Pero ya no me voy a equivocar. Estudio y quiero ver a mis chicos. Sé lo que hice y por eso pido disculpas”. Ierino se acerca a Sandra, le pregunta si la puede abrazar y ella le dice que sí. Cuando se sueltan, él se saca su rosario y se lo da.

“Entre agresores y víctimas se produce un lazo que es inseparable y hay que sanarlo para seguir”. La que dice la frase es Consuelo Fraga, que en la charla encuentra un doble rol por haber sufrido un robo muy violento y por ser la mujer de Ricardo, condenado por matar durante un asalto. Hace siete años iba desde El Palomar a Varela para ver a su marido y cerca de Quilmes dos pibes en moto la encerraron y la tiraron. Por el golpe se quebró la clavícula. “Intenté explicarles que podría ser su mamá o su hermana, que mi marido estaba preso y que iba a verlos. Cuando se fueron con mi moto sólo quería llegar a la cárcel para abrazar a mi marido y llorar con él. Porque esos chicos que había visto podían haber sido él y yo cualquiera de las víctimas que mi marido había lastimado”. Consuelo se negó a ir a una rueda de reconocimiento y no quiso seguir un proceso judicial. “No quería que esos pibes vivieran lo que mi marido vivió. La cárcel es como un enorme tacho de basura donde tiramos a las personas. Eso no es justicia para nadie”, concluye.

Ricardo está sentado al lado de ella. Tiene barba candado con algunas canas y el pelo demasiado negro. Levanta la mano y completa lo que Consuelo acaba de decir. “Yo soy un tipo violento. Vengo mamando la cárcel desde 1977. Llevo la mitad de mi vida adentro. Entré acá cuando era un “gorrión” y acá me hice chorro. Maté un policía, robé un banco. Esta bestia es hijo de la cárcel”, dice mientras se señala el pecho. Durante estos últimos años preso Ricardo estudió Comunicación. Tiene un hermano que también pasó unos años en Olmos y que ahora es abogado. Ahora le gusta mirarse en él.

El caso de Sergio Núñez es algo más conocido. Su historia salió en varios diarios cuando montó una bicicletería para ayudar a chicos de una villa de Tandil, que le habían dado una paliza a su hijo mayor. “Apenas sucedió varios amigos me dijeron: ‘Vamos a buscarlos y los matamos a palos. Yo hice la denuncia y me di cuenta de que sólo les estaba empeorando la vida. Fue ahí cuando tomé la decisión de armar el proyecto”, recuerda. Todas las tarde, cerca de las cinco, los chicos aparecen por la casa de Sergio. Agarran las herramientas y reparan bicicletas o desarman palets para hacer muebles. “Les pusimos como condición que vayan a estudiar. Hay que meterles la cultura del trabajo y bancarlos mucho porque les faltan muchas cosas”.

Sergio cuenta que un día, Braian, que tiene 15 años empezó a tajear con bronca una de las cámaras de bicicleta que les habían donado. El se enojó, le preguntó por qué lo hacía, le quiso explicar lo que costaban los materiales, pero Braian se fue sin hablar. “Dejalo, le debe pasar algo, yo después lo veo”, les dijo su mujer. A la noche, cuando todos los chicos se fueron, Sergio vio que alguien estaba afuera. Salió con su mujer y se encontraron con Braian, que miraba al suelo. Recién ahí el chico les contó que él y el hermano de 13 no comían hacía un par de días y que la mamá no estaba en la casa porque al hermano más chico le había mordido la cara un perro y estaba internado en el hospital. “Esos son los momentos donde tenés que estar porque si no se pueden tentar de hacer algo fulero”, explica Sergio y recibe el saludo afectuoso del juez de Necochea Mario Juliano, director de APP y uno de los líderes del proyecto. “Conocerlos (por los agresores) en carne y hueso. Saber quiénes son, dónde vivían y cómo son sus familias nos abre una perspectiva diferente y ayuda a comprender”, explica el magistrado, que también recibe los abrazos de varios presos.